Enrique de Inglaterra trata de reescribir su propia historia
El duque de Sussex mantiene una realidad paralela y borra la anterior para intentar reconfigurar su imagen, arremetiendo contra su padre y contra los Windsor en general
La sutil flema de los mandarines de Buckingham había sintetizado la brecha entre la familia real británica y los duques de Sussex con un críptico “los recuerdos pueden variar” y el príncipe Enrique parece dispuesto, por una vez, a probar el acierto de los fontaneros de palacio. Tras la huida hacia adelante emprendida desde su traslado a Estados Unidos, el segundo hijo del príncipe de Gales preconiza periódicamente su dogma particular, que sugiere que el océano no solo ha impuesto la distancia física con los Windsor, sino que ha borrado su realidad anterior para alumbrar a un flamante Enrique, en sintonía con los nuevos tiempos, empático con el sufrimiento ajeno y moralmente prácticamente irreprochable.
Como toda historia de redención, tiene que haber un villano y, en la suya, el duque de Sussex ha elegido a su padre, a quien ha colocado en el centro de una narrativa que condena desde alegaciones de racismo, hasta polémicas con dudosos millonarios saudís que ofrecen donaciones a cambio de títulos y pasaportes. Después de que recientemente trascendiese que Carlos, el heredero de la corona británica, habría sido el culpable de cuestionar cómo sería la tez de la descendencia de Enrique y su esposa, Meghan Markle (acusación revelada por la exactriz en la explosiva entrevista con Oprah Winfrey en marzo), ahora el nieto de Isabel II vuelve a ponerse el guante de terciopelo para asestar un nuevo golpe a su progenitor por lo que califica como el “escándalo CBE”.
Los últimos meses han sido especialmente complicados para el príncipe de Gales por sus vínculos con Mahfouz Marei Mubarak bin Mahfouz, quien recibió del propio Carlos en 2016 la credencial honorífica como Comandante del Imperio Británico (CBE, en sus siglas en inglés). Mahfouz había destinado generosas sumas económicas, se cree que hasta 1,5 millones de libras (1,8, en euros), a diferentes asociaciones del primogénito de Isabel II, supuestamente a cambio de honores e, incluso, la nacionalidad británica, una controversia que en septiembre le costó el cargo al jefe de su fundación, Michael Fawcett, figura clave en el círculo del príncipe.
Como los “actos diarios de compasión” que el duque de Sussex predica desde su fundación, Archewell, no parecen aplicarse a las relaciones familiares, el hijo menor de Diana de Gales no solo se ha desmarcado del escándalo, reivindicando cómo había cortado lazos con Mahfouz en 2015, sino que asegura que había avisado de su “preocupación” sobre los motivos que movían al millonario saudí antes ya de que fuese nombrado CBE. Como pronunciamiento público, se ajusta a la perfección a la retórica que quiere vender desde su nueva vida en California, ya que le permite contraponer su código ético al espurio modus operandi de la monarquía que había decidido abandonar hace un par de años.
El problema es que nadie en el entorno de palacio se acuerda de que hubiese manifestado tales reservas, pese a que hay mecanismos específicos para canalizarlas. De lo que sí hay constancia es de que el propio Enrique había aceptado importantes donaciones de Mahfouz a fundaciones de las que era patrón, como las 50.000 libras que se llevó su organización benéfica Sentebale y las 10.000 para Walking With the Wounded. Esta discrepancia, sin embargo, no semeja suponer un inconveniente para el duque, quien tiene claro que su audiencia no está en los adeptos a la anquilosada casa real, sino que es global.
Meghan Markle y él han concluido que la plataforma para llegar a su público está bajo el sol de la costa oeste estadounidense. Su éxito como marca no radica tanto en qué hacen, sino en sus personalidades, de ahí que Enrique haya asumido como una misión de supervivencia reconfigurar de raíz su perfil público, aunque la operación implique arremeter contra su propia familia y lo que representa como institución, o incluso, reescribir su pasado.
La idea, en teoría, tiene sentido tras su éxodo de la casa real, pero es indudable que las consecuencias se ajustan mejor a la agenda de su esposa. Markle, californiana y con una complicada relación con su propia familia que viene de atrás, disfruta de un estatus que no había alcanzado con su carrera como actriz, mientras la pérdida es obvia para un príncipe destronado que hace menos de dos años había considerado una humillación personal que su padre le advirtiese de que abandonar el organigrama monárquico supondría cerrarle el grifo económico.
La decisión no tiene marcha atrás, por lo que Enrique está obligado a hacerla funcionar, aunque sea vendiendo una imagen que no siempre casa con la realidad. Su procedencia le ha granjeado puestos rimbombantes como el de jefe de Impacto de la aplicación de salud mental Better Up, que cobra más de 400 euros al mes a sus usuarios, pero su labor está menos clara. Esta misma semana provocaba más de un chascarrillo al proclamar que se debe “celebrar” a quienes dimiten de sus trabajos porque no les aportan “felicidad”, puesto que a nadie se le escapa la ironía: el comentario procedía de un ex miembro de una institución que le impedía tener un empleo ordinario y cuyo curriculum vitae apenas cubre unas líneas.
Pero sus palabras contienen inevitablemente un dardo subliminal a su padre y a su hermano Guillermo, segundo en la línea de sucesión. Según había dicho Enrique en la famosa conversación con Oprah Winfrey, ambos están “atrapados” en la monarquía, incluso si ellos no son conscientes, mientras él disfruta del sueño americano, aunque implique reescribir su propia historia.
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