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Joe Manjón, el actor español que surgió de Gales: “Si lo primero que haces es llamar ‘facha’ a alguien, no ayudas a que nada cambie”

De padre español y madre inglesa, Manjón descubrió que lo suyo era la interpretación cuando se dio cuenta de que como militar no podría hacer demasiado con sus emociones

Tom C. Avendaño
Joe Manjón (pronunciése cada jota de forma distinta) posa en exclusiva para ICON.
Joe Manjón (pronunciése cada jota de forma distinta) posa en exclusiva para ICON.Pablo Zamora

Hubo una época en que Joe Manjón (Barcelona, 34 años) se planteó apuntarse al Ejército británico. “Tenía 18 años, la gente me decía que estudiase una carrera, pero si no hay nada que me guste, no voy a estudiar algo que no me guste. En el Ejército ofrecían diez meses de entrenamiento renovable por otros dos años. Mi plan era apuntarme esos diez meses, que me los pagaran, ponerme en forma, en fin, una aventura”, recuerda ahora. Pero advierte: “Me hubieran echado en tres días. A veces, las cosas de la autoridad, las estructuras rígidas, el ‘haz esto’… digamos que me cuesta. Si me tratan como un adulto, vale, pero vamos, hubiera acabado llamando facha a alguien el tercer día”.

Su alternativa al ejército era, ojo, la interpretación. Y ahí está la clave de que, hoy, quien fue un joven de biografía serpenteante (nació en Barcelona de padre español y madre inglesa, se crio en un pueblo galés entre los cinco y los 18 años, estudió en escuelas de teatro en Londres y se volvió a España) y destino incierto sea un actor hecho y derecho, de aires marlonbrandescos, con hueco propio en la industria española. A Manjón se le ha visto en El orfanato (2010), El hombre que mató a Don Quijote (2018), La virgen de agosto (2019), Mia & Moi (2021) y, recientemente, en Nosotros no nos mataremos con pistolas. En este proceso, descubrió la verdad universal que marca a las personas eternamente extranjeras: “Cuando estoy aquí me siento más galés que en Gales y cuando estoy allí me siento más español que en España. Las cosas afloran cuando no están presentes”, explica.

Esa misma ley resultó ser válida también en aquella escuela de teatro de Londres. “Venía de un pueblo minero de Gales, donde si no me hacían bullying era porque jugaba al fútbol, pero sí me llamaban maricón porque me gustaba el teatro y leer”, rememora. También allí empezó a aflorarle algo que había dejado de tener presente: “En casa, mis padres me hablaban. Mi madre era hiperemocional, en plan: ‘Mamá, te quiero pero has llorado ocho veces ya hoy y son las 10.30′. Mi padre era más estoico pero te hablaba. Te miraba a los ojos. Con esa mirada aprendí la diferencia entre estar escuchando algo y esperar tu turno para hablar”.

Manjón, el joven demasiado rebelde para el ejército, descubrió que las emociones eran también su herencia y que ser machito ofrecía sus limitaciones. Con los años, aprender a interpretar, y luego hacerlo en teatros por Londres, le enseñó a estar más abierto. En España, logró un hueco más estable en el audiovisual. “Una putada es que muchas de las cosas que he hecho, las que más se pueden ver al menos, las he hecho solo después de que falleciera mi padre”, dice (hace dos años). Aquí se le empaña la mirada. Desde los 24 años, calcula, llora dos o tres veces al día.

Lo aprendido lo usa para el trabajo. Tiene una presencia física visceral, de tío duro con los puntos blandos que pida el guion. En Mia & Moi, por ejemplo, interpretaba un trasunto de Stanley Kowalski (el Brando de Un tranvía llamado deseo) capaz de conectar con la gente a su alrededor. Tampoco se estila ya el hombre duro a secas, ni en la ficción ni quizá tampoco en la vida real. Cuesta sentir ya empatía por un hombre enfadado: “El tema del enfado lo tuve que trabajar mucho en terapia. Es muy fácil enfadarse. Y odio que en las entrevistas los actores, cuando les preguntan qué les cosas les ponen negros, contesten: ‘Las injusticias’ o ‘el racismo’. Sí, ya sabemos que buenos no son. Yo también me enciendo leyendo lo que dicen los políticos, hay una explosión muy directa, muy visceral: ‘¡Pero me cago en Dios!’. Es algo que no nos va a ayudar nunca a llegar a una persona. Si lo primero que haces con alguien es llamarle facha, no estás ayudando a que nada cambie. Estás soltando odio al mundo”.

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Sobre la firma

Tom C. Avendaño
Subdirector de la revista ICON. Publica en EL PAÍS desde 2010, cuando escribió, además de en el diario, en EL PAÍS SEMANAL o El Viajero, antes de formar parte del equipo fundador de ICON. Trabajó tres años en la redacción de EL PAÍS Brasil y, al volver a España, se incorporó a la sección de Cultura como responsable del área de Televisión.

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