Así ha cambiado la comida en los tablaos españoles: cuando la gastronomía es igual de importante que el flamenco
Estos espacios musicales han ido mejorando su comida, haciendo que el negocio no solo se base en el espectáculo, sino también en una experiencia total
El suelo se hace añicos con el taconeo de Eduardo Guerrero. Y mientras el bailaor se desliza sobre las esquirlas, las castañuelas de Sara Giménez entran en acción como un escarabajo sonoro, que escribía Lorca. El Corral de la Morería se pone en pie y en la oscuridad se intuye a otros artistas: una coreografía de camareros acompaña el recital con platos de alta cocina. Este templo del flamenco lo es también de la gastronomía. Y no hay más que ver cómo, cuando el jaleo despide al guitarrista y las cantaoras, una pareja entra y dice:
— Una mesa, sólo para cenar.
La ingesta de un menú con estrella Michelin ha puesto a este local antológico en el podio de las guías culinarias y musicales. Y ha provocado una corriente más allá del espectáculo: que estos espacios donde anida el duende tengan también un hueco para el paladar. En los tablaos se aplaude y se brinda como en noches de bohemia, pero acompañados de la excelencia del menú. El Corral de la Morería, el más premiado en ambas disciplinas (Mejor Tablao Flamenco del Mundo, según el Festival Internacional de Cante de las Minas de la Unión y galardonado con una estrella Michelin) puede considerarse el pionero, pero ya no es el único. Crece en España esa tendencia de que el flamenco no es algo aislado, sino que va de la mano con una experiencia total.
“Aquí lo que se ha hecho ha sido, simplemente, unir las dos pasiones de mi padre y vincular el arte a la gastronomía y a la cultura”, explica Juanma del Rey, actual responsable del establecimiento madrileño junto a su hermano Armando y bajo el auspicio de su madre, la bailaora Blanca del Rey. Ya entonces, cuando El Corral abrió sus puertas en 1956, se ofrecía langosta, caviar y otras exquisiteces poco habituales en la época. “Creemos en poner lo mejor en todo, y eso ha dado sus frutos: cada vez hay más trasvase”, continúa el propietario.
Por la mesa se suceden los platos de salicornia con salsa verde, quisquillas con un toque de queso Idiazábal o piparra, tallarines de calamar, bogavante en consomé o unas cocochas de bacalao. Delicias elaboradas por el chef David García por 95 euros (sin maridaje) y que han creado escuela. Lo demuestra, por ejemplo, el Flamenco de Leones, abierto hace un año por el grupo Ramsés. Situado en plena puerta de Alcalá, es un exponente claro del fenómeno. Con una raíz centrada desde 2007 en el ocio de altos vuelos, la empresa ha remodelado un edificio con frescos de Iván Floro y motivos mozárabes para ofrecer arte jondo en las tablas y sabor hondo en las tapas. Aquí se aprende el origen de este aperitivo español mientras se prueba un fino con jamón ibérico y se escucha una soleá de fondo. Después, con un surtido de entrantes que —dependiendo de la opción elegida, de entre 60 y 80 euros— incluye ‘flores’ de queso ahumado, coca de sardina o cazón en adobo con mayonesa de pimiento de La Vera, llegan las bulerías y el temblor de las baldosas.
Hasta que, en un cuarto con vistas al parque del Retiro, el rojo tenue de las candilejas acompaña al cante y a un plato principal que puede proceder del mar, de la tierra o de la huerta. Merluza, bacalao o lenguado con un confitado o una salsa; rabo de toro, pluma ibérica o solomillo en guisos que transportan a lo atávico y salteado de habas con setas y alcachofas, arroz meloso con trufa o alboronía andaluza para escarbar en lo medular. “Más que un planteamiento es una filosofía”, analiza Juan Gómez, director culinario del grupo.
“Teníamos que encontrar la fórmula para aunar un gran espectáculo con una experiencia gastronómica y sensorial. No podía ser de otra manera”, ataja el chef, que se considera un “privilegiado” por trabajar desde pequeño en el sector, ya sea en un “pueblito” de Barcelona, donde empezó con su padre o en países como Australia, Tailandia, Estados Unidos o Bahréin. En este caso, aduce, se rigen por evolucionar alrededor del eje que estipula el sur: “Partimos de lo andaluz, pero no hay límites. Para nosotros es como un lienzo en blanco, y escogemos fragancias que evocan al flamenco, como la flor de naranjo”.
Esta corriente se extiende tanto en nuevas aperturas como en establecimientos clásicos: incluso el recién desaparecido Viridiana, de Abraham García, programó en sus últimos meses los “lunes de farolas y faralaes”. Se podrían mencionar, además, el Villa Rosa, La Quimera o el Torres Bermejas en Madrid y otros tantos en ciudades como Barcelona, Sevilla, Granada, Jerez de la Frontera o Cádiz, donde nacieron las alegrías. “El cliente, cada vez más experto, ya no se conforma con una parte”, argumenta Diego Rojo, director de Torres Bermejas. “Aquí estamos en permanente búsqueda y, precisamente con el cambio que ha experimentado la gastronomía, nos lanzamos a apostar por algo más de creatividad en nuestros platos”, indica el responsable, que ofrece menús con el show por precios de entre 50 y 75 euros. En ellos da un toque “vanguardista” a platos tradicionales como la tortilla de patatas, los calamares o la ensalada de cítricos.
Rojo afirma que “el camino está siendo bonito”. Coincide con su colega de profesión Antorrín Heredia. Dueño de La Quimera en Madrid y de dos locales en Granada y Jerez (el Soleá y el Puro Flamenco, respectivamente), el apodado “Faraón del Cante” por sus destrezas vocales desgrana el germen de este torbellino: “El público lo ha ido reclamando. Ya no se quiere venir al show y luego a cenar, sino todo junto”, resume un tótem que ha incluido platos halal —permitidos por la religión musulmana— y veganos como el humus o el pisto manchego: “Se aboga por el mestizaje de culturas, por la innovación desde lo clásico”.
“Mi caso es el de una vocación infantil. He crecido entre cacerolas y compás”, describe Fran Rodríguez, al mando de El Arenal, en Sevilla. Este tablao nació hace 47 años a manos de dos prestigiosos bailaores. Como tercera generación, el chef integró esta visión completa que ahora tiene una sección de tapas de autor y un menú que se saborean con la actuación por unos precios de entre 65 y 79 euros. Entre las propuestas, una carta de tapas con “dados de merluza fritos con alga wakame y cebolla caramelizada o “meloso de cerdo ibérico a baja temperatura con cremoso de patatas trufadas”. Antiguamente, no se le daba tanta importancia, pero ahora está en auge. Intentamos que el cliente quede sorprendido, que sea algo inolvidable”, señala. Un concepto que asumió Blanco Anyó al abrir La Bulería, en Valencia. En cuanto lo montó, supo que debía unir ambos universos. “Tenemos que pensar en dar la mejor calidad y en que no podemos dejar al cliente con ganas de uno de los dos aspectos”, sopesa quien llegaba con varios años de trayectoria en el gremio y que ahora tiene una oferta de entre 58 y 90 euros por la comida junto al cante y el baile: “Al final, son dos disciplinas que maridan a la perfección”, sostiene, utilizando un término culinario y mostrando recetas como el crujiente hojaldrado de ternera y verduras o el lomo de bacalao confitado.
No siempre fue así: el flamenco de cara al público irrumpió a mediados del siglo XIX y se esparció en las primeras décadas del XX. “Venía de los estancos, del tabaco, y estaba limitado a los hombres. Las mujeres sólo entraban a comprar. Y no había actuaciones como tal, sino que eran fiestas de cante y guitarra. Luego ya se pasa a los cafés cantantes”, expone Onésimo Hernández, profesor de la Universidad de Murcia y fundador de la Asociación Cultural Malacate Flamenco. “Se ofrecía música en vivo, alcohol y algún aperitivo. Los tablaos, tal y como los conocemos, son así entrados el siglo XX, cuando el turismo empieza a tener importancia y se suma la gastronomía para satisfacer a quien iba”, apunta el experto.
“Grandes figuras y jóvenes se juntaban y se generaba una especie de escuela. El Villa Rosa, de 1911, era heredero directo de los cafés cantantes, pero estaba La Pacheca, Cuchilleros, Torres Bermejas o la mítica Venta de Vargas, cuna de Camarón en San Fernando. Siempre ha existido esa relación, aunque entonces también eran los templos del estereotipo: se ofrecía la gastronomía típica española y el espectáculo más llamativo. Que haya mejorado la cocina, hasta tener estrellas Michelin, es también parte de la dignificación del flamenco”, agrega Hernández, recorriendo nombres legendarios hasta llegar a La Morería.
Desde allí lo apostilla el chef David García, uno de los principales artífices. “Yo he intentado darle otro enfoque a ese recetario vasco con el que me he criado, adaptándolo a esta época, y defender las raíces”, sentencia antes de que Blanca del Rey olvide su papel de anónima comensal y se atreva a coronar la ceremonia con una alegoría de las manos. Con ellas, susurra sobre el escenario, se nutre el baile, se sana cuando uno enferma y se elaboran los platos que ya han desaparecido, gracias a ese ejército que opera en las sombras, de las mesas. Quizás una buena estrategia, viendo cómo, complacido el estómago, el zapateo agrieta el alma y sacude las copas.