El gurú del café que me arruinó la vida
Nuestro colaborador Anxo F. Couceiro no podía prever las consecuencias de intentar comprar café en una tienda cercana a su nuevo domicilio. Se creía cafetero, pero en realidad estaba en Matrix.
Bueno, pues nada: lo estoy haciendo todo mal. Resulta que me creía cafetero, casi-casi un connoisseur de esta humeante droga psicoactiva, pero soy un mero prisionero de Matrix que comparte espejismo gastronómico y social con millones de personas. Entre ellos, posiblemente, tú.
Sí, tal vez creas que te guste el café; incluso es posible que te hayas suscrito al credo de su propiedad estimulante para justificar tu mal humor en la aspereza matutina “es-que-sin-un-café-no-soy-persona”. Pero por más que te esfuerces en verte a ti mismo envuelto en la aromática fotogenia de sus vapores, los verdaderos expertos en el café -en esta metáfora, una asamblea de titanes de tres metros que se cruzan los brazos como porteros de discoteca y te miran desde arriba entre despectivos gestos de negación con la cabeza- creen que no sólo no te gusta, sino que probablemente no sabes lo que es el café.
Yo he estado ahí también, y he salido de este estado nubloso de ignorancia gracias a uno de esos titanes. La historia de mi epifanía comenzó con estas palabras: “Le invito a que se siente conmigo y disfrute por primera vez de un café”.
Café en cursiva
La frase la pronunció Aldemar Monroy, propietario de Loma Verde, una tienda de venta de café y servicio degustación ubicada en Sabadell. Aunque su modelo de negocio -artesanal, orgánico, rudimentario- es opuesto al de Nespresso, no puedo evitar ver en él una variedad andina de George Clooney. Yo había acudido a su tienda recomendado por una compañera de trabajo de mi novia: llevaba pocas semanas viviendo en la ciudad y buscaba un sitio donde comprar café de calidad en grano. Sabiendo que el asunto era materia de artículo, llevé mi grabadora.
La tienda es pequeña, blanca, moderna. Tiene una tostadora enorme en el escaparate y está decorada con cafeteras de tránsito rocambolesco, con curvilíneo tráfico de barrigas y tubos de vidrio, que bien podrían pertenecer a la maquinaria alquímica de un laboratorio. Hay un barra. Y, detrás de la barra, está Aldemar, con delantal verde. “Hola. Quería -miré alrededor de la tienda y detuve mis ojos frente a un expositor- comprar café”.
Allí no había nadie más; solo estábamos él y yo (y las cafeteras, y las bolsas de café). Hubo un silencio. Aldemar entrecerró sus ojos con curiosidad y yo me sentí juzgado por aquellos párpados convertidos en visillos, pero no hay que tener esto demasiado en cuenta, ya que sentirme juzgado es una de mis actividades favoritas.
—¿Quiere café o quiere café?
Medité.
El cambio de tono entre el primer y el segundo café, que yo buenamente he tratado de llevar al texto con una cursiva musical, me hizo sentirme alumno de un examen para el que no había estudiado. Había entrado allí con la confianza de saberme cliente y dador de cosas -en este caso, dinero-, pero con una sola pregunta aquel colombiano embrujador me había arrebatado todo el poder y me había convertido en sumiso receptor de otras cosas (en este caso, café, ¿o café?), cosas que mi diminuta mente no podía comprender.
¿Cuáles eran las diferencias entre uno y otro café?
Y, sobre todo, ¿cómo podría yo decirle que quería café?
Por escrito es fácil apretar el botón de la cursiva, pero en la vida real, para pedir café, hay que entonar, y como todo actor principiante sabe, a veces es difícil hacerlo (entonar) sin sentirse ridículo. Fantaseé entonces con la siguiente imagen: yo me acodaría sobre la barra, arquearía pícaramente las cejas y diría algo así como: “ya sabe a qué café me refiero”; acto seguido, él apretaría un botón dentro de la barra, se abriría una compuerta secreta y me diría: “acompáñeme”.
Pero no pasó nada de eso. Unos cuatro o cinco o seis densísimos segundos después de que él me preguntara “¿quiere café o quiere café?”, tragué saliva y respondí:
—Bueno. Yo. Hum.
No me dio tiempo a desarrollar más mis balbuceos, aunque tenía varias ideas de cómo hacerlo. Pronto Aldemar empezó a negar con la cabeza y clavó sus garras dialécticas en mis patitas de amateur, como si yo fuese un desvalido Mufasa a punto de caer en el precipicio de la ignorancia y él un rugiente Scar que iba a perdonarme la vida.
—Verá, nosotros provenimos de una familia de caficultores que llevamos más de 150 años en el negocio del café. Ofrecemos un café cien por cien arábica cultivado por nosotros mismos en los cafetales bajo sombra de nuestras plantaciones, en Colombia.
Yo asentí y puede incluso que dijera “ya”, o “aham”, o “uhum”. Él siguió.
Más que hablar, recitaba.
—Para nosotros, el café no es un asunto cualquiera, es nuestra vida. Aquí en Europa están acostumbrados a tomarlo con leche y azúcar. Nuestra intención es que ustedes disfruten el café en su forma natural, como lo hacemos nosotros, los colombianos.
Yo quise decir, como sacando pecho, que tomo el café sin leche y sin azúcar, pero me sentí en aquella conversación como los héroes de las películas cuando están caminando por un camino helado y el hielo se rompe y los héroes se sumergen en el agua fría y tratan de volver a la superficie, pero no encuentran el agujero por el que se cayeron originalmente, y sufren, y abren la boca, y de su boca salen unas burbujas. Dije: “Yo lo tomo… sí… o sea… solo, eh”, pero esas palabras eran burbujas en nuestra conversación, porque a pesar de decirlas, Aldemar no se detenía. Poseído por su ferocidad didáctica, seguía explicándome lo que para él era café, mientras yo trataba, de vez en cuando, de buscar un agujero para coger oxígeno, con nuevas burbujas retóricas que se manifestaban a través de más “síes”, y “yas”, y “ahams”.
Seguimos así un buen rato, hasta que yo le dejé claro que sabía que ofrecía café de calidad porque me habían recomendado su tienda y que yo quería probar ese café. Entonces pronunció la frase:
—Le invito a que se siente conmigo y disfrute por primera vez de un café.
La prueba
Le dije que no tenía mucho tiempo y que sólo quería llevarme una bolsa de 250 gramos en grano, pero él insistió.
—Yo no le quiero engañar. Quiero que pruebe el café tal y como lo tomamos en Colombia para que, si no le gusta, no se sienta comprometido a nada.
—Es que ya me he tomado dos cafés hoy. Son las siete de la tarde y mañana madrugo mucho —mentí.
Arrugó la frente, ofendido. Me di cuenta de que había presionado un nervio sensible. Todo su cuerpo, hasta ese momento gesticulante, dinámico y expresivo en sus monólogos, se detuvo como si un Dios intervencionista hubiera presionado “pause” en el mando a distancia.
—No, no, no —estalló—. Esas son ideas falsas sobre el café. Que si el café me da gases, que si el café me perturba, que si el café me altera... ¡El café no altera!, protestó Aldemar con una euforia tal vez mal elegida para expresar ese mensaje en concreto. Yo le invito a tomarse un café conmigo y lo comprobará; será mi octavo café del día.
Me rendí.
Aldemar dio rienda suelta a sus dotes escénicas en una Chemex, dispositivo de vidrio con forma de reloj de arena que filtra el café a través de un embudo cónico en la boca superior. El sistema es el mismo que el de tantas otras cafeteras de filtro. Aldemar puso a calentar agua en un hervidor, molió los granos, me dio a oler el resultado, depositó el café molido en el filtro de la Chemex y, poco a poco, con movimientos eróticamente circulares, empezó a verter el agua sobre el café, provocando un suave burbujeo que lo hacía hincharse como una magdalena. Los ojos de Aldemar, cuyo nombre está a sólo un fonema de distancia de ser pesadilla gótica, brillaban con un furor obsesivo al completar su ceremonia.
—Es el oxígeno —decía, relamiéndose, ante la química magdalenización del café.
Cuando estuvo listo, me lo sirvió en un vaso de vidrio, que permitía ver el color del café. No era negro, sino de un marrón traslúcido y rojizo.
—Ahora lo olemos —me dijo, y lo hice caso: los dos olimos nuestras respectivos vasos—. El primer sorbo sabe amargo —añadió antes de beber. Yo le imité y comprobé que era cierto, sabía amargo; también suave, delicado y frutal, pero amargo como amargo es el café, vaya—. El segundo sorbo tiene un matiz ácido —prosiguió—. Y el siguiente tiene un gusto dulce.
Seguí sus pasos con obediencia ritual. Lo que decía era verdad; una verdad tal vez reforzada por el efecto de sugestión, pero inequívoca en mi paladar.
Lo cierto es que acababa de ser retado y ahora me tocaba a mí decidir. Había llegado allí con la intención de comprar 250 gramos de café y me habían convencido para tomar café gratis; es decir, había sido sujeto a una inversión del proceso natural de compraventa. Cuando te dicen: “hasta ahora no has bebido café, esto es café”, y te lo bebes, se abren dos caminos ante ti: o te rindes ante el cafetero o le enmiendas la plana. De alguna forma, te sientes obligado a admitir que es la mejor taza de café que has tomado nunca, porque si no lo hicieras tendrías que argumentar por qué no te lo parece, y ¿quién tiene semejante autoconfianza como para discutir con el miembro de un linaje caficultor centenario?
Indeciso ante las palabras exactas para resumir mi veredicto, mi cabeza se convirtió en un bombo del sorteo de la Champions en el que se sumergía una mano inocente y revoltosa para extraer las sensaciones más urgentes de aquello que mis papilas iban, poro a poco, comunicando a mi cerebro. Así que dije, con elocuencia:
—Está… ¡uf!
Y Aldemar asintió, satisfecho. Me había convertido en su cliente.
Le pregunté por el color casi rojizo de su café.
—Los colombianos al café le decimos tinto —me explicó—. El café es originario de Etiopía. Llegó a Colombia procedente de Europa hace casi 290 años. Los españoles le llamaban tinto, por su parecido con el vino, y ese término nos ha quedado a los colombianos. Verdaderamente el vino y el café son muy parecidos. Los dos hay que paladearlos. Ustedes los españoles entienden de vinos, pero de café… El café en el árbol es más dulce que la uva en el árbol. El café también se fermenta, aunque eso se ha ido perdiendo con la industrialización, porque lo que quieren las grandes marcas es ir rápido para vender más.
—¿Este café viene directo de Colombia?
—Sí. Hacemos todos los procesos: lo sembramos, lo recolectamos, lo fermentamos y lo secamos para retirar la humedad. Por último, lo tostamos. En Europa están acostumbrados a tuestes muy altos. Ustedes no tuestan el café, lo queman.
Ustedes. He ahí un sujeto al que yo no quería pertenecer. Desde ese momento, decidí convertirme a su credo. Aquella taza de café me había cambiado la vida. Del mismo modo que un vampiro no vuelve a beber agua después de probar la sangre, yo no podría sumergirme de nuevo en los expresos achicharrados de nuestros bares. Pedí una bolsa de 250 gramos. Y me ofreció de varios tipos.
—Este de aquí está a 7,90 el cuarto de kilo, este a 15, y después hay este otro, más especial, a 35.
Fingí meditar un rato, como si no tuviera claro desde el primer momento que el único que me podía permitir era el primero.
Mi nueva vida como cafetero
La decisión de comprar café colombiano cien por cien arábica era un paso más en mi evolución autodidacta hacia el sibaritismo del flaveur. El anterior había sido empezar a moler yo mismo el café con un molinillo manual, lo que convertía mis desayunos en una liturgia de derroches hercúleos en espiral.
El molinillo había hecho de mí un olfateador más sensible a los matices aromáticos, pero también un hombre adulto peligrosamente obsesionado con introducir cuencos en la nariz de sus visitas mientras decía, con voz quebrada: “¿Lo hueles, lo hueles?” Para mi sorpresa, no a todas las personas les gustaba ser perseguidas por la casa con un cuenco de café recién molido mientras les gemían “¿lo hueles, lo hueles?”, pero la hospitalidad no es una ciencia exacta, a diferencia de las condiciones organolépticas que hacen del café en grano un producto más fragante que el café molido industrial. Esto es algo que no se puede explicar a los rechazadores de cuencos. Ellos abren los ojos con perplejidad y sonríen apretando los dientes y encogiéndose de hombros al ser ofrendados con un bálsamo orgánico. Yo pensaba que los rechazadores estaban aún frente a las sombras plantónicas de la caverna, mientras que yo había visto la luz.
Antes de marcharme de la tienda, Aldemar me preguntó qué tipo de cafetera usaba. Le dije que una italiana y pareció conforme; pese a que allí vendía varias cafeteras pirotécnicas, dio fe de que la moka clásica era una opción segura. Pero, y aquí Aldemar puso un tono grave, en todas las cafeteras se debían seguir unos pasos. Me dio entonces una serie de consejos muy tajantes, que expresó con rigor admonitorio. Eran consejos preñados de amenaza, en plan “si no los sigues, cosas terribles sucederán”, al estilo de los que daba del chino barbado y fumador de Gremlins sobre los hábitos alimenticios de Gizmo. Eran éstos:
1. Moler el café con un molinillo que aplaste el grano mediante fricción directa. Nada de Thermomix ni molinillos eléctricos baratos. Mejor uno manual, a poder ser de cerámica.
2. Usar agua filtrada o de botella. (Primer gasto).
3. Precalentar el agua antes de ponerla a hervir. (Jamás lo había hecho).
4. No prensar el café dentro del depósito. A lo sumo, darle unos toquecitos laterales con una cucharilla para amoldarlo al recipiente. (Personalmente, culpable).
5. Llenar el agua hasta el tornillo siempre, aunque se quiera hacer un café suave o tomar poco café. “La intensidad”, recalca Aldemar, “debe depender de la cantidad de café, no de la cantidad de agua”. (Culpable de nuevo).
6. Poner la cafetera a fuego lento, nunca a fuego vivo para terminar antes, pues el café se arruinaría. (Toda la vida haciéndolo mal).
7. Mantener la tapa de la cafetera abierta mientras está al fuego. (Esto sí se lo había visto hacer a algunas personas, de las que me reía, tomándolas por locas).
8. Retirar en cuanto empiece a burbujear. (Tal vez el único punto que sí seguía por mi cuenta. A veces).
9. Jamás consumir un café con fecha de tueste anterior a dos meses. “Es cuando caduca el café”, avisa Aldemar, “más allá de los dos meses puede beberse, pero perderá sus propiedades y sentará mal al estómago”. (No miro la caducidad ni de los yogures).
A partir de ese día, empecé a levantarme a las seis, una hora antes de lo que solía hacer, para aplicar sus consejos con precisión científica. Lo primero a lo que me dedicaba era a la molienda. ¿Fue un disgusto comprobar que mi pareja, al verse despertada una hora antes por el craquelamiento desgarrador del molinillo, no compartía mi entusiasmo por la pureza del café? Lo fue. ¿Me frenó eso? No. Decidí irme a una habitación alejada del dormitorio para poder moler sin despertarla.
El resto de pasos se sucedieron con una fluidez decepcionante. Según Aldemar, el truco de precalentar el agua ayudaba a que luego tardara menos en hervir, pero a mí el ejercicio me entorpecía. El café es sólo una más de las muchas cosas que uno hace por la mañana antes de ir al trabajo. Si se atasca en un punto concreto, luego el resto de procesos (ducharse, vestirse, preparar el tupper, etc.) se resienten.
Y ahí estaba yo, esperando a que el café me subiera con la vitrocerámica en el 5.
O en el 6, a ver.
Pasaban los minutos: uhm: nada.
Probemos en el 7…
La idea de usar fuego lento es que evitar chamusquinas, pero ¿cómo puedes paladear un café si mientras te llevas la taza a la boca te miras alarmado la hora en la muñeca, como un personaje de tebeo?
Empecé pronto a comprender que el sibaritismo era un poco incompatible con ser, bueno, un currela. No ya por los 7,90 del café orgánico cien por cien arábica de origen colombiano, sino por la gestión del tiempo: un pobre hoy no es sólo un harapiento mendicante, es alguien que repite sintagmas como “la cuota” o “mi casero” demasiadas veces al día. La gente normal, que viaja todos los días en metro, bus y cercanías, ¿está para precalentar el café y ponerlo a fuego lentito?
Tomamos café como elixir, pero también como combustible. Mi dayjob, por decirlo así, es en un semanario de crónica social. Seré claro: los cierres en una revista de corazón hacen que Primera plana, de Billy Wilder, parezca en comparación una película de Disney. ¿Qué diría Aldemar si me viera aguantando la jornada a base de cafés recocidos en un termo de regusto metálico? O, peor aún, bebiendo de la máquina del office. Pues bien: yo necesito esos cafés, aunque vayan en contra de esta nueva religión tan atildada a la que me he querido afiliar.
Dejando a un lado mi feligresía deficiente, toda la sociedad va contra Aldemar. Oyéndolo hablar, uno tiene la tentación de creer que jamás ha disfrutado un café, cuando la realidad es que lleva años y décadas haciéndolo. No sé cuántos días me pasé siguiendo al dedillo sus instrucciones, puede que una o dos semanas, pero pronto empecé a saltármelas por falta de tiempo o apatía. Sí: ¿hay algo más clase obrera que la apatía? “No estoy para pijadas: quiero un café ahora”.
Voy al supermercado; observo a los clientes que se detienen en la sección de café, llenando sus carros de bonkas y marcillas y hacendados. Veo gente como yo, gente sin tiempo. ¿La fecha de tueste? Ni rastro en los envases industriales. Pruebo en otros sitios de venta a granel de café (tiendas donde te ofrecen cafés de Colombia, Kenya, Brasil…) y no sólo no me saben decir la fecha de tueste, pese a venderse como establecimientos especializados, sino que tampoco saben decirme de qué región de Colombia, por ejemplo, es el café que venden, ni a cuántos metros se ha cultivado (algo que, en el caso de Loma Verde, se detalla con pulcritud). ¿Está empezando a germinar una moda del café?
La herencia de Aldemar
Aldemar me ha embrujado y me ha arruinado la vida: me ha otorgado un don que va unido a una condena. Ya no puedo seguir viviendo sin sentirme culpable por cada café con leche que me tomo, por cada vez que aprieto el fuego para hacerlo más rápido o lo recaliento luego en el microondas o le echo agua para aligerarlo.
Sigo pensando que el café de Loma Verde es el mejor que he probado, pero he decidido que no puedo renunciar a mi bagaje. Necesito alternar esos cafés de sosiego y degustación con otros de urgencia y repostaje energético.
Vuelvo a Loma Verde para tener con mi druida una conversación franca. Esta vez el local no está vacío. Aldemar atiende a un cliente que lleva un año frecuentando su local y que ha decidido comprarse una Chemex para hacer el café en casa tal y como se lo preparan allí. El cliente se llama Miguel y trabaja en los juzgados de Sabadell, muy próximos a Loma Verde.
—¿Eres capaz de atraer a la mayoría de clientes que vienen al local a tu estilo de entender el café? —le pregunto a Aldemar cuando Miguel ya se ha ido.
—A muchos de ellos—me dice—. La mayoría de clientes casuales entran por la puerta y me piden un cortado o un expreso. Son las palabras que más escucho. Yo entonces pregunto: “¿Le hace daño el café? ¿Le echa leche para que le haga menos daño? ¿Sabe usted que hay otra forma de tomar el café, que en Colombia lo hacemos de una manera artesanal, rústica, diferente?”. Y los persuado para que se tomen uno conmigo sin leche y sin azúcar. Aquí no tenemos azúcar, ni edulcorante, ni panela.
—¿Qué clase de clientes vienen?
—De todo un poco. A hacer la pausa del café vienen de los juzgados, como Miguel, y muchos del Banco Sabadell. Ya están acostumbrados a la forma en que aquí hacemos el café. Tenemos una máquina para expreso, pero siempre, siempre limpiamos el tirador antes de usarlo. Eso no lo hacen en los bares de aquí, donde queman el café.
—Pero ésta es una tienda con servicio degustación, no una cafetería al uso. Un bar normal que viva de los cafés no puede permitirse limpiar el tirador por cada café que haga.
—Sí puede, tal vez haya que esperar, pero es una cuestión de higiene y salud. El café quemado es malo.
—Seré claro. ¿Vienen pobres a Loma Verde?
—Sí, viene gente obrera. El otro día me vino una señora y me dijo: “es un poquito costoso, pero me lo voy a llevar”. Si la gente lo compra es porque nota la diferencia. Ven que nuestro café no les hace daño, que no es laxante, que no da acidez estomacal ni reflujo.
He visto proliferar algunos negocios pijos especializados en café. Los llevan barbudos tatuados que anteayer estaban haciendo cortes de pelo por treinta euros con degustación de cerveza. El propio Aldemar me reconoce que hay una antipática moda a la vuelta de la esquina, de la que él se alegra “si sirve para concienciar al cliente sobre la calidad del café”.
Lo suyo, creo, es distinto. Me los imagino a él y a su hermano mirando precios de alquiler en Barcelona y rebajando sus expectativas para acabar abriendo en Sabadell y, no sé, empatizo porque es lo mismo que me ha pasado a mí, no como empresario pero sí como currito. No: Aldemar no es un titán chamánico que esté en posesión de la verdad cafeínica. No puede dar ni quitar carnés de amantes del café, ni ha venido a este mundo a sacarnos de la caverna con sus aromáticas y ciertamente deliciosas infusiones. Es sólo un caficultor con una idea, volver atrás en el tiempo, cada vez más extendida en otras ramas de la gastronomía, y que viene a redundar en el gran dilema actual de nuestra cesta de la compra: ¿es posible seguir siendo buena persona (buen cafetero, buen ecologista, buen lo-que-sea) sin dejar de ser clase trabajadora?
En Colombia, me cuenta Aldemar, el gobierno prohíbe cualquier cultivo cafetero que no sea de arábica para proteger la variedad autóctona del país. Es un ejemplo de estatalismo frente a la agitación de individualidades caprichosas en la que nos hace bullir el mercado, con la consiguiente culpa cada vez que, por necesidad, falta de tiempo o puta vagancia -tras horas de machaque laboral- compramos algo envasado en cuarenta plásticos o, en este caso, café industrial, pocho y barato.
Yo no quiero beber café industrial, pocho y barato, quiero beber café orgánico, cien por cien arábica y cultivado a 1400 metros sobre el suelo, pero a veces tendré que alternar, sin martirizarme. El propio Aldemar acierta a definir la situación tendiendo un puente, de nuevo, entre cafetos y viñedos:
—Yo no entiendo de vinos, pero si quiero disfrutar de una buena copa, estoy dispuesto a pagar por la experiencia. Y si lo que quiero es emborracharme, tal vez me conforme con Don Simón.
Porque, así como hay cafés y cafés, también hay días y días.
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