La importancia de llamarse Max Ernst
La obra del pintor surrealista, concentrada en una majestuosa retrospectiva en el Albertina de Viena 180 cuadros reflejan la reinvención del artista, pionero del 'collage' y el 'action painting'
"Cuando un pintor se encuentra, está perdido", dejó dicho Max Ernst. Tal vez por eso pasó toda su existencia desorientándose intencionadamente, como si padeciera una ceguera voluntaria. Protagonizó una metamorfosis continua que le condujo a abrazar estilos distintos, técnicas iconoclastas e intereses temáticos de lo más variopinto, hasta el punto de convertir la aparente incoherencia en rasgo distintivo. Hasta el 5 de mayo, una majestuosa retrospectiva en el Albertina de Viena rinde homenaje a las reinvenciones sucesivas de Ernst a través de 180 de sus obras, reconociendo su papel pionero en la transformación del canon pictórico, pese a que su importancia en el movimiento surrealista fuera eclipsado durante décadas ante figuras más autoritarias, como Breton, o llamativas, como Dalí.
Para Ernst, su misión era la misma que la de un sismógrafo. Consistía en registrar sobre el lienzo "terremotos suaves, como esos que solo logran desplazar ligeramente los muebles". En su obra, repleta de paisajes fantasmagóricos y proyecciones cósmicas, aspiraba a dejar a su espectador en un estado ligeramente alucinatorio, como si asistiera a una proyección de imágenes generadas durante la primera fase del sueño.
En sus cuadros se distingue "un pálpito sutil", ubicado a medio camino entre lo soñado y lo vivido, lo racional y lo absurdo, lo poético y lo grotesco. La combinación de estos polos opuestos resultó constante en su trayectoria, tal como su voluntad de escandalizar al respetable, contra el academicismo imperante y el remilgo de la burguesía. En sus primeras obras, firmadas a partir de 1910, Ernst ya proponía un cóctel explosivo de expresionismo, cubismo, caricatura social, el influjo de Kandinsky y la evocación de Chagall. Pocos años después, Ernst participó en una exposición en Colonia junto a los dadaístas Arp y Baargeld, en la que los cronistas de la época cuentan que una niña vestida de comunión recitaba poemas obscenos a pocos metros de un acuario colmado de sangre. La sociedad biempensante quedó sobrecogida.
Encontró en el 'collage' la manera de "emparejar realidades irreconciliables"
Durante los años veinte, tras leer el manifiesto surrealista, Ernst decidió experimentar con formas de composición pictórica equivalentes a la escritura automática que pregonaba Breton. Influido por Picasso y Braque, lo probó primero con el collage, formato ideal para describir el mundo patas arriba propio del periodo de entreguerras, con el que estableció combinaciones imposibles –bailarinas con cabeza de ganchillo, arbustos salvajes con forma de conductos reproductores, sirenas descabezadas de extremidades amorfas— que más tarde alimentarían su imaginario pictórico.
Encontró en el collage la manera perfecta de "emparejar realidades aparentemente irreconciliables". Más que un creador, Ernst quiso ser un localizador de imágenes y objetos, como Duchamp, y formuló nuevas emulsiones a partir de ingredientes conocidos, como mucho más tarde haría Warhol. Como buen surrealista, creía que el artista era solo un mensajero, pero nunca el depositario de la genialidad más auténtica. Para demostrarlo, se inventó un personaje mitológico, Loplop, un dios-pájaro que decía que le proporcionaba la inspiración divina. Más tarde, otro de sus inventos, la denominada pintura oscilatoria –un pincel suspendido que salpicaba gotas aleatorias por todo el lienzo— anticiparía el action painting que se impuso con Pollock.
Su vida privada también fue poco convencional. Amante de Gala Dalí, con quien formó un triángulo amoroso mientras estuvo casada con Paul Éluard, vivió con Leonora Carrington en el sur de Francia, a la que abandonó para instalarse con Dorothea Tanning en Arizona, donde experimentó con las técnicas pictóricas de las culturas indígenas. El exilio le permitió escapar a la guerra, después de ser incluido en la lista de artistas degenerados establecida por los nazis. Pero también de haber sido denunciado como espía alemán por un habitante sordomudo del pueblo francés donde se había refugiado. Tan surrealista como cualquier divinidad ornitológica, si no más, o como la falta de reconocimiento de la que sufrió hasta los últimos años de su vida. A mediados de los cincuenta, tras su regreso a Europa, se decidió reexaminar su trabajo. Lo aparentemente disparatado se había transformado en un presagio de lo que vendría después. Y la supuesta incoherencia, en un reflejo de la constante reinvención digna de cualquier hombre posmoderno.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.