De Margarita de Inglaterra a Alfonso de Borbón: la maldición del segundón en la realeza
En las monarquías europeas, el primogénito, mejor educado, contemplado y cuidado, se lo lleva todo. Será el rey. Para el segundo, nada. A lo sumo, una carrera militar, eclesiástica, diplomática o una buena boda con algún miembro de la burguesía pudiente
Uno de los momentos estelares del libro de memorias del príncipe Enrique ocurre durante unas Navidades familiares en Windsor. Entre el alud de obsequios apilados sobre una inmensa mesa de caoba ―con abundancia de colonia Floris, suéteres de cachemira de Harrod’s y videojuegos bélicos y de la Fifa―, Enrique se topa con un bolígrafo. Hay un momento de desdén y desconcierto. ¿Un bolígrafo? ¿A mí? A continuación, descubre quién se lo remite: su tía abuela Margo, la princesa Margarita, hermana de la reina Isabel II; la pariente segundona, díscola y disoluta; desgraciada en el amor (la soberana y la casa real le prohibieron casarse con Peter Townsend, el piloto de la RAF divorciado al que amaba), amiga de los Stones, habitual del Soho londinense, bebedora de cócteles y fumadora incansable, que pasó los últimos años de su vida tostándose al sol y deambulando por las costas de Mustique, una paradisiaca microisla de las Antillas. Cuando Enrique ve que es un regalo de Margo, frena, reflexiona y piensa que le hubiera gustado conocerla mejor. Que tienen mucho que ver. Se parecen más de lo que en un principio podrían pensar. Son segundones. Margarita morirá unos meses más tarde.
Margarita y Enrique de Inglaterra personifican a la perfección la figura del segundón propia de la aristocracia y, más allá, estructural en las monarquías, reinen o estén destronadas. El primogénito, mejor educado, contemplado y cuidado, se lo lleva todo. Será el rey. Es la ley. Los títulos y las haciendas. Para el segundo, nada. A lo sumo, una carrera militar, eclesiástica, diplomática o una buena boda con algún miembro de la burguesía pudiente. El segundón, desde que tiene uso de razón, destila su rencor hasta el final. De ahí los martinis y la marihuana. Como Enrique. Como Margo.
La figura del segundón en España ―heredada de la legislación romana de la primogenitura― tiene mucho que ver con la del hereu y la pubilla y la casa Pairal, en Cataluña y Baleares. En el caso de la familia Borbón, lo habitual era que durante el siglo XIX y primer tercio del XX, el rey otorgara títulos y la dignidad de infantes a sus parientes de segunda (incluso a sus hijos ilegítimos) para que se casaran mejor, tuvieran un papel social más lucido y no conspiraran abiertamente contra el monarca, por ejemplo, el ducado de Sevilla o el de Hernani. Dando origen a los Borbones marginales hoy denominados “de El Corte Inglés”. Algo que repetiría el rey Juan Carlos con sus hermanas, a las que concedió los ducados de Badajoz y Soria; a sus dos hijas, con los ducados de Lugo y Palma, e, incluso, a su primo hermano Alfonso de Borbón Dampierre, con el ducado de Cádiz, para sortear su venganza al no ser elegido el sucesor de Franco. Alfonso de Borbón era hijo de un segundón que fue orillado ―y titulado por su padre Alfonso XIII como duque de Segovia como premio de consolación― a favor del tercerón, don Juan, padre de Juan Carlos. Esos dos hermanos Borbones no se pudieron nunca ni ver. Y ninguno reinó. Y a su vez, el segundón de don Juan Carlos, su hermano don Alfonsito, murió cuando su hermano mayor y futuro monarca le descerrajó accidentalmente un tiro en la cabeza en la Semana Santa de 1956.
En cuanto a la actual heredera a la Corona de España, la princesa Leonor, y su hermana pequeña, la infanta Sofía, aún no han alcanzado la completa categoría de “coronable” y de “segundona”: son muy jóvenes y demasiado buenas chicas. Para empezar, sus padres, los reyes Felipe y Letizia, las han educado de forma similar y paralela: mismo colegio, mismo vestuario, mismas actividades, mismas amistades, mismos actos oficiales. Juntas en los desfiles y los centros de refugiados; en los cumpleaños y los conciertos de Rosalía o Harry Styles. El mismo servicio de seguridad y el mismo ―breve― asesoramiento. Sofía cursará su bachiller en el mismo centro UWC Atlantic College que Leonor; dice a veces que le gustaría estudiar Derecho para echar una mano a su hermana en sus futuras funciones constitucionales y está por ver si la seguirá en alguna academia militar. De momento, son cómplices, confidentes, están unidas por un destino común ―el oficio singular de su familia― y van cogidas de la mano. Lo que desafía por ahora la maldición del segundón.
Descendiendo un peldaño, Cayetano Martínez de Irujo, uno de los últimos de la fila entre los hijos de la anterior duquesa de Alba, Cayetana Fitz-James Stuart, nunca ha aceptado la suerte del destino de su hermano Carlos, el actual duque, y la parquedad del suyo. Y se ha prodigado en sus críticas al statu quo del mayorazgo, que arrampla con el 90% del patrimonio ducal ―miles de hectáreas rurales y manzanas en el centro de Madrid―, en cuanto ha tenido a mano un micrófono o un reportero de la prensa del corazón. Él no es el primero ni el último segundón que se rebela. En España, se desarrollaron tres terribles guerras civiles carlistas entre 1840 y 1876 por la disconformidad del hermano segundón de Fernando VII, Carlos María Isidro, de que la corona fuera a parar a su sobrina Isabel II. En Inglaterra, Juan sin tierra intentó usurpar el trono al mítico Ricardo en el siglo XII. En Francia, el segundón Orleans votó a favor de que la cabeza de su primo Luis XVI rodara por la plaza de la Concordia. Y en la misma boda del actual rey Felipe VI, el primogénito de la corona italiana, Víctor Manuel de Saboya, y el segundón, Amadeo de Aosta, tras una extensa ingesta de spumanti acabaron a puñetazos ante el enfado de don Juan Carlos que debió proferir un “vaya tropa”, como hizo Romanones. Sin olvidar cómo en los últimos meses, en Dinamarca, el segundón, Joaquín, ha amenazado con romper la baraja de la discreción por desavenencias con la reina y su hermano primogénito, el príncipe Federico. Algo similar ha ocurrido en las familias reales de Holanda, Suecia, Noruega y Japón con los segundones.
Y cuanto más segundones haya en el linaje, más se complica la cosa, porque hay que repartir más títulos y llenar y callar más bocas. En España, Juan Carlos cortó por lo sano con sus parientes; con los lejanos, con sus sobrinos y con sus propios nietos, que carecen de título más allá de tener el derecho a ser tratados como “excelentísimos señores”. Incluso con su padre, don Juan de Borbón ―Juan III para los legitimistas―, que murió sin pompa ni ceremonia ―ni conseguir de su hijo el título honorífico de Rey Padre― en un chaletito de Puerta de Hierro que dicen olía a cocido con la única compañía de Mario Conde que, según filtró, pagaba las facturas.
El asunto ha sido más complicado aún en el Reino Unido, donde abundan los viejos primos de la anterior reina titulados y apellidados Kent, Gloucester y Bowes-Lyon, que nutrieron hasta 2011 los pagos de la Civil List y los mejores apartamentos del palacio de Kensington, y que ahora se buscan la vida con sombríos negocios y amistades. Como la de Miguel de Kent con Putin. A los que hay que añadir la propia generación de Carlos III: su hermana, la princesa real Ana, y sus hermanos York ―acusado de agresión sexual― y Wessex. Y, sobre todo, su hijo Enrique, duque de Sussex, que ha abierto el melón contra la primogenitura y ha realizado una mínima abertura en la burbuja de Buckingham entre tequila y maría. Como castigo, vio la coronación de su padre con los primos tercerones y no podrá acariciar la espada Excalibur.
Los odios en las familias reales son profundos y no caducan. Al duque de Windsor ―hasta su abdicación y durante 325 días el rey Eduardo VIII―, su hermano, el bisabuelo de Enrique de Inglaterra, que reinó como Jorge VI, pero era en realidad el segundón de la familia ―con graves problemas de disfemia―, nunca le perdonó su espantada amorosa con Wallis Simpson. Vivió medio siglo en el exilio ―entre el Bois de Boulogne y las manos de Onassis― y, al final, le enterraron apartado de su familia en el cementerio real de Home Park, en Windsor. Carlos III se refería en privado durante años a la reina Isabel II como “la madre eterna”. Los odios de los segundones también lo son.
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