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Ai Weiwei: “En el mundo del arte todo el mundo habla del dinero. Es venenoso, vales tanto como tu obra”

El artista chino más célebre vive tranquilo en Portugal. Pero el exilio es duro, por dorado que sea. Con motivo de su última exposición en el MUSAC, nos descubre la primera casa que se ha comprado con 67 años

Ai Weiwei posa junto a uno de los cactus de su finca de el Alentejo.
Ai Weiwei posa junto a uno de los cactus de su finca de el Alentejo.Yago Castromil

No intenten preguntar a Ai Weiwei (Pekín, 67 años) por su fortuna. Es uno de los artistas más cotizados del mundo, pero ni sabe ni le interesa lo que tiene en la cuenta. “Mi padre [el poeta Ai Qing] se ganaba la vida vendiendo palabras. Y nunca le oí pronunciar ‘dinero’. No importa cuánto tenga sino en qué lo utilizo. Casi todo lo reinvierto en mis proyectos. No tengo coche propio, no soy de restaurantes caros, casi no tengo vida social. Solo necesito lo que mi padre: un lápiz y un papel. Esas son mis posesiones más preciadas. Y el tiempo. Y una buena charla con la familia y los amigos. El resto es inútil”. El artista chino más célebre nos recibe una soleada mañana de otoño en la finca que ha convertido en su casa desde hace cuatro años en el Alentejo, en Montemor-o-Novo, a una hora de Lisboa. La pregunta viene a cuento porque la presenta diciendo que es lo primero que se ha comprado en su vida. “Voy camino de cumplir los 70, o invertía en algo ya o no lo hacía nunca. En mi país nadie posee tierras; para mí es como un milagro”. Se resiste a llamarla hogar: “Siempre seré un extraño, un exiliado”.

En esta propiedad de siete hectáreas le acompañan un solo asistente, cinco gatos (en su estudio de China llegó a tener 40), dos mastines alentejanos y un colorido turaco, un ave exótica del Senegal, regalo de una tienda de animales local, que acompaña con su canto desde una gran jaula junto a la mecedora en la que el artista medita al caer las tardes. Él mismo prepara sus comidas. “Lo que más echo de menos es un cocinero chino. Me encantaría contratar uno”. El caserón conserva casi el mismo mobiliario que cuando lo compró. Apenas asoma como capricho un piano para que su hijo de 16 años, Ai Lao (en chino, ojo viejo), que vive en Cambridge junto a su progenitora, la cineasta Wang Fen, practique cuando le visita. Y una piscina frente al porche donde invita a hacer la entrevista.

Se ha instalado aquí, cuenta, porque cuando vino a montar una exposición a Lisboa, este terreno agreste le recordó al paisaje de su infancia, en Xianjiang, en el noroeste de China, a un paso del desierto de Gobi. Y enseña el fondo de pantalla de su móvil, una desgastada foto en blanco y negro de un agujero cavado en la tierra de apenas unos metros cuadrados. “Es el búnker subterráneo donde viví mis primeros años, cuando mi padre pasó de laureado intelectual a traidor condenado a trabajos forzosos. Le obligaban a limpiar las letrinas comunes. Al mes teníamos seis dólares y una caja de cerillas por familia, para tener luz, calentarnos y cocinar. Recuerdo mis bolsillos agujereados y ni me importaba, porque no tenía nada que meter en ellos. Ahora todo el mundo habla de dinero, algo que considero socialmente muy venenoso. Y en el mundo del arte, más: vales tanto como tu obra. Es muy loco, una enfermedad. Pero es la naturaleza humana”. Y con esto zanjamos el asunto del vil metal.

"Ejerzo de altavoz para miles de personas a quienes no se les da voz", afirma el artista chino.
"Ejerzo de altavoz para miles de personas a quienes no se les da voz", afirma el artista chino.Yago Castromil

Ai Weiwei ha hecho de la denuncia política su principal causa, pero no se reconoce como activista. “Esa palabra solo la utilizáis en Occidente. En mi país no existe un término claro que defina a la gente como yo; se nos llama alborotadores, personas problemáticas”. Su accidentada historia ha sido hiperdocumentada, tanto por los medios –concede más de 100 entrevistas al año, lleva la cuenta– como por él mismo. A menudo es protagonista de su obra y pasa buena parte de su tiempo en las redes sociales. No teme que la sobreexposición le reste credibilidad, al contrario. “Ejerzo de altavoz para millones de personas infrarrepresentadas, a quienes no se les da voz”. Lo escenificó en la pieza que lo convirtió en artista global en 2010, la instalación de la Tate Modern de Londres de 100 millones de pipas de girasol hechas en porcelana y pintadas una a una en pequeños talleres, subrayando el made in China, en alusión a que “todos los chinos son diferentes, solo hay que observar sus diferencias de cerca”.

Apenas unos meses después, en abril de 2011, Ai Weiwei desapareció tras ser detenido en el aeropuerto de Pekín. Llevaba incomodando al Gobierno chino desde la apertura en 2005 de su blog, que acumulaba más de 20 millones de lectores. En él recopiló los nombres silenciados de más de 5.000 niños muertos al colapsar las precarias escuelas estatales (conocidas como construcciones tofu) en el terremoto de Sichuan de 2008. Cerraron su blog. Se mudó a Twitter. Convirtieron su casa en la más controlada del país, con 15 cámaras de vigilancia apuntando a ella. Él les colgó unos farolillos rojos para hacerlas aún más vistosas. Aún piensa que “la obsesión por la vigilancia y el control social responden a una escenificación del poder. Vivir vigilado se ha convertido en una parte esencial de estar vivo; lo único que no pueden vigilar es lo que pasa por nuestras cabezas”. Por el camino, puso fin a la empresa de construcción que regentó durante diez años –llamada FAKE, porque le sonaba a fuck– tras colaborar con los arquitectos Herzog & de Meuron en el estadio olímpico de 2008. “Me cansé de la burocracia para construir en China pero, sobre todo, me enfadé cuando vi los Juegos Olímpicos convertidos en un mecanismo de propaganda del partido comunista que dejaba fuera a los ciudadanos”, recuerda.

Ai Weiwei posa para ICON en el estudio que se está construyendo, una réplica del que le demolieron las autoridades chinas en Shanghái en 2011.
Ai Weiwei posa para ICON en el estudio que se está construyendo, una réplica del que le demolieron las autoridades chinas en Shanghái en 2011.Yago Castromil

Tras su detención Weiwei estuvo en paradero desconocido 81 días. En ese tiempo, fue interrogado a diario y tuvo dos guardias pegados en todo momento, incluso cuando dormía o usaba el baño. Buscando su silencio, hicieron su voz más fuerte. Time lo incluyó entre las 100 personas más influyentes del mundo. ArtReview lo proclamó el artista más poderoso del año. Hasta Hillary Clinton reclamó su libertad en la tele. Reapareció en libertad bajo fianza, acusado de confesar evasión de impuestos, con una multa de 1,7 millones de euros y la condición de no dar entrevistas, usar las redes o viajar. Durante su arresto domiciliario, instaló cámaras dentro de su casa para retransmitir su vida online, probando lo anodina que podía ser la existencia de una persona tan peligrosa para el régimen. La web fue censurada. En cuanto recuperó su pasaporte, voló. Cinco años a Berlín, de donde salió declarando a The Guardian que “el nazismo pervive con normalidad en la vida cotidiana en Alemania”, y otros cinco a Londres.

Hoy, ha redescubierto el sentido de la palabra ‘paciencia’ en el Alentejo. “Es algo que he tenido que cultivar mucho a lo largo de los años. Pero los portugueses viven a otro ritmo, mucho más lento. Lo estoy comprobando con los obreros que he contratado para construir mi nuevo estudio”, ironiza. Y caminamos por una alameda hasta esta mole de 3.000 metros cuadrados en mitad de la nada. Una réplica exacta en ladrillo y madera del taller que le demolieron las autoridades en Shanghái en 2011.

Desde aquí ha supervisado la exposición que el MUSAC de León acoge hasta el 18 de mayo, en la que destacan imitaciones de cuadros con bloques de Lego. “Producen un efecto píxel, tienen una paleta limitada a 40 colores y son un material neutro, que no arrastra el peso histórico de la pintura o la escultura”. Relee lienzos clásicos con alguna modificación: en la gran ola de Hokusai, la barca es una patera; en el de Los fusilamientos del 3 de mayo de Goya, incluye su cara entre los asesinados. También recrea en Lego fotografías de su trayectoria: del desafiante selfie en el espejo de un ascensor junto a los policías que lo acababan de detener, de la foto que se tomó imitando al niño sirio ahogado Aylan en una playa turca o del tríptico más famoso de sus inicios, dejando caer una urna milenaria de la dinastía Han para denunciar la falta de preservación del patrimonio chino. Sobre aquella icónica foto reventando una reliquia, evoca: “Mao proclamaba que había que acabar con el viejo mundo para construir uno nuevo. Arrasó con la memoria colectiva. Por eso mi educación histórica fue nula. Así que, tras regresar de Nueva York en 1993, fui a un mercado de antigüedades para tocar esos objetos y deducir ese pasado”.

"Los portugueses viven a otro ritmo, mucho más lento. Lo estoy comprobando con los obreros que he contratado para construir mi nuevo estudio”, ironiza.
"Los portugueses viven a otro ritmo, mucho más lento. Lo estoy comprobando con los obreros que he contratado para construir mi nuevo estudio”, ironiza.Yago Castromil

Tras la muerte de Mao, en 1976, su familia había regresado a Pekín. Desencantado con la academia de cine, logró un visado gracias al enchufe de una novia. “Elegí Nueva York por dos razones: para la China comunista, EE UU es el gran enemigo. Ir allí me convertía en un traidor, pero necesitaba verlo. Además era el principal escenario del arte mundial”. Aterrizó a los 24 años, fascinado por Duchamp y Warhol. Malvivió haciendo de manitas y pintando retratos a turistas en Times Square. Empezó a hacer fotos por probar. “En el East Village se juntaban los yonquis a vender trastos para sacarse una dosis. Allí me pillé una cámara Linhof por 20 dólares. Al principio la usé para retratar la vida en la ciudad, pero descubrí su potencial durante la revuelta de Tompkins Square Park, en 1988, donde vecinos y gente de la calle plantaron cara a los abusos policiales en el barrio. Entendí entonces el desafío que una imagen puede suponer para las autoridades”. Apenas se integró en la escena local. Una noche, en 1985, se topó en un bar con Allen Ginsberg, el poeta beatnik, recitando poemas de su padre. “Lo presentó diciendo: ‘En China conocí a este poeta que debería ser considerado un héroe nacional y lo tenían limpiando retretes’. Le abordé: ‘Era mi padre’. Se convirtió en mi tío Ginsberg hasta que me volví a Pekín, precisamente porque mi padre estaba enfermo”. Moriría tres años después. Para entonces, ya se fraguaba el artista agitador. “Tuve que espabilar. Mi madre me dijo: ‘Te has ido 12 años y es como si fuera ayer’. No tenía estudios, ni dinero, ni siquiera sabía conducir. Hice trabajillos durante años para sobrevivir”, rememora. Su madre, de 92 años, se niega a que vuelva a visitarla a China, aunque él espera verla antes de morir.

El artista chino camina con uno de sus mastines alentejanos.
El artista chino camina con uno de sus mastines alentejanos.Yago Castromil

Ha titulado Don Quixote la exhibición del MUSAC porque es su personaje de ficción favorito. “Con 10 años, nos vimos obligados a quemar todos los libros de mi padre, incluidos sus poemarios de Lorca o Neruda, de quien también fue amigo. Y siempre hubo uno que llamó mi atención, el Quijote, con esas ilustraciones de un hombre espigado con una lanza y el gordo en burro al lado. Posiblemente, mi primer impulso de dibujar se lo deba a ellas. Disparó mi imaginación más allá de la doctrina maoísta, que dicta que todo se ajuste a lo racional. Me parece muy simbólico: la lucha contra los molinos de viento, ese romanticismo de un hombre al que se tiene por loco. Representa lo que todo artista debería ser. A menudo se nos señala como idiotas o ridículos, pero tenemos que defender nuestra propia identidad”, afirma.

Él preserva la suya guardando distancias con el sistema del arte, centrado en el trabajo. “No tengo tiempo libre. Nunca me he ido de vacaciones o de viaje por placer. Ni siquiera voy a museos. Si puedo evitarlo, ni acudo a mis propias inauguraciones”. Pocos días después, se contradecía dejándose ver por la del MUSAC. Antes de finalizar nuestro encuentro, saca de nuevo el móvil y pide hacernos un selfi juntos. “Me gusta documentarlo todo”. Echo mano del mío para imitar su gesto. Y me lo coge para sacar él la foto. “Así tienes un original”. Y hace clic.

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