“No me resigno a ser calvo”: cómo el cabello se convirtió en la gran obsesión masculina de nuestra década
Medicamentos como la Finasterida son cada vez más habituales, el minoxidil oral podría sumarse en breve y las clínicas de injertos capilares se multiplican en España. Así es como los cánones de belleza contemporáneos se mezclaron con un temor atávico
A Cleopatra le resultaba mortificante la caída del cabello y trató de ponerle remedio aplicando todo tipo de ungüentos, desde pomadas de médula de ciervo, dátiles y pezuña de burro a una por entonces revolucionaria loción de grasa de roedores, orina y dientes de caballo. Acabó recomendando a su alopécico amante romano, Julio César, que se cubriese a todas horas la zona cero del holocausto capilar con una corona de laurel. César padeció como pocos el estigma asociado a la calvicie, que los romanos consideraban antiestética y asociaban a una virilidad menguante. Ovidio, padre de la retórica y la poesía erótica, dejó escrito que “feos son los campos sin hierba, los arbustos sin hojas y los cráneos sin pelo”.
Hoy disponemos de un amplio espectro de herederos de la primitiva pezuña de ciervo, desde lociones crecepelo a suplementos vitamínicos, champús o tónicos. En opinión del dermatólogo Ramón Grimalt, la mayoría de estos remedios tiene “muy escaso fundamento científico”, empezando por el moderno arsenal de champús de zinc, silicio, colágeno, biotina, cebolla, cafeína o própolis, porque “ninguno de estos productos atraviesa la capa de piel del cuero cabelludo, de manera que actúan exclusivamente a nivel externo”. A Grimalt le sorprende “la ligereza un poco irresponsable con la que muy a menudo la gente va a la farmacia a buscar algo para el cabello”, cuando nadie que sufra molestias oculares entrará a pedir “algo para los ojos”.
La alopecia, como cualquier otra afección, necesita en primer lugar un buen diagnóstico. Sin embargo, muchos la siguen considerando sobre todo un problema estético con potenciales consecuencias psicológicas y que, en ocasiones, comporta un cierto estigma social. De ahí que se busquen soluciones milagrosas, derivados modernos del crecepelo que se vendía en destartalados carromatos desde la noche de tiempos. Algunas de esas supuestas panaceas, como los ambientadores de madera de sándalo, saltan a la palestra y pasan por un breve periodo de popularidad hasta que se contrasta científicamente su muy relativa eficacia.
Una de las excepciones más notables, según se afirmaba en un artículo de The New York Times publicado el pasado 19 de agosto y que se viralizó en cuestión de horas, podría ser el minoxidil, fármaco vasodilatador que se viene utilizando, con resultados discretos, desde la década de 1980. Lo que está dando a este producto una inesperada vigencia consistiría en renunciar a su uso tópico y consumirlo por vía oral, en dosis muy bajas. De esta manera, en palabras del dermatólogo de la Universidad de Emory Robert Swerlick, uno de los expertos consultados por el diario neoyorquino, se consigue revertir la caída del cabello, en casos de alopecia moderada a leve, “por apenas unos centavos y de forma rápida y segura”.
Este uso del fármaco no ha sido aprobado aún por la Administración de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos (FDA, por sus siglas en inglés), tampoco por la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS). Pero el Times cita a media docena de dermatólogos de prestigio que lo están recetando de manera cotidiana. Si se generalizase su uso, siempre según la opinión de los dermatólogos citados por la periodista Gina Kolata, podría desplazar a la finasterida, el más popular hasta la fecha de los tratamientos orales contra la calvicie.
Pánicos irracionales, soluciones sensatas
La aversión o miedo a quedarse calvo tiene un nombre: falacrofobia. Se produce en casos extremos (no todos los que buscan soluciones a la caída del cabello son falacrobóbicos) y tiene que ver con relacionar el declive de la densidad capilar con envejecimiento, decadencia o pérdida de la salud. Esa mezcla de un pánico atávico con la imposición de cierta belleza normativa que impera en la era de Instagram ha dado, como resultado, que el cabello masculino sea hoy una conversación más vigente que nunca.
Ta y como afirma el dermatólogo británico David Fenton, “el problema psicosocial que la alopecia plantea a algunas personas puede combatirse con cortes de pelo, peinados que intenten disimularlo, pastillas milagro, tratamientos a medio plazo como la finasterida e incluso soluciones quirúrgicas”. Cualquiera de estas estrategias puede resultar “lógica y legítima”, pero lo fundamental es evitar que la lucha contra la caída del cabello se convierta en “una obsesión”. En otras palabras, “tal vez convenga invertir el orden de los factores: resolver primero el pánico irracional y preocuparse a continuación por el problema práctico”.
Hablamos de alopecia en situaciones de pérdida de densidad capilar en que se produce la caída de más de cien cabellos diarios. La forma más frecuente es la llamada alopecia androgénica o calvicie común, a la que se atribuyen el 95% de los casos. Aunque no se trata de una afección exclusivamente masculina, afecta sobre todo a los hombres. Su prevalencia es muy alta. En España, la sufre el 42,6% de los varones adultos y más del 60% tiene predisposición genética a padecerla. El escritor, activista y alopécico estadounidense Robert Price concluye que la calvicie es “una enfermedad del Primer Mundo, del Occidente de piel mayoritariamente blanca”, atribuible en gran medida a “cuestiones genéticas” agravadas por “una dieta inadecuada, un estilo de vida acelerado hasta extremos absurdos y hábitos tan nocivos como el tabaquismo o el consumo de alcohol”.
Repoblar cueros cabelludos
En 2018, más de 10% de los 65.000 pacientes extranjeros que acudieron a Turquía a hacerse un injerto capilar procedía de España. Rubén M., informático barcelonés que hoy tiene 39 años, fue uno de esos intrépidos turistas sanitarios. Aquejado desde edad temprana (“aún no había acabado la carrera y ya me estaba quedando calvo”) de una alopecia que el atribuía al estrés por un desengaño sentimental, pero que resultó ser de origen genético, Rubén lo probó “casi todo”, de las lociones milagro a la finasterida. En torno a los 35 años optó por raparse al cero, pero esa radical opción estética no le resultó satisfactoria: “Me hacía parecer mayor, y yo no quería disimular la caída del cabello, sino sentirme cómodo con mi aspecto”.
Por fin, en primavera de 2018, Rubén decidió unirse a lo que un comentarista con humor describía como “la pasión capilar turca”. Secundado por dos compañeros de trabajo, “también alopécicos prematuros”, según nos cuenta, se puso en contacto con una de las clínicas más reputadas de Ankara. Como líder de su improvisada caravana sanitaria, Rubén empezó a inquietarse al comprobar que lo único que les pedían a sus compañeros y a él antes de darles hora para la intervención en Turquía era “que les enviásemos por correo electrónico una foto de nuestras cabezas”. En los tres casos, la respuesta fue positiva: los injertos eran viables, podía realizarse la intervención. “Yo esperaba, dado lo populares que eran ya por entonces las clínicas turcas, que nos alguien nos recibiese en Barcelona o Madrid e hiciese un diagnóstico previo del estado de nuestro cuero cabelludo. Esta manera de proceder, tan descuidada en apariencia, autorizando a distancia una intervención quirúrgica, nos dio mala espina, pero aun así tomamos la decisión de seguir adelante”.
En su caso, lo que derrotó a las reticencias iniciales fue el precio: “En aquel momento, hacerse un injerto capilar en España costaba cerca de 10.000 euros. Nosotros nos acogimos a una oferta especial que, por poco más de 2.000, incluía viaje de ida y vuelta y alojamiento”. Su intervención se saldó con éxito: “El principal inconveniente fue pasar un posoperatorio a más de 3.000 kilómetros del lugar de la operación, sin la asistencia directa de los médicos que la habían realizado”. Superó momentos de pánico, “como esas primeras 48 horas en que, con la cabeza hinchada y llena de cicatrices, te hidratas de manera compulsiva, para que el injerto arraigue, y no sabes si va a ser suficiente o no”. Pocas semanas después llegó el segundo momento crítico, “para el que te preparan en las charlas previas, pero que siempre supone una conmoción”: gran parte del cabello injertado empieza a caer “y el aspecto general de tu cabeza pasa a ser peor que antes de la intervención”.
A vueltas con los folículos rebeldes
Cuatro años después de su visita a Anatolia Central, Rubén presume de una densidad capilar “razonable” y un cabello “de aspecto bastante natural”. La experiencia resultó mucho menos satisfactoria para uno de los que acudieron a Turquía con él, Sergio García, de 44 años, también barcelonés y también informático. García reconoce que acudió un tanto “sugestionado” y que ni la clínica ni el personal con el que tuvo contacto le inspiraron confianza.
Su posoperatorio fue “un infierno” en el que tuvo que enfrentarse “solo, sin asistencia de ningún tipo” a molestias inesperadas, como “esas tres noches sin apenas pegar ojo, con el cojín cervical al cuello, hidratándome el injerto cada media hora como quien riega un jardín estéril”. En su caso, el trasplante no cuajó. La respuesta de sus folículos fue muy tenue, apenas brotó algo de cabello disperso y poco firme, que hizo que su cuero cabelludo presentase durante meses un aspecto “desolador”.
Él atribuye el fracaso a que su densidad capilar de partida era muy inferior a la de Rubén: “El mío era un caso de alopecia severa, pero aun así utilizaron conmigo la misma técnica, la llamada FUE [siglas en inglés de “unidad de extracción folicular”], cuando lo más probable es que no resultase adecuada en mi caso”. García ha decidido probar suerte de nuevo con la técnica que asegura mejores resultados en la actualidad, la DHI, pero esta vez se muestra dispuesto a rascarse el bolsillo y apostar “por una clínica española”.
“No me resigno a ser calvo”
Otro de los que acudieron a una de las 350 clínicas homologadas que realizan injertos de cabello en Turquía es Daniel, de 51 años. Viajó a Estambul en 2017 y se sometió a una intervención que describe como “un tormento”: “Más de diez horas en manos de un grupo de chavales muy jóvenes que seguían instrucciones telefónicas y me parecieron descuidados y de una competencia muy dudosa”. Salió de allí convencido de que “lo barato sale caro”, una intuición que se vio confirmada por “la caída casi inmediata de la mayoría del cabello injertado”. Dos años después volvió a entrar al quirófano, esta vez en una clínica madrileña, para someterse al mismo proceso, con resultados “no óptimos, pero sí bastante aceptables”. Asegura que, en caso de fracasar de nuevo, hubiese vuelto a intentarlo: “No me importa reconocer que la calvicie ha supuesto para mí un auténtico trauma. Hay gente que se resigna a ella o la sobrelleva con dignidad, pero ya os digo que no es mi caso. Llevo años combatiéndola, con pastillas, con lociones y con operaciones. No me resigno a ser calvo”.
Pedro Muro, dee 41 años, pertenece al grupo de los que optaron por el injerto capilar pero descartaron la peregrinación a Turquía. Él decidió operarse en Portugal, el país en que reside desde años por razones laborales, y se puso en manos de Insparya, la cadena de clínicas entre cuyos fundadores está el futbolista Cristiano Ronaldo. Allí le hicieron un diagnóstico que consideró “esperanzador”: las características de su pelo y el estado de las raíces capilares que conservaba permitían implantar hasta cuatro cabellos por folículo, lo que, en principio, garantizaba un resultado natural, alejado de lo que él mismo describe como “efecto muñeco”.
Tras una “tediosa pero indolora” intervención de “alrededor de nueve horas” con anestesia local por la que pagó 5.400 euros, llegó el posoperatorio, esas 78 horas “decisivas” en las que, según le explicaron, está en juego el éxito de los implantes. “La rutina básica es hidratar el cultivo cada veinte minutos con suero fisiológico, como si se tratase de una planta mustia que hay que regar de manera continua hasta que arraigue y florezca”. En su caso, estos cuidados implicaron “un par de días sin apenas dormir, pendiente a todas horas de las alarmas del móvil” para ceñirse a las pautas de hidratación de manera estricta.
El resto, “la hinchazón de la zona afectada, las vistosas costras que se van formando, el dolor a ratos intenso que se combate con paracetamol o precauciones como no exponer demasiado las heridas, no beber alcohol o no hacer deporte para que el sudor no contribuya a crear un cultivo bacteriano” le parecen inconvenientes menores, peajes más que razonables cuando de lo que se trata es de dejar atrás la calvicie por un periodo de “si todo va bien, hasta 15 o 20 años”. Él lo resume en “dos o tres días horribles, una semana incómoda y varios meses hasta que empieza a gustarte de verdad lo que ves en el espejo”.
José, valenciano de 48 años, pasó por un proceso muy similar tras injertarse cabello en la Centro Médico Estético Devesa, en su ciudad natal. Pagó por ello “poco más de 3.000 euros”, tras descartar Turquía porque “no acababa de inspirarme confianza y, además, quería resolverlo de manera cómoda y rápida”. Se iba a casar en octubre de 2021 y su futuro marido le recomendó que se hiciese el injerto. No lo recuerda como una experiencia traumática, pero sí insiste en que “el posoperatorio requiere voluntad y disciplina, y parte de la responsabilidad de que las cosas salgan bien es tuya, depende de tu capacidad para seguir las instrucciones de los cirujanos al pie de la letra”. Él acudió al trabajo apenas dos días después de someterse a la intervención, tras un fin de semana de “espray hidratante de agua termal, alarmas en el móvil cada media hora, cintas en la cabeza y noches sin dormir”.
Como en el caso de Rubén, considera que el peor momento llega “con la brusca caída de cabello que se produce a los tres meses”. Resulta alarmante porque “apenas un mes después de la operación ya vuelves a peinarte y te ves bien, con la densidad capilar recuperada, sin cicatrices, sin rojeces, y luego, de repente, la cabeza se te empieza a vaciar a marchas forzadas”. José hizo frente al impacto psicológico de semejante debacle “confiando en mi doctora, que me dejó claro que aquello era parte del proceso y que el cabello que creciese a continuación sería mucho más firme y duradero”.
El riesgo de caída “va a estar siempre ahí”, remata José, pero él se declara “contento” con el resultado y feliz por haber dejado atrás, a menos de momento, un problema estético que había llegado a preocuparle. Eso sí, tiene claro que “si algo saliese mal” no volvería a recurrir ni a injertos ni a pastillas ni a supuestas soluciones milagrosas: “Me daría una pereza infinita. Este es mi último intento de combatir la alopecia. Si no funciona, buscaré la mejor manera de acostumbrarme a ella”. Aunque sea con una corona de laurel, como Julio César.
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