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El arte chino derriba la gran muralla

Un repaso a la creación en el país asiático, con motivo de la nueva muestra sobre el tema en el Guggenheim de Bilbao

'Nuevo Nuevo Pekín' (2001), de Wang Xingwei, ahora en el Guggenheim de Bilbao.
'Nuevo Nuevo Pekín' (2001), de Wang Xingwei, ahora en el Guggenheim de Bilbao.

Octubre de 2010. Ai Weiwei inaugura en la Turbine Hall de la Tate Modern la instalación Sunflowers Seeds, una alfombra de 100 millones de pipas de girasol elaboradas minuciosamente una a una por 1.600 artesanos de la histórica fábrica de Jingdezhen, que durante siglos suministró sus delicadas porcelanas a los emperadores Ming y Qing. A lo largo de dos años, el artivista chino corresponde a los trabajadores con una paga mensual de entre 187 y 262 yuanes, aproximadamente la mitad del salario mínimo de entonces, unos 380. La obra crea furor entre el público, niños y grandes quieren llevarse una pepita, pero la dirección del museo londinense coloca un cordón disuasorio para evitar robos, con la excusa de que las cerámicas desprenden un polvo peligroso. Clausurada la muestra, el comité de compras de la Tate anuncia la adquisición de 8 de los 100 millones de semillas, pero embarga toda información referida al coste de la operación. Pocas semanas después, Christie’ s saca a la venta un saco de 100 kilos por 500.000 euros, y sólo tres meses más tarde, Sotheby’s le coloca a un comprador anónimo una tonelada por 605.000 euros. Igual que había ocurrido con la fiebre de los tulipanes en la Holanda del siglo XVII, Londres animaba su mercado del grano del XXI con lo que ahora llamaríamos un bitcoin, pero en su caso era literalmente real. La sunflower seed asaltó el mercado al valor de 4,14 euros. Y había 100 millones. No hace falta la calculadora. Es lo que ocurre en el second life artístico, cuyos réditos no palpan ni palparán jamás las delicadas manos de los artesanos de Jingdezhen.

Abstracta, realista, pintada o instalada, la creación china no evita la firmeza del ideal maoísta ni al subvertirlo

Li Qing, esposa de Weiwei, dirige con mano férrea la empresa —de elocuente nombre— Beijing Fake Cultural Development Company, además de controlar la reedición de todos los proyectos del artista pequinés (1957). En 2011, no pudo impedir que el Gobierno chino detuviera a su marido por un supuesto delito de evasión de impuestos. “La compañía no es mía, sino de mi esposa”, se defendió el artista. Sus amigos y fans reunieron la cantidad exigida por los jueces, una fianza (“rescate”, precisó Weiwei) de más de un millón de euros. Hasta aquí la genealogía del delito, una pirula más en el negocio de los tiburones y las esculturas hinchables. Se podría afirmar que la verdadera obra de arte es observar a estos artistas de gran talento empresarial moverse en la oscuridad de sus bottegas.

Ai Weiwei es el artista chino más popular, millonario e influyente a escala mundial. Lo que deslumbra no es su caricaturizada barba de emperador, ni su creencia de que es un artista de su tiempo con una misión salvadora, sino su fluidez y capacidad para adaptarse a cualquier ceremonia olímpica, desastre humanitario o casuística privada, como demostró en un simpático videoclip que él mismo filmó durante su estancia en la cárcel. Su virtud es su propio virtuosismo en el tedioso espectáculo del dinero.

El semillero londinense significó también el corolario de un tipo de arte sensacionalista, empalagoso —los historiadores chinos lo llaman experimental (shiyan yishu), que no tuvo ningún reparo en la utilización natural de los recursos propagandísticos de los YBA (Young British Artists), pero recargando un poco más las obras. Y cuando eran más simples, eran de una simpleza monumental.

Desde los débiles pedestales maoístas o sobre las ruinas de la gran muralla socialista, dos generaciones de artistas han ido construyendo en las últimas décadas una membrana cultural casi invisible, una nueva ruta de la seda donde nunca se ponía el sol. Su diáspora definió una nueva modalidad de exposiciones “acorazado” en las que podían verse los prolépticos indicios de un tipo de acontecimientos que llenarían palacios versallescos, ferias y bienales.

Cai Guo-Quiang, ante una de sus obras.
Cai Guo-Quiang, ante una de sus obras.Víctor Sainz

Magiciens de la terre, inaugurada en mayo de 1989 en el Centro Beaubourg y la Grande Halle de la Villette de París, fue la piedra de toque de la primera descentralización cultural. Entre los 100 artistas —un 50% para cada bloque oriental y occidental— el comisario francés, Jean-Hubert Martin, incluyó a Gu Dexin, Huang Yong Ping y Jang Jiechang. Cuando el coreano Nam Yune Paik —asentado desde 1963 en Nueva York— vio a los tres artistas chinos en la inauguración, corrió hacia ellos sonriente y les dijo: “¡Bienvenidos!”. Dos semanas después de la muestra parisiense ocurría la masacre de Tiannamen, el 4 de junio.

Las exposiciones con obras de autores chinos eran más y más abundantes. A ello contribuyeron las dos bienales de Venecia dirigidas por Harald Szeeemann, en 1999 y 2001, con 20 firmas chinas en la 49ª edición, donde el jurado recompensó a Cao Guo Qiang con el León de Oro. Huang Yong Ping, que se había instalado en París desde su participación en la muestra de Hubert, representó a Francia en la primera bienal del curador suizo. Hou Hanru, comisario de la sección Zone of Urgence de la 51ª Bienal de Venecia, llegó a comparar el nuevo internacionalismo con una especie de entropía en la que “unos órdenes nuevos, numerosos y más variados surgían del caos”.

En 1998, el Museo Guggenheim presentó la muestra A Century in Crisis: Modernity and Tradition in the Art of XX in China, de la que Arte y China después de 1989. El teatro del mundo es ahora su continuación natural. La retrospectiva sirve como registro indispensable de aquel periodo, entre Tiananmen y los Juegos Olímpicos, y a su vez anticipa un tipo de muestras dirigidas a una platea cada vez más indiferenciada donde el espectador no encuentra lugar para la fantasía.

'Semillas de girasol', de Ai Weiwei, en la Tate Modern en 2010.
'Semillas de girasol', de Ai Weiwei, en la Tate Modern en 2010.getty

Abstracta o realista, pintada o instalada, la creación china domina el primer plano, es literal y no evita la firmeza reductiva del ideal maoísta incluso cuando lo subvierte. La noticia positiva es que estos dragones, de influencia temible en el mercado, componen ya un movimiento artístico que entra como un guante en el nuevo orden gobernado por el dios del crecimiento demográfico-tecnológico.

Art and China después de 1989. El teatro del mundo. Comisarios: Alexandra Munroe, Hou Hanru y Philip Tinari. Museo Guggenheim Bilbao. Hasta el 23 de septiembre.

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