Enrique de Inglaterra y Meghan Markle o cuando la historia perfecta no da más de sí
Con su documental de Netflix, los duques de Sussex pretenden convertirse en reyes de su propio relato, al que más que profundidad solo aportan detalles sorprendentes o que dañan a la familia real. Pero, ¿hasta dónde llega su ambición?
La historia es perfecta. Tan perfecta que tiene héroes, villanos, abuelas centenarias, madres difuntas y casi santas, glamur, riqueza y pobreza, choque de culturas, bebés adorables… incluso un giro de guion con final agridulce. De ahí que con Enrique de Inglaterra y Meghan Markle resulte difícil, casi imposible, no deslizarse por la pendiente de la cursilería. El almíbar lo impregna todo; de hecho, es precisamente lo que pretenden los duques de Sussex, lo que llevan buscando desde que se marcharon de la familia real británica hace dos años y lo que, ahora, ansían con el estreno de la primera mitad de su docuserie para Netflix, Enrique y Meghan. Que su imperfectamente perfecto relato amoroso centre la conversación; que las anécdotas —su primer encuentro instagramero gracias a amigos en común, el anillo de compromiso con diamantes de Botsuana y otros de Lady Di, sus besos de madrugada en la cocina— sirvan como excusa para todo lo demás. Incluso para su retórica de tirar la piedra y esconder la mano contra la familia real, contra la prensa, contra la sociedad británica, contra el mundo en general, ante el que se presentan como cruzados de todo y por todo.
Esa es la historia que, esta semana, los duques de Sussex (título que les regaló la difunta Isabel II y que no pretenden soltar, pese a que algún parlamentario ya lo haya dejado caer) han querido contarle al mundo en su documental. La serie recién ha salido del horno y su público objetivo son 220 millones de personas en todo el mundo, pero especialmente los estadounidenses, esos que buscan un Princesa por sorpresa de verdad. Una historia cargada de detalles cuyo principal morbo es, simplemente, que quienes los cuentan son sus protagonistas. Porque, ¿qué es lo que hay que contar? ¿Qué falta por decir cuando ya se ha dicho todo? ¿Por qué hacerlo? ¿Qué papel juega el dinero? ¿O es una cuestión de orgullo, de fuerza, de ganar a los Windsor y al mundo entero en la carrera del relato?
La historia es perfecta, sí, pero no es en absoluto nueva. Casi todo está ya contado, por mucho que los tabloides británicos se llenen de titulares en rojo con cada avance (solo con los 59 segundos del primer tráiler, el Daily Mail publicó 11 noticias). Como en cada nueva narración, se añaden detalles, pero lo que explican Enrique y Meghan, juntos y por separado, ante las cámaras de Netflix no es nuevo. Una de sus frases más repetidas es que ellos —M y H, como se llaman el uno al otro— quieren contar su propia historia. Pero lo llevan haciendo desde que se marcharon de la familia real. La entrevista con Oprah Winfrey en abril de 2021, en la que hablaban de racismo y de pensamientos suicidas, era tal bomba que, después de eso, solo queda sacarle punta a detalles morbosos. Detalles que valen 100 millones de dólares, como su contrato en Netflix, y que solo en Reino Unido se convirtió en su primer día de emisión en lo más visto del año, según el medidor oficial de audiencias británico y como recoge la BBC: su primer capítulo lo vieron más de 2,4 millones de espectadores (1,5 el segundo y 800.000 el tercero); el primero de la quinta temporada de The Crown tuvo 1,1 millones de visualizaciones en su primera jornada.
Detalles que explotan hasta la saciedad, como que Enrique temía que el destino de la actriz fuera tan fatídico como el de su madre, eternamente perseguida por los paparazis. Diana siempre está presente en el relato de Enrique, lógico; pero también en el de Markle, que le enseña repetidamente, y no sin cierta cursilería, a su bebé una foto de la princesa enmarcada en una pared explicándole que es la abuelita Diana (mientras más de un espectador abrirá la boca de incredulidad). O detalles como que la cuestión racial los marcó desde el principio, pese a las contradicciones acerca de la misma que presenta incluso la propia Markle.
Lo que resulta novedoso y sorprendente es la ingenuidad de la narración, todo para que encaje con el concepto del cuento de hadas pensado para un público estadounidense prime. Como que Markle afirme que para su segunda cita con Enrique, a la que llegaba desde Wimbledon “demasiado emperifollada”, necesitara darse una ducha y ponerse “algo más cómodo”. Era su primera cena formal. Una cena con un príncipe a la que ir cómoda… O que se presentara por primera vez ante sus cuñados —siendo o no estos los futuros herederos del trono— en vaqueros y descalza, ante lo que ríe sin parar; un detalle curioso, pero, por otra parte, superficial y que es el único dato que destaca del encuentro. O su desconocimiento total de quién era Enrique, al que afirma que no buscó en Google, como todo el mundo haría dado el caso, sino en Instagram, donde su perfil era un recopilatorio de paisajes y animales. Lo que sí buscó en Google fue el himno nacional británico (siendo graduada en Relaciones Internacionales) o la ropa o los sombreros que debía usar, porque no contó con ayuda. “¿Te acuerdas de Princesa por sorpresa, de Anne Hathaway? No hay clases ni nadie que te diga: ‘Siéntate así, usa ese tenedor, no hagas esto, así son las reverencias, usa este sombrero’. Tuve que aprender mucho. Incluido el himno nacional. Me sentaba y practicaba y practicaba”, afirma, entre su propia incredulidad y la del espectador. Markle argumenta que desconocía que debía inclinarse ante Isabel II, y lo recuerda imitando una primera reverencia a la reina que, con visible incomodidad por parte de Enrique (y del televidente), imita de forma burlona en pantalla. Argumentos que, cuanto menos, hacen arquear una ceja.
No se trata de cuestionar el relato per se, es que los propios protagonistas han dado todos los mimbres para ello. Aunque su historia empezó hace ahora cinco años, cuando hicieron público su compromiso (antecedido de unos 16 meses de noviazgo, según cuentan), el tsunami llegó cuando, en enero de 2020, anunciaron su salida de la familia real británica, que concretaron en marzo de ese mismo año. Ahí dejaron claros sus muchos y, parecían entonces, lícitos motivos: anhelaban una vida lejos de los Windsor, buscándose su propio camino económico y, como bien explicaron después, con la privacidad por bandera.
Desde el primer momento en que su relación se hizo pública, Enrique se quejó, cargado de razones, de la constante intrusión de la prensa en sus vidas, de persecuciones, engaños, sobornos y todo tipo de triquiñuelas para conseguir la fotografía o la información más vendible de su pareja y, después, de sus hijos. Y quiso pararlo. “Tenía que proteger a mi familia”, repite el príncipe en el tráiler y en el documental. Eran personajes públicos por su condición de miembros de la familia real, y querían apearse de ella para frenar esa invasión. Era lícito. Y lo hicieron… a medias. Porque ahora esas quejas parecen más los constantes lloros con escasas razones de dos personas absolutamente privilegiadas.
El documental no es sino una muestra más de la venta buenista de sus vidas. La última. La primera fue aquella explosiva entrevista con Winfrey donde ya lo contaron casi todo. Apenas seis meses después, firmaron un contrato con Netflix que el diario The New York Times valoró en 100 millones de dólares y cuyo único fruto en dos años es este. Supuestamente, para producir “contenidos que informen, pero que también den esperanza”, explicaban en su comunicado. “Como padres primerizos, hacer programas familiares aspiracionales es muy importante para nosotros”. No los ha habido; Markle llegó a tener en marcha un proyecto infantil que se perdió por el camino. Tampoco se sabe nada del anunciado documental sobre los Juegos Invictus, la competición para heridos de guerra creada por Enrique. Meses después, llegaba un acuerdo entre su productora, Archewell, y Spotify. Su podcast ha versado sobre ellos mismos. En el primer capítulo aparecía su hijo de año y medio como invitado especial. En los 12 que ha hecho Markle, ella misma entrevista a amigos y cuenta su vida, sus experiencias. La duquesa, de hecho, ha sido la más expuesta. Ha concedido entrevistas a Variety o The Cut contándolo todo sin cortapisas: sus vidas, sus casas, sus hijos.
De hecho, los niños son una metáfora de su historia. Su intención era exponerlos lo mínimo. Presentaron a Archie en Windsor, envuelto en una toquilla, hasta el punto de que no se le veía la cara. En el documental, en principio, tanto él como Lilibet aparecen de lejos, de espaldas. Pero cada vez se los ve más. Y más cerca. Y en más fotos. Y todo ese gran discurso de la protección de la familia no hace más que saltar por los aires. Algo similar pasa con la cuestión de la raza, de la que Markle da versiones encontradas sobre cómo se siente ella misma o su entorno al respecto o cómo se la ha tratado en sus trabajos, su entorno, EE UU o el Reino Unido por ello.
En una columna en la centenaria revista británica The Spectator, su director adjunto, Freddy Gray, afirmaba que quizá la pareja sufra “de algo similar a lo que los psiquiatras franceses del siglo XIX Charles Lasègue y Jules Falret llamaron folie à deux [locura de dos, en su traducción literal al español]. Un trastorno por el que dos individuos en estrecha asociación se vuelven codependientes en un delirante sistema compartido”. “En esos casos”, prosigue Gray, “decían los expertos que marido y mujer pueden actuar ‘como caja de resonancia, aumentando el tono de su narcisismo’. Enrique y Meghan no están solo pescando de forma cínica en los grandes lagos de la América woke, sino que se creen de sí mismos que son desafortunados amantes destinados a derribar el racismo estructural, unos Bonnie y Clyde contra el sistema”.
Los duques de Sussex amenazan con más, otros tres capítulos que la prensa británica —que no ha tenido acceso a ellos porque Netflix no ha dado adelantos— ya presenta como “veneno”. Por una parte, más vale que así sea: si no, la historia estará más que sobada, la novedad será nula y su credibilidad quedará irremediablemente dañada. Pero si realmente corren ríos de cianuro verbal, su relación con palacio (que por ahora no ha dado una versión oficial, más allá de las extraoficiales que hablan de su asombro y tristeza) puede quedar rota para siempre. No parece que les importe demasiado; basta con ver que en el documental hay un fragmento de la polémica entrevista de Diana con Panorama, en 1995, que Guillermo ha exigido (y logrado) que no se vuelva a emitir, ni siquiera en parte. Es la última gota que colma el vaso a falta, claro está, del remate final: el libro de memorias que Enrique lanzará el 10 de enero. Pero entonces, ¿quedará algo que contar?
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