Martha Cooper, la mujer que descubrió que el grafiti era arte
Cuando las pintadas empezaron a inundar los muros de Nueva York en los años setenta, nadie creía que aquel fenómeno urbano fuera a durar mucho. Martha Cooper se puso a inmortalizarlo con su cámara. Y así sigue medio siglo después
A finales de los setenta, Nueva York estaba en guerra. En guerra contra el grafiti. Las pintadas callejeras, que dominaban cada una de las esquinas de sus Five Boroughs (los cinco distritos: Bronx, Brooklyn, Manhattan, Queens y Staten Island) y de su suburbano, se habían convertido en el enemigo público número uno, al tiempo que músicos como Afrika Bambaataa, Grandmaster Flash o DJ Kool Herc empezaban a poner los cimientos del hip hop como cultura global dominante.
Una de las primeras medidas del alcalde Ed Koch, que había llegado al cargo en 1978 para salvar a la ciudad de la bancarrota y el caos, fue poner concertinas alrededor de las cocheras del metro para evitar que los “vándalos” accedieran por la noche a los vagones, mientras enviaba patrullas de policías con perros para vigilar toda la red de transportes. “Si por mí fuera, no pondría perros, sino lobos”, admitía por entonces el regidor, asegurando que aquel colorista despiporre estaba “destruyendo nuestro estilo de vida”.
En medio de aquel pandemonio se encontraba Martha Cooper, la primera fotógrafa que se interesó por la escena y que poco después publicaría el seminal Subway art (1984), considerado la biblia del grafiti: a día de hoy ha vendido más de medio millón de ejemplares. “Entonces pensaba que estaba capturando un fenómeno exclusivo de la ciudad y que aquello desaparecería en unos años. Estoy sorprendida y agradecida porque mis fotos sigan siendo de interés”, explica la estadounidense en Berlín, donde ha viajado con motivo de su última exposición.
La fundación berlinesa Urban Nation le rinde homenaje con una profunda retrospectiva, la primera hasta la fecha, titulada Martha Cooper: Taking pictures, que se podrá visitar hasta el 1 de agosto (covid mediante). La impresionante muestra combina una apreciable selección de todas las épocas de su inmenso archivo (desde la fotografía callejera en el Manhattan de los setenta hasta su último proyecto relacionado con el arte urbano en SoWeBo, el suroeste de Baltimore) con todo tipo de artefactos personales (bocetos, diarios o cartas) para apuntalar la figura de una maestra de la cámara. Con cinco décadas de carrera consiguió capturar el espíritu de los tiempos en una metrópoli que cambiaría para siempre la estética de la cultura pop. Eso el alcalde Koch no lo vio venir.
Nacida en Baltimore (Maryland) en 1942, Martha Cooper tuvo claro desde el principio que lo suyo tenía que ser la lente: su madre era profesora de periodismo, su padre y su tío regentaban una tienda de fotografía en su localidad natal. Después de varios años viajando por medio mundo (con escala en National Geographic), se asienta en Nueva York en 1977. Allí se convierte pronto en la primera mujer contratada por el New York Post como fotógrafa de plantilla. Uno de sus cometidos era buscar imágenes informales que pudieran utilizarse en el diario cuando quedara algún hueco libre. “El periódico estaba en el Lower East Side de Manhattan, así que solía pasear por las calles de Alphabet City en busca de algo interesante”, recuerda Cooper de sus escarceos en esa zona del este de la ciudad que, antes del advenimiento del cupcake, parecía un escenario posbélico.
Tras visitar Haití y ver a los críos haciendo sus propios juguetes con materiales sacados de la basura, había comenzado una serie que mostraba a los niños neoyorquinos jugando a espaldas de sus padres. Y esa zona degradada era un pequeño filón para su objetivo. “Uno de ellos, Edwin Serrano, al que ya había retratado junto a su palomar, me mostró su cuaderno y me explicó que estaba practicando para dibujar su apodo, HE3, en una pared. Ahí me di cuenta de que aquellos chavales diseñaban antes lo que iban a pintar”, explica. Él se ofreció a presentarle a uno de los reyes de esa escena, que resultó ser Dondi, junto a Lee Quiñones, uno de los pioneros del grafiti. “Cuando finalmente le conocí, reconoció mi nombre al instante, porque el New York Post había publicado una foto mía con una de sus piezas al fondo”, recuerda. “Él la había recortado y pegado en su cuaderno. Desde ese momento quedé fascinada. Siguiendo a Dondi y a sus amigos me introduje de lleno ese mundo y en el del hip hop”.
En aquella época muy pocos grafiteros tenían cámaras decentes (ni la destreza necesaria) para inmortalizar sus obras y algunas podían durar solo unos días antes de que el Ayuntamiento las hiciera desaparecer, así que ella se encargaba de retratarlas. Luego regalaba algunas copias y así se ganaba su confianza. “Esta siempre ha sido una cultura mixta de negros, latinos y blancos. Ser aceptado dependía, y sigue dependiendo, de las habilidades de cada uno”, responde al ser interpelada acerca de la singularidad que suponía una mujer blanca en aquel ambiente.
Años después recopilaría todo aquel material en Subway art, su primer libro, publicado junto al también fotógrafo Henry Chalfant. “Decidimos colaborar e intentar hacer algo juntos porque pensábamos que solo podría publicarse un único volumen dedicado al grafiti. Nunca hubiéramos imaginado los centenares que existen hoy. Enviamos nuestra propuesta a todas las editoriales de arte y fotografía que pudimos encontrar en Estados Unidos, pero todas la rechazaron. La mayoría de los editores odiaban las pintadas”, sostiene. Tras dejar su empleo en el Post para dedicar más tiempo a su nueva pasión, el director de la revista alemana Art Magazine les sugirió que llevaran su proyecto a la Feria del Libro de Fráncfort. “Volamos pagando todo de nuestro propio bolsillo. Y yo, la verdad, no tenía mucho dinero”, confiesa. Allí conocieron a los responsables de Thames & Hudson, que se convirtió en su editorial. Y así llegarían otra decena de monografías, como Hip hop files: Photographs 1979-1984 (2004) o New York state of mind (2007), dedicadas a una urbe que ya solo existe en papel. “Nueva York sigue siendo mi lugar favorito para vivir, pero tal vez ya no para trabajar”, asume con algo de melancolía.
La hoy directora de fotografía del City Lore, el centro neoyorquino de cultura popular urbana, aún tiene pendiente de estreno un documental que recorre toda su vida, Martha: A picture story (2019), dirigido por la australiana Selina Miles. Allí cuenta cómo se cruzó con Keith Haring en los ochenta. “Solía verlo en las inauguraciones de Fun Gallery. Pero yo estaba más interesada en los grafiteros fuera de la ley que inventaban sus propias reglas. No presté tanta atención a Keith Haring y Basquiat como debería”, lamenta.
Con Banksy igual hubiera sido otro cantar. De hecho, en su retrospectiva berlinesa se puede ver una carta manuscrita del esquivo artista británico agradeciéndole su labor como documentalista de la escena. “Estábamos preparando una nueva edición de Subway art por su 25º aniversario y quisimos obtener algunas declaraciones para la contraportada, así que contactamos con Banksy a través de su agencia de relaciones públicas. Ellos nos enviaron esa tarjeta con su dedicatoria, aunque nos dijeron que no podíamos utilizarla en el libro. Ahora que lo pienso, deberíamos haberlo hecho sin su consentimiento. ¿Acaso Banksy ha pedido permiso alguna vez para usar algo?”.
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