Don Juan, el heredero que no pudo reinar
El conde de Barcelona, que murió hace veinte años, tuvo como adversario, e incluso enemigo, a un dictador, Franco. Su gran jugada fue lograr que su hijo se educara en España y presidiera una monarquía parlamentaria
Era descendiente directo de un rey en su calidad de heredero legítimo de Alfonso XIII como tercer hijo varón (sus dos hermanos mayores, Alfonso y Jaime, renunciaron a sus derechos sucesorios por sus taras físicas: ambos eran hemofílicos y el segundo sordomudo). Y era progenitor de otro rey como padre que fue de Juan Carlos I de Borbón y Borbón-Dos Sicilias (su segundo hijo, tras la infanta Pilar y antes de los infantes Alfonso y Margarita). Había nacido en junio de 1913 en San Ildefonso de La Granja y moriría en Pamplona en abril de 1993. Pero en sus 80 años de vida nunca fue rey. Solo conde de Barcelona, titular de los derechos dinásticos de la Corona de España y “pretendiente” frustrado al trono español desde febrero de 1941 (a la muerte de su padre) hasta mayo de 1977 (tras su renuncia a la jefatura de la Casa de Borbón a favor de su hijo). Se llamaba Juan de Borbón y Battenberg.
La extraordinaria circunstancia vital del único titular de la dinastía borbónica española que no pudo reinar es incomprensible sin tener en cuenta la época en la que vivió: nació cuando la España de la Restauración afrontaba los primeros problemas graves de estabilidad política e integración socioeconómica bajo fórmulas liberal-parlamentarias; desplegó su juventud al amparo de una dictadura militar auspiciada por su padre y cuyo fracaso político arrastraría en su caída al propio trono; desde la proclamación de la Segunda República en 1931 se convirtió con 18 años en un exiliado real que habitaría sucesivamente en Gran Bretaña, Francia, Italia, Suiza y Portugal durante el resto de su vida, con breves visitas a España hasta su regreso definitivo en 1982. Y durante ese largo exilio su trayectoria vital fue afectada por los grandes traumas que aquejaron a su país: una república democrática conflictiva entre 1931 y 1936; una cruenta guerra civil internacionalizada entre 1936 y 1939; y una larga dictadura que institucionalizó la victoria del bando liderado por el general Franco desde 1939 y hasta 1975.
Su largo exilio, que empezó a los 18 años, estuvo afectado por los traumas de vivió su país
Si don Juan no fue rey, la razón se halla en esa convulsa historia de España en los decenios centrales del siglo XX, que dieron al traste con una monarquía autoritaria a su inicio y configuraron otra nueva monarquía democrática a su término, previo “salto dinástico” de su persona. Y en ese resultado histórico, el papel de don Juan fue relevante pero no decisorio. Por eso no cabe encontrar las razones de su fracaso personal a la hora de ceñir la corona en la propia personalidad del conde de Barcelona, a pesar de sus virtudes o defectos. Desde luego, era “un Borbón” con lo que eso implicaba: desde su estatura corpulenta hasta su nariz aguileña y prominente cabeza; desde su sentido del deber institucional hasta su trato desinhibido y casi campechano; desde su pasión por los deportes (especialmente acuáticos, a tono con su formación como oficial de Marina) hasta su gusto por la galantería (incluyendo su feliz matrimonio, plenamente voluntario, con su prima, María de las Mercedes); desde su escasa formación cultural inicial (“nunca se nos educó para príncipes”) hasta su creciente capacidad para la maniobra política (fruto más de su dilatada trayectoria vital que de la reflexión intelectual).
En ese resultado histórico, la clave de todo residió en la persona que don Juan, durante la mayor parte de su vida adulta como pretendiente, tuvo como adversario latente y no pocas veces como enemigo abierto: el general Francisco Franco Bahamonde. Sin duda, las relaciones entre el pretendiente y el caudillo fueron vitales para el porvenir de ambos y para la propia España. Pero fueron unas relaciones esencialmente desequilibradas desde el principio y hasta el final.
Las primeras relaciones entre ambos personajes ya dejaban apreciar la muy distinta situación vital de cada uno. Mientras Franco ascendía durante la Guerra Civil los escalones que habrían de llevarle a la condición de supremo dictador vitalicio de España, el tercer hijo de un rey exiliado trataba inútilmente de combatir entre sus filas como soldado raso y anónimo. La negativa de Franco a aceptar su presencia en el frente era sensata y cortés (“la seguridad de vuestra persona no permitiría que pudiérais vivir bajo el sencillo título de oficial”). Pero era también interesada: convertido en el caudillo de un régimen de poder personal, quería “fundar” un “Estado Nuevo” y no “restaurar” una Monarquía ligada al “liberalismo caduco”. Así se lo había dicho al propio Alfonso XIII en 1937 al afirmar que “la nueva Monarquía tendría que ser muy distinta de la que cayó el 14 de abril de 1931” y sería la culminación de “un camino cuya meta presentimos pero que por lo lejana no vislumbramos todavía”. Y, mientras tanto, su Jefatura del Estado carecería de limitación temporal: “Me cupo el deber y el honor en estos momentos históricos de ser el caudillo de la cruzada y en ella he de caer o alcanzar para España la gloria”.
Intentó forzar su regreso criticando la política proalemana del régimen durante parte de la guerra
Entre 1941, tras su conversión en titular de los derechos sucesorios, y hasta 1948, tras su primera entrevista personal con Franco a bordo del yate Azor en la costa cantábrica, las relaciones de don Juan con el caudillo atravesaron diversas coyunturas presididas todas por la progresiva confrontación entre sus respectivas políticas, al compás del despliegue de la II Guerra Mundial hasta 1945 y del inicio de la guerra fría desde esa fecha. A pesar de que Franco aconsejó a don Juan que perseverara en la espera pasiva de su padre respecto al futuro de la restauración monárquica en España, el pretendiente intentó forzar la situación en varios momentos con el pretexto de que el régimen de “interinidad” no ofrecía estabilidad institucional y de que su política exterior proalemana durante la primera fase de la guerra le hacía incompatible con el nuevo orden mundial tras la derrota del Eje. Pero ni siquiera la declaración de “ruptura” con el régimen del manifiesto de Lausana en 1945 hizo mella en la actitud franquista.
Como sospechaban los líderes de las potencias democráticas occidentales, la alternativa monárquica estaba paralizada por su propia desunión entre “juanistas” intransigentes y colaboracionistas, una censura hábilmente explotada por Franco con reiteradas advertencias sobre el peligro de un regreso vengativo de los republicanos y mediante una política de concesiones aparentes (Ley de Cortes, Fuero de los Españoles, Ley de Sucesión). Además, las grandes democracias no tenían ninguna intención de propiciar la desestabilización de España ni querían arriesgarse a la reapertura de la guerra civil en ella por razones obvias. El interés geoestratégico de la península Ibérica para la defensa de Europa occidental, acentuado por las primeras disensiones entre la Unión Soviética y sus antiguos aliados contra el Eje, reforzaba esa política de “no intervención” y aceptación de la pervivencia del franquismo como mal menor e inevitable.
Desmoralizado, don Juan acertó a jugar una carta decisiva en su relación con Franco en 1948: negociar con él que su hijo y heredero, Juan Carlos, fuera educado en España para que no fuera un extraño en su propia patria. Franco aceptó la propuesta porque ya había descartado a don Juan como heredero y el control de la educación de un joven de apenas 10 años permitiría forzar a su padre a “que se resigne a que sea su hijo el que reine” en un futuro muy lejano. Y don Juan la propuso porque “no puedo privar a mi hijo de algo tan preciso para él, que es el Príncipe, como educarse en España”. Y ello aunque esa opción “me hubiera de costar a mí la Corona”, ya que “yo hago dinastía”. Fue un acuerdo de mínimos de alcance histórico crucial. Veinte años después, en el verano de 1968, Franco nombró a Juan Carlos “sucesor a título de rey”. Don Juan esperó casi otros 10 años, hasta estar ya formalmente convocadas las elecciones generales de junio de 1977, para ceder sus derechos dinásticos en quien ya era rey.
Enrique Moradiellos es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura.
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