Clarete: el vino despreciado por los pijos perfecto para el verano
El vino que mezcla uvas blancas y tintas estaba en todas partes en la España de hace 100 años. Denostado por vulgar por los finolis, ha llegado la hora de reivindicarlo como bebida ideal para el calor.
Ya está bien de lambruscos chungos de supermercado y de champanes rosé de lino ibicenco. Bebamos clarete, sobre todo en verano, y veremos florecer otros aromas más optimistas y nobles que los que respiran los azúcares industriales o las burbujas de cien euros. A continuación va un elogio exaltado del clarete, que probablemente sea -junto al Jerez-, el vino español por excelencia: legado, imaginación, necesidad, cultura ancestral y tesoro olvidado.
El clarete es nuestro particular Porco Rosso, nuestro héroe tornado gorrino, el vino aloque del que hablaba el romano Plinio con elogios de toga y laurel. Es el vino más difícil de elaborar y el más fácil de beber, el más denostado y el más desconocido. Imposible de clasificar, porque reúne a los tintos, rosados y blancos, siendo distinto a los tres. Normalmente vale más de lo que cuesta y supone un riesgo para cualquier bodega (porque el esfuerzo no suele merecer la pena). Pero, sobre todo, el clarete guarda todos los tragos que se arrojaron al coleto nuestros antepasados, el vino habitual de nuestras casas y tabernas durante milenios, el que se hacía y se consumía en el año como parte fundamental de una dieta autárquica.
Historia de un vino
Para empezar, definamos un clarete: un vino elaborado con uvas tintas y blancas en la proporción que a cada maestrillo le dé la gana. El rosado, por contra, solo contiene tintas, lo cual acota la dificultad. Cuando elige las variedades que le gustan, el enólogo vinifica normalmente con la técnica del tinto, es decir, dejando que las uvas fermenten junto a los hollejos (o sea, la piel de la uva, que confiere el color oscuro, de ahí que en el blanco se retiren los hollejos, y en el rosado se dejen apenas unas horas). No obstante, los claretes actuales fermentan principalmente como tintos porque así lo exigió en su día la Unión Europea, culpable de la mala fama de un caldo que, en realidad, se vinificaba también con libertad, según el librillo de cada casa.
Hasta hace 100 años, el clarete era el vino ubicuo. Se mezclaba con agua para que lo tomasen los niños, nutría el morral del pastor, la bota del campesino y la jarra del menestral. Se guardaba en pellejos domésticos y se transportaba en carros de cubas hasta el bar, a menudo con el grifo ya incrustado en el tonel. Era el chato del populacho, pero también la etiqueta habitual en actuales templos del tinto como Vega Sicilia, CVNE o Protos; algunas bodegas de La Rioja incluso llamaban claretes a sus vinos con mucha crianza, porque perdían color y se asemejaban a los vinos del año, solo que con un tono algo más funerario. En Aragón, León y Andalucía se bebía clarete a mansalva, Cigales se había ganado fama allende los Pirineos y Tarifa, las fiestas de la vendimia enrojecían los cantos, verbenas y trifulcas.
Podemos robarle a Bla su magnífico ripio sobre nuestro mejor vecino para resumir lo que le ha sucedido al clarete: “Yo soy como Portugal, siempre me descubren tarde y mal”. Como la mistela o el vino rancio, el clarete resuena a oídos de algunos pijos a caspa, a Hurdes en blanco y negro, al pasado tirano del que España siempre está escapando. Pero estamos a tiempo de solucionarlo. Porque el clarete es perfecto para viciar a la juventud con el vino, para alegrar casi cualquier plato, para acertar en una mesa de gustos dispares que no se pone de acuerdo al elegir entre tinto o blanco. Hay claretes robustos y claretes ligeros, hay claretes para todos los gustos, y un pelín frío siempre celebra el verano.
La cuestión francesa
Si Portugal es nuestro ignorado Totoro, Francia equivale en nuestro imaginario colectivo al espíritu pestilente de El Viaje de Chihiro, a ese fantasma con máscara, negro y malicioso, que en realidad esconde a un dragón atrapado en su contaminación, maldición que bien podríamos llamar chovinismo. España empezó a elaborar vinos tintos principalmente cuando los franceses bajaron hasta La Rioja desesperados por la filoxera, a finales del XIX, y transformaron nuestra manera de vinificar según la tradición bordelesa. Después, cuando España se incorporó el Mercado Común, Francia presionó contra los claretes españoles hasta señalarlos como falsos diablillos, como susuwatari, esas pequeñas y juguetonas criaturas de hollín que asustan en las películas de Miyazaki porque lo llenan todo de polvo.
El clarete fue denigrado en los años noventa para diferenciarlo de los rosados galos -especialmente, la AOC Claret de Burdeaux-, apelando a otra costumbre carpetovetónica que igualmente se amparaba bajo la palabra “clarete”: mezclar directamente vinos tintos y blancos, en lugar de uvas, costumbre sancionada desde entonces como un sacrilegio por los gurús internacionales del pámpano. Cuando la vecindad se mezcla con el dinero, las ventanas se transforman en lindes y el préstamo de sal, en tiña y nacionalismo (que, probablemente, sean sinónimos).
Desde los noventa, pues, la marginadora regulación europea propició una confusión entre claretes y rosados que, obviamente, ha maltratado el mercado nacional. Si se añade la explosión y moda de la uva Tempranillo a finales del siglo XX, o sea el auge del tinto con crianzas rotundas, imitando de nuevo a los gabachos, el pobre clarete se fue achicando, exiliado a los bosques, cual princesa Mononoke, cual naturaleza pura repudiada por la modernidad como un peligroso salvaje. Más del 90% del vino que se consume hoy en el mundo es tinto. Es increíble cómo el hipercapitalismo uniformiza gastos y gustos.
Entonces llegó Cigales
La tierra donde el clarete ha sobrevivido con especial orgullo se encuentra entre las provincias de Valladolid y Palencia: la Denominación de Origen (DO) Cigales nació en 1991, justo en pleno follón normativo, complicando el progreso “del vino que más esfuerzo requiere y el menos agradecido”, según insiste Águeda del Val, directora técnica de la DO y que lleva desde 1988 trabajando por el clarete. Tras la inicial sanción comunitaria, la UE acabó equiparando el clarete al rosado en 2011, queriendo arreglar el entuerto de los noventa, pero rematando la confusión con “algo que parecía una declaración de defunción”, como recuerda Águeda. La competencia entre Cigales y Navarra para colocar sus vinos señeros, sobre todo en el norte de España, se agudizó. Porque Navarra solo elabora rosados. En la distribución, sin embargo, ambos siguen confundiéndose, porque tampoco en la copa se distinguen. Lógicamente, el clarete resulta más versátil, permite más experimentos y sorpresas, al mezclar más variedades. Pero también es más proclive al error.
El alma mater de la denominación Cigales fue José Félix Lezcano León, cuya biografía sintetiza los esfuerzos y problemas de toda esta historia. Ingeniero y bodeguero, José Félix era también un experto ampelógrafo, un especialista en identificar variedades de uva (sobre todo, a través de la morfología de las hojas de la vid). Cigales, al ser tránsito del Camino de Santiago, había recibido durante centurias palos de multitud de uvas de numerosos países, portadas por los extranjeros junto a su fe y sus sandalias, hasta componer una campiña donde las mezclas aparecían trufadas en casi todos los majuelos. Si hay una diversidad vinícola en España, esa es la que alimenta el Pisuerga, donde los terruños de antaño parecían parques infantiles con bolas de colores. Lezcano realizó un estudio en Cigales que acotó 28 variedades, entre ellas Chardonnay francesas y centenarias, y Chasselas del valle del Po suizo, pero también cinco tipos de garnacha. De la criba salió el inicial reglamento de la DO, que arrancó con seis bodegas. Hoy son cuarenta.
“Aún así, el clarete sigue siendo el patito feo de los vinos”, lamenta Félix Lezcano Lacalle, hijo de aquel pionero y ahora responsable del negocio familiar. Hasta él mismo llegó a creérselo: después de acabar sus estudios de enología, Félix regresó a su casa empeñado en hacer tintos de Tempranillo envejecidos con Cabernet y Merlot. La corriente de los noventa. Sin embargo, en casa le conminaron a mantener sus raíces, y en 1996 sacó al mercado Docetañidos, uno de los claretes más antológicos de nuestra viticultura contemporánea, multipremiado en concursos, aplaudido por la crítica y consumido con fidelidad de fan por el público. “Prescindimos de la botella bordelesa y elegimos la Rhin, porque era un vino que no se quería dar importancia, y porque además la hostelería lo agradece ya que se almacena mejor. Una etiqueta elegante, negra, con letras amarillas y una tipografía muy castellana”. Docetañidos obtuvo tal éxito que fue exportado a nueve países, entre ellos Puerto Rico y Nueva Zelanda.
El fin de una era (y el inicio de otra)
Pero en 2018, Bodegas Lezcano-Lacalle decidió elaborar la última añada. “Estábamos obligados a venderlo más barato que 10 años antes”, cuenta Félix. Porque, en este mercado, “para ser considerado un gran vino, hay que ser un tinto”. Sus vides, además, habían alcanzado la mayoría de edad, y ofrecían la oportunidad de saltar a esa otra liga, la del tinto señorial, en la que todas las marcas mundiales compiten con furia. “Siempre digo que Docetañidos acabó como Marilyn, muerto pero dejando un cadáver perfecto”, dice Félix a modo de orgulloso epitafio.
¿Cuál es la moraleja de esta historia? Pues que somos los clientes quienes hacemos repicar las campanas con melodía de fiesta o de funeral. Cada consumo es una decisión que va más allá del precio, pues cada consumo determina el avance de la economía en un sentido u otro. Con cada compra valoramos la artesanía o la manufactura, reconocemos la historia o nos sumamos a las modas, entregamos nuestro dinero a la tienda o a la plataforma. Cuanto más curioso, consciente y desprejuiciado sea nuestro consumo, más contribuiremos a cambiar el mundo y, sobre todo, mejor enluciremos nuestros días con cosas ricas y divertidas.
¿Por qué solo los vinos tintos pueden ser grandes si la mitad de los que te sirven te deja indiferente, o te parecen caros? ¿Por qué hay que elegir impepinablemente entre blanco, tinto o rosado? ¿No puedes comer con un Jerez, o cenar con cava pasada la noche de Reyes? Entre el morado y el amarillo existe una galaxia de sabores, un universo tan embriagador como el de Miyazaki, donde sentirte más niño que adulto, más bebedor que experto, más ciudadano que consumidor. A golpe de clarete, del humilde y delicioso clarete que tantas zancadillas ha resistido y en cuyo seno tantas uvas ha acogido, podemos alargar nuestros disfrutes como quien alarga el verano cambiando de brindis entre baño y baño. Si todavía dudas, pruébalo con un arroz. Incluso con uno de chiringuito, porque el clarete es imbatible como acompañamiento de una paella (lleve chorizo o no).
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