“Hacía cosas que fuera de aquí no le he visto hacer nunca”: la desconocida relación de Eduardo Chillida con Menorca
La galería Hauser & Wirth de Illa del Rei (Menorca) acaba de presentar por los 100 años del nacimiento del escultor ‘Chillida en Menorca’, una excelente exposición con momentos en los que da la impresión de que las esculturas y el espacio preexistente constituyen una obra de arte total
“Para mí el espacio y para otros la piedra”. Este era el principio del que partía Eduardo Chillida (San Sebastián, 1924-2002) en aquel proyecto consistente en vaciar el interior de una montaña para generar un inmenso espacio escultórico. Ante la oposición de grupos ecologistas, la obra nunca se llevó a cabo en la montaña de Tindaya, en Fuerteventura, lugar elegido por el artista vasco tras una búsqueda minuciosa. Son públicas las idas y venidas que llevaron hasta su cancelación definitiva. Menos se ha difundido que, durante su investigación previa, Chillida había explorado la posibilidad de otra isla: Menorca. A ella llegó en los años ochenta, atraído por sus canteras de marés (la piedra arenisca local que los menorquines emplean tradicionalmente como material de construcción), en las que durante un tiempo consideró que podría materializar su idea en cooperación con la explotación minera. Luis Chillida, uno de los hijos del escultor, lo recuerda así: “Aquel proyecto nació con cierta ingenuidad, la de pensar que su trabajo era como el de la minería, solo que el minero quiere quedarse la piedra, y él quería el espacio resultante. Para mí, habría sido la culminación de toda su obra. Pero también era muy complicado, algo utópico. Y él mismo se dio cuenta”.
Sin embargo, el encuentro de Eduardo Chillida con Menorca dio otros frutos. Su colaborador en el proyecto, y en la realización de esculturas de hormigón, el ingeniero José Antonio Fernández Ordóñez, era propietario de una casa en la isla balear, y de él obtuvo la idea de adquirir una residencia de verano en los alrededores. Chillida se puso manos a la obra junto a su esposa, Pilar Belzunce. “Vimos algunas casas por el centro de la isla que estaban muy bien, pero quedaban muy aisladas, y además a mi padre le encantaba el mar”, rememora Luis Chillida. “Pero por fin tuvimos la gran suerte de encontrar Quatre Vents, en el pueblo de Alcaufar, que daba al mar, y le pareció un sitio maravilloso”. El matrimonio compró aquella casa, en la que pasó sus veranos en familia desde 1989. Y hasta 2001, cuando la salud del artista ya mostraba demasiados signos de deterioro y Belzunce decidió que era mejor no volver.
El pasado 11 de mayo se abrió en la galería Hauser & Wirth de Illa del Rei (Menorca) Chillida en Menorca. Integrada en el programa conmemorativo por los 100 años del nacimiento de Chillida, la muestra parte del propósito de dar cuenta de la relación entre el escultor y la isla, pero acaba convirtiéndose en algo aún mejor: en una excelente exposición –museum quality, “calidad de museo”, es lo que se escuchaba entre los críticos internacionales llegados para la presentación a la prensa–, con momentos en los que da la impresión de que las esculturas y el espacio preexistente constituyen una obra de arte total. La componen 63 piezas, entre esculturas y dibujos, datados entre 1949 y 2000, por lo que muchas no se realizaron en Menorca. Luis Laplace, arquitecto que reformó los barracones del siglo XVIII originales de Illa del Rei para convertirlos en espacios expositivos, ha sido también el encargado, en conversación con los galeristas y con la familia Chillida, del diseño expositivo. Una tarea para la que venía entrenado, ya que él fue quien puso al día el antiguo caserío Zabalaga (Hernani, Guipúzcoa) para la reapertura, hace cinco años, del museo Chillida Leku, también gestionado por Hauser & Wirth. En Menorca, las esculturas de hierro se presentan sobre unas peanas que son bloques irregulares de marés que parecen estar suspendidos a un dedo del suelo, mientras que las obras realizadas en chamota –las Lurras, “tierra” en euskara– aparecen sobre toscos tableros de listones industriales. “Al aita le habría encantado eso”, asegura Luis Chillida. Por su parte, Laplace destaca la visión espacial apreciable en toda la obra del artista: “Para mí, Chillida es ante todo un arquitecto. En él siempre veo arquitectura, incluso en los dibujos bidimensionales”.
Rara era la vez en que Chillida dejaba de trabajar, así que seguía haciéndolo mientras veraneaba en Menorca. Allí dedicaba particular atención a las Lurras. Las realizaba solo, en un espacio improvisado de la casa, bañado por la luz blanca del Mediterráneo y mirando al mar. Su ceramista, Hans Spinner, le visitaba desde Grasse, en la Costa Azul, para traerle tierra chamota y llevarse de vuelta las obras frescas, que cocía en su horno. Por eso las piezas aparecen marcadas con una letra, que puede ser una “M” si se produjeron en Menorca, o una “G” cuando todo el proceso se realizó en Grasse. Si alguna de ellas le quedaba demasiado perfecta, la destruía, para horror del ceramista. “Para el aitona [abuelo], la belleza era un límite, y detrás de ese límite es donde estaba el arte”, apunta Mikel Chillida, nieto del escultor. A partir de cierto momento, Luis Chillida asumió la tarea de transportar las piezas de su padre para su cocción. También recuerda que llegó a plantearse la posibilidad de instalar un horno propio en Menorca para simplificar el proceso, pero que finalmente se descartó la idea debido a los riesgos de incendio.
Aparte de esto, el verano menorquín se componía para Chillida de días tranquilos, sin demasiado ajetreo social. “Hacía cosas que fuera de aquí yo no le he visto hacer nunca, como bañarse en la piscina”, cuenta su hijo Luis. “Casi no se veía con nadie, porque la gente de aquí no sabía quién era él, y estaba encantado. Sí quedaba con algunos amigos habituales, como José Antonio, o con el escultor Rafa Trénor, y todos los años nos encontrábamos para cenar con Iñaki Gabilondo. Le gustaba ir alguna noche al restaurante El Trébol, en Es Castell. Pero lo que más disfrutaba era el barco, un pequeño llaüt de seis metros con el que salíamos al atardecer para dar un paseo. Un bañito en el mar, y de vuelta a casa”. El propio Luis Chillida es el actual propietario de ese barco: “Es lo que ahora me vincula a la isla”. Su hermana Susana heredó Quatre Vents, la casa de Alcaufar.
Durante muchos años, Chillida había evitado ver esculturas de la antigua Grecia debido a la influencia paralizante que suponían para un artista que, como él, había optado por la búsqueda de nuevos caminos. Hasta que, en 1963, como rememoran Luis y Mikel Chillida en Hauser & Wirth, el encuentro con la mano de la Victoria de Samotracia le reconcilió con el universo clásico. “Pili, me he curado”, le dijo a Belzunce. Ambos emprendieron entonces viaje de dos meses por Grecia del que Chillida regresó para realizar sus primeras obras de alabastro, transformado por la luz del Mediterráneo. Esa misma luz, tan distinta de la “luz negra” del País Vasco, es la que encontró en Menorca. Los monumentos prehistóricos de piedra de la isla, los talayots y las taulas, iluminados por la luna, fueron otra de sus principales inspiraciones en el último tramo de su carrera.
La muestra dedicada a Chillida coincide con otra, inaugurada este martes en Chillida Leku por el rey Felipe VI, con obras de la Colección Telefónica. Pero también lo hace en Hauser & Wirth Menorca con una individual de la artista norteamericana contemporánea Roni Horn, en la que los rayos de sol que atraviesan los vanos de la sala generan interesantes diálogos con las obras expuestas. Como ocurre con Chillida, de nuevo quedan en primer plano la masa y el vacío, el movimiento y el estatismo. Y, ante todo, la luz.
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