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Reportaje:EL PRÍNCIPE CORRUPTO

Un Saboya para el infierno

Sexo y sobornos jalonan la caída de un príncipe que creyó que el mundo debía rendirle pleitesía

Enric González

Víctor Manuel de Saboya, heredero de la dinastía que fundó Italia, ha sido siempre un caso aparte en el reservado mundillo de las familias reales. Ningún otro hijo de rey ha sido procesado por homicidio y por tráfico de armas. Pero hasta ahora iba tirando. Incluso si le daba por pegarse con su primo Amadeo de Aosta durante los esponsales del príncipe Felipe y doña Letizia: nada, cosas de Víctor Manuel cuando bebe. Resulta improbable, sin embargo, que vuelvan a invitarle a una ceremonia regia. Su detención por fraude, asociación ilícita y explotación de prostitutas podría quedar en nada, como los anteriores procesamientos. Quedará para siempre, por el contrario, el recuerdo de las conversaciones telefónicas que durante meses le grabó la policía.

Cuando el juez le sometió a un interrogatorio de cinco horas, negó la acusación de proxenetismo. "Esas señoritas eran para mi consumo personal", dijo
Llegó a creerse el rey del mambo: "Ojo, que me he convertido en un tipo muy poderoso en Italia. O se hacen las cosas como yo digo, o el que falla va fuera"

Expresiones como la dedicada a sus compatriotas sardos, "esos mierdas que huelen a cabra", o el grito entusiasta con que reclama a un socio "una puta rubia y guarrona, como a mí me gustan", resultan inolvidables.

La pasión por las "guarronas", de pago o gratuitas, forma parte de la tradición de los Saboya. Los reyes del Piamonte, que durante el siglo XIX se anexionaron el resto de la península y fundaron Italia, solían tener fama de valientes, testarudos, necios y mujeriegos. También eran considerados tacaños y honestos. Nunca, en ningún caso, mostraron propensión por el fraude. Ésa fue una línea inaugurada personalmente por Víctor Manuel, al que la justicia acusa de cobrar sobornos a cambio de mover sus influencias, de corromper a funcionarios públicos para obtener licencias de juego, de explotar un negociete basado en la venta de títulos caballerescos y de lucrarse con la importación de prostitutas del este de Europa.

La negativa de Totó

El pasado martes, cuando el juez le sometió a cinco horas de interrogatorio, Víctor Manuel, Totó para la familia, negó rotundamente toda relación con el proxenetismo. "Esas señoritas eran para mi consumo personal", explicó. Y añadió una frase de perfecto hombre de mundo: "Le ruego discreción, señor juez; ya sabe usted, mi esposa...". Para entonces, las transcripciones de sus charlas telefónicas habían sido difundidas en todos los periódicos de Italia. A la esposa, Marina Doria, antigua campeona de tenis y esquí náutico, le bastaba abrir uno al azar para leer las direcciones más frecuentadas por el marido. Puesta en detalles, podía descubrir incluso que Víctor Manuel aún debía dinero a la señorita Alice, milanesa, 300 euros por sesión.

La historia de Víctor Manuel Alberto Carlos Teodoro Humberto Bonifacio Amadeo Damián Bernardino Jenaro María, único hijo varón de Humberto II, último rey de Italia, sólo se entiende bien desde el principio. Desde las aclamaciones de la Italia mussoliniana al niño nacido en Nápoles el 12 de febrero de 1937. Y desde un exilio que empezó en 1946 y duró 56 años.

Las cosas podrían haber sido distintas. El viejo Víctor Manuel III podría no haberse entregado a Benito Mussolini. O podría, al menos, haber realizado antes la maniobra palaciega con la que en 1944 depuso al dictador. Pero ocurrió lo que ocurrió, y en 1946, en un dramático referéndum, los italianos eligieron (por un margen estrechísimo y hasta cierto punto dudoso) la República. La monarquía estaba mancillada por su cooperación con el fascismo, y la nueva Constitución republicana prohibió a todos los hombres Saboya la entrada en Italia. No podían siquiera sobrevolarla. Víctor Manuel III, el auténtico culpable, partió hacia Egipto. Su hijo Humberto II, en quien abdicó cuando todo estaba ya perdido, se trasladó a Portugal con sus hijas. El pequeño Víctor Manuel se estableció en Suiza con su madre, María José, la princesa imprudente y progresista que durante la guerra había ayudado a la resistencia.

Víctor Manuel creció internado en colegios suizos de lujo, en los que, aparte de unos cuantos idiomas, no aprendió nada. Para los estudios fue un zoquete. Sus cualidades eran manuales. Se convirtió en un buen mecánico reparando los coches y las motos que le regalaban sus tutores. La familia disponía todavía de dinero y de un entorno monárquico que cubría cualquier necesidad.

En la mente del joven Saboya se grabaron poco a poco dos ideas peligrosas. Una, que el mundo existía para pagar sus gastos. Dos, que el mundo existía para rendirle honores. Al fin y al cabo, toda la gente que frecuentaba hacía exactamente eso: pagar sus gastos y rendirle honores. En el alma del muchacho se abrió también, probablemente, el hueco del desamor. Los Saboya, como otras viejas familias reales, eran incapaces de mostrar afecto por sus vástagos. El hijo de Víctor Manuel, Manuel Filiberto, dice que su padre es "un hombre herido que se ha sentido siempre huérfano, sin familia, muy solo".

Otro hábito de las familias reales en el exilio consiste en el distanciamiento entre padres e hijos. Cada uno tiene una corte de intrigantes dedicada a enfrentar al pretendiente con el heredero del pretendiente. Humberto II y Víctor Manuel dejaron poco a poco de tratarse, y cuando el hijo cumplió 21 años, el padre ordenó que dejaran de pagarle la pensión mensual, e incluso los vicios. El muchacho se quedó sin blanca. Pero tenía a mano a su novia Marina, campeona de esquí náutico y de tenis, aspirante (eterna) a actriz, hija de un financiero con recursos. Por ese lado, ningún problema.

Hasta los 30 años, Víctor Manuel de Saboya no cometió ningún desaguisado de importancia. Hizo lo mismo que cualquier chico en su situación: aprendió a pilotar aviones, esquió, trabajó como submarinista en California, navegó con los amigos por la costa española, quemó unos cuantos Ferrari, hizo safaris en África y consumió grandes cantidades de alcoholes selectos.

Hacia 1970 trabó amistad con las dos personas que cambiaron su vida. Una, Corrado Agusta, conde por decreto de Benito Mussolini, fabricante de helicópteros y durante un tiempo también de motocicletas. La otra, Mohamed Reza Pahlevi, sha de Irán. El iraní tonteaba con María Gabriella, una de las hermanas de Víctor Manuel, y simpatizó con el joven. El conde de pacotilla buscaba un vendedor de alcurnia en Oriente Próximo. El trío estaba condenado a entenderse.

Víctor Manuel de Saboya se trasladó a Irán como huésped del sha y representante de Agusta. Todo su trabajo consistía en firmar los pedidos de material bélico del "rey de reyes" iraní y en montar grandes juergas en el hotel Hilton, de Teherán. Agusta se encargaba de suministrar helicópteros de combate y otro material bélico y de pagar generosas comisiones a su protegido, demasiado ocupado en sus cosas (alegó años más tarde) como para averiguar que parte del armamento no se quedaba en territorio iraní. Al menos 300 helicópteros acabaron en manos de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y de Gobiernos más o menos proscritos, como el surafricano; otras armas comercializadas por Agusta fueron a Somalia y Zaire. Un juez de Venecia acusó a Saboya de tráfico de armas, pero el sumario acabó empantanado en un despacho de Roma: el Gobierno italiano estaba implicado en el comercio ilegal y no tenía ningún interés en que el asunto fuera investigado.

Víctor Manuel aprovechó esos días iraníes de vino y rosas para casarse con Marina por la Iglesia (un año antes, en 1970, habían realizado una boda civil en Las Vegas) y, según parece, para tomar carrerilla hacia el desastre. Porque en los años siguientes cometió todas las tonterías posibles.

En 1976 ingresó, por ejemplo, en la logia masónica P2, fundada por Licio Gelli con el objetivo más o menos declarado de tomar el poder en Italia. Saboya, convertido en miembro de tercer grado con el carné número 1.621, conoció en la P2 a los principales dirigentes de los servicios secretos italianos; no llegó a tratar con otro de los socios de la organización secreta, Silvio Berlusconi, porque el entonces promotor inmobiliario no acudía a las reuniones.

En 1978 cometió lo más grave hasta la fecha. Era el 18 de agosto y tenía el yate anclado en la isla corsa de Cavallo. El yate de un controvertido millonario romano, Nicky Pende, atracó junto al suyo. Una tercera nave, repleta de muchachos, fondeó también en la zona. Alguien del yate de Pende utilizó sin permiso la lancha neumática del príncipe, y éste, cargado de alcohol y con una carabina en la mano, se lanzó a recuperarla. Saboya y Pende cayeron al mar. La carabina disparó dos tiros. Y una esquirla rebotada acabó en la pierna de Dirk Hamer, un chico de 19 años que dormía tranquilamente en el tercer yate. Hamer murió cuatro meses después, tras sufrir la amputación de la pierna. En 1991, un tribunal de París condenó a Saboya a seis meses de reclusión en suspenso por uso ilegal de armas, pero le absolvió de la acusación de homicidio.

Negociete acabado

Para entonces, el sha no existía ya y el negociete de los helicópteros estaba acabado. Víctor Manuel aún hizo un intento de ganar dinero fácil en 1995, cuando se presentó en Bagdad para vender "tractores y maquinaria agrícola, nada de armas" al Gobierno de Sadam Husein, sometido a un estricto embargo. La cosa no funcionó. Ya marchaba, sin embargo, otro asunto interesante. Con el padre fallecido, Víctor Manuel de Saboya se había convertido oficiosamente (Humberto I nunca le nombró heredero formal) en el jefe de la familia, y había podido sacar del olvido la Orden de los Santos Mauricio y Lázaro. Es asombroso lo que paga alguna gente por un título seudocaballeresco. A día de hoy, la orden mauriciana, con sede en Suiza, cuenta con más de 4.000 miembros, que a cambio de una capa con una cruz y unas cuantas insignias fantasiosas pagan una cuota anual de 1.000 euros. ¿Dónde van esos cuatro millones de euros que ingresan cada año los mauricianos? "A obras de caridad y beneficencia", asegura Víctor Manuel. No aparece, de momento, ningún comprobante.

Después de salir con bien del juicio por homicidio, Víctor Manuel de Saboya lanzó una intensa campaña para conseguir que se le permitiera regresar a Italia. El primer intento, a principios de los ochenta, había sido de un tacto exquisito: envió una carta al presidente de la República, Sandro Pertini, dirigida al "señor Pertini, palacio del Quirinal, Roma". El presidente socialista hizo que respondiera un secretario. Otro instante de suprema habilidad diplomática se produjo en 1997, durante una entrevista en la televisión pública italiana. "Yo no tengo que pedir perdón por las leyes raciales [aprobadas por Benito Mussolini y refrendadas por su abuelo, Víctor Manuel III], ni siquiera había nacido. Y además", remachó, "esas leyes tampoco fueron tan terribles". Las leyes raciales enviaron a los campos de exterminio nazis a decenas de miles de judíos italianos.

Corte de aduladores

Pese a todo, en 2002 pudo volver con su esposa, Marina, y su hijo único, Manuel Filiberto, de profesión gran canciller mauriciano, relaciones públicas de un restaurante y modelo publicitario. La familia se vio rodeada inmediatamente de una nueva corte de aduladores que utilizaban al jefe de la Casa de Saboya para conseguir licencias de juego, para tramitar sobornos de forma elegante y para adornar francachelas. Salvatore Sottile, dirigente del partido posfascista Alianza Nacional, le procuraba (según el fiscal) jóvenes prostitutas y aspirantes a actriz que, como Elisabetta Gregoraci, starlette de la RAI y actual novia de Flavio Briatore, jefe de la escudería Renault de fórmula 1, estaban dispuestas a pagar con sexo una pequeña cuota de pantalla. Sottile, que gracias al control gubernamental de la televisión pública podía dar trabajo a esas chicas, negó el pasado miércoles ante el juez haber exigido favores sexuales a nadie. Pero la propia Gregoraci confirmó que había "pagado".

Víctor Manuel llegó a creerse el rey del mambo. Siguen como ejemplo algunas de las frases que la policía le grabó durante la investigación.

"Ojo, que yo me he convertido en un tipo muy poderoso en Italia, mucho más de lo que esperaba. Ahora rompo el culo a quien me toca los huevos. O se hacen las cosas como yo digo, o el que falla va fuera, ¿entendido?".

"En pleno lío, Berlusconi me ha recibido enseguida, y le he dicho: señor presidente, no podemos permitirnos el lujo de perder estas elecciones; todos los amigos deben votar Forza Italia y la derecha, o nos vamos a la mierda, porque los de izquierda, hijos de puta, votan todos".

Noblesse oblige, Víctor Manuel se comportó de forma digna durante su interrogatorio. Cuando el juez le preguntó por una foto policial en la que aparecía recibiendo un sobre con dinero de Rocco Migliardi, promotor de máquinas de videopóquer, negó que se tratara de 20.000 euros, como constaba en el informe de la policía. "Eran sólo 1.000 euros, la cuota de inscripción en la Orden Mauriciana; Migliardi tenía tantas ganas de ser caballero...". ¿De verdad no eran 20.000 euros?, insistió el juez. Y ahí saltó el caballero: "¿De verdad cree que yo me ensucio las manos por 20.000 euros? Eso para mí es calderilla". Noblesse oblige.

Víctor Manuel de Saboya abandona Italia en 2002, tras la primera visita  desde que tuvo que exiliarse en 1946.
Víctor Manuel de Saboya abandona Italia en 2002, tras la primera visita desde que tuvo que exiliarse en 1946.AFP
El príncipe Víctor Manuel posa subido a una moto.
El príncipe Víctor Manuel posa subido a una moto.AFP

"En la cárcel me tratan como a un rey"

VÍCTOR MANUEL DE SABOYA almorzó el pasado 15 de junio en el restaurante milanés Dal Bolognese, con abundantes botellas de vino y grapa. Saludó a un periodista de la revista Chi y le comentó que pensaba navegar hacia Cerdeña, pero sin atracar el yate en Porto Cervo. "No quiero pagar ni un euro", dijo. Una de las razones por las que consideraba a los sardos "unos mierdas" consistía, precisamente, en que le hacían pagar por el atraque.

Dos días después, ingresó en la prisión de Potenza. Pero no se arrugó. "Me tratan como a un rey", le comentó a un diputado que visitaba la cárcel. "En Italia se come bien en todas partes; la cocina de la cárcel es óptima", prosiguió. "Y también es buena el agua, diurética. Me hará bien una temporada sin alcohol".

En la primera noche carcelaria se cayó de la litera y se magulló un brazo, pero bo quiso ingresar en la enfermería. Sus abogados le aconsejaron que se acogiera al derecho a guardar silencio, pero en el momento del interrogatorio, tras saludar cordialmente al fiscal Henry John Woodcock, el príncipe Víctor Manuel decidió responder a todas las preguntas del acusador público. Bebió cinco botellas de agua en cinco horas. Sólo en un momento se mostró nervioso: al ser abordado el asunto de la prostitución. El vaso de agua que sostenía en la mano se derramó sobre la mesa del juez. Víctor Manuel de Saboya sacó un pañuelo del bolsillo y secó la mesa.

Su estancia en la cárcel no ha sido larga: el pasado jueves le fue concedido el arresto domiciliario.

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