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LA MEMORIA DEL SABOR
Columna
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Beber para reivindicar

El cañazo en la región del Pacífico colombiano empieza a levantar cabeza en un país que lo consume a espuertas mientras lo ningunea

Un hombre revuelve el jugo de caña de azúcar en una plantación en Boyaca, Colombia.
Un hombre revuelve el jugo de caña de azúcar en una plantación en Boyaca, Colombia.Thierry Falise (LightRocket via Getty Images)

El cañazo es un destilado humilde con más historia que consideración, que se reivindica poco a poco en el mercado peruano. Hijo del jugo de la caña de azúcar, como lo son el viche y la cachaça en la región del Pacífico colombiano y Brasil, empieza a levantar cabeza en un país que lo consume a espuertas mientras lo ningunea. Es el aguardiente del pobre, con todo lo que eso conlleva; mala imagen, generalmente asociada al alcoholismo, bajo precio (hasta un sol por litro), sujeto a manipulación y todo tipo de procesos de adulteración, protagonista involuntario de una parte importante de las alteraciones en la naturaleza del pisco... Pero el cañazo que tengo delante no hace pensar en nada de eso. Está bien presentado, es afrutado y elegante, proporciona un trago armonioso y muestra algunas particularidades que añaden atractivo, como que proceda de una sola variedad de caña, en este caso la caña morada, y todo el proceso de destilado y embotellado se haya hecho en la zona de producción, que viene a estar a un tercio del recorrido entre Iquitos y Nauta, en Loreto, la gigantesca región de la Amazonía peruana.

Caña de azúcar morada cultivada en el bosque amazónico, donde la tradición es casi tan antigua como en la costa del país. Según Karlos Cussianovich, impulsor de este cañazo y maestro destilador, su tradición oral en esta tierra remonta las referencias al menos cinco generaciones atrás. La marca comercial es Jungle Cane y muestra una de las tres variedades con las que Karlos y su socio, el agricultor Víctor Amaringo, trabajan en la actualidad: morada, negra y amarilla. Cada una se cultiva, se exprime, se fermenta y se destila por separado, hasta obtener otros tantos aguardientes que rondan el 40% del porcentaje de alcohol. Son herederos directos de los rones agrícolas, obtenidos de la destilación del jugo fermentado de la caña de azúcar, siempre más rústicos y agrestes que el ron de melaza. Karlos y Víctor también han recuperado el cultivo de la caña brava en sus tierras, una variedad cada vez menos cultivada, y empiezan a hacer pruebas de destilación.

La botella de Jungle Cane me ha acompañado durante el trimestre largo de confinamiento que arrastramos en Perú, siempre con algunos buenos compañeros de viaje, como el viche Onésimo, Diosa, un destinado de guarapo de los Andes colombianos, y algunas botellas más. Todos comparten origen popular, procesos de elaboración rudimentarios y un carácter que empuja a reivindicar su naturaleza.

El viche de Onésimo González se destila en Cajambre (Tumaco, Nariño), en el litoral Pacífico colombiano. Eso queda un poco a desmano del ingenio de Cussianovich, pero la base es la misma y el ánimo es bien parecido. Onésimo es un pequeño productor que trabaja como se hizo siempre en la zona, lo que implica moler la caña a la antigua, en un trapiche de madera movido por animales, y procesos de elaboración que se han ido refinando y ajustando en los últimos años. El viche vivió escondido en las comunidades afrodescendientes del litoral colombiano, pero lo voy encontrando cada vez más en Bogotá, ocupando un espacio cada vez más relevante en el paisaje gastronómico. El de Onésimo es habitual en restaurantes como Minimal, Leo o Mesa Franca. Recuerda a las destilaciones hechas en falca, siempre viviendo en el filo de la navaja, con el sugestivo deje ligeramente acético que revive el carácter de los rones agrícolas habituales en media América Latina.

De Colombia también me traje el chirrinchi, un destilado de guarapo que merece la pena probar. La base es un fermentado a base de panela, agua y anís estimulado con levaduras que se consume tradicionalmente en algunas zonas andinas y se destila utilizando alambiques rudimentarios (de olla y brazo, sin serpentín), como los del viche o los cañazos tradicionales. Tiene un dulzor amable, aderezado por el perfume envolvente del anís, procede de la zona de Choachí, a 40 kilómetros de Bogotá, y se vende bajo cuerda y sin registro legal con la marca Diosa. Estas y otras elaboraciones viven el silencio legal de la administración colombiana, que rechaza la regulación y hace la vista gorda con las producciones locales, mientras penaliza el transporte, equiparándolo al contrabando.

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