Todo lo que no me gusta de comer una hamburguesa
Mezclas de ingredientes sin ton ni son, carnes de calidad regulera, salsas imposibles o industriales que acaban en tu ropa y aroma eterno a barbacoa: ¿son las hamburguesas el peor de todos los males?
¡Qué le vamos a hacer! No somos perfectos: a veces se nos desparrama la yema de un huevo frito en la sartén, y otras, quemamos un guiso. Sin embargo, podemos estar tranquilos: nuestra imperfección no llega a la altura de la hamburguesa, ese invento infame diseñado para hacer EL MAL.
Vaya por delante que estos labios, que en adelante van a soltar mi opinion más impopular de todas -y tengo un surtido que ni Cuétara-, jamás han sido rozados por la hamburguesa del payaso ni por la del rey, tampoco por la de aquellos cinco tipos, ni por ninguna de esas que dicen que hay que tener como referentes tanto como para valorar la economía de un país como para ponderar el resto de hamburguesas a las que arrimemos nuestro hocico.
¿Lo véis? El mundo hamburguesístico ya va fatal, si estos son nuestros puntos de partida. Pero hay muchas otras cosas que convierten la experiencia de comerse uno de estos engendros en algo que podrían servirte en la estación de servicio de la entrada de Pantitlan, el noveno círculo del infierno de Dante. A continuación desgranaremos algunos, pero seguro que nos dejamos muchos otros en el tintero: animamos a los afectados a confesarse en los comentarios.
Tropecientos ingredientes
Tal vez sea yo una ignorante en esta materia -no lo descarto- pero en esta ignorancia mía también sé que hay hamburguesas de más calidad: elaboradas con buenos cortes de carne, acompañadas por unos bollos de pan sabrosos, con pepinillos sutilmente avinagrados, con brioches amasados con grasa Angus, aros de cebolla exquisitos, chutneys que ponen tus papilas a perrear, con huevos de gallinas que pueden entrenar para la media maratón si así lo desean y lechuga que sabe a vegetal cultivado en el mismísimo huerto celestial de Villanueva de Muyarriba.
Henar Ortega tuvo ocasión de comprobarlo el otro día en el I Campeonato de Hamburguesas de España. Que sí, que todos ingredientes son magníficos. Entonces, ¿por qué emborronamos su excelencia mezclando 55 productos en una superfície de unos 10 centímetros de diámetro? Por separado: bien. Todos juntos: error. Es imposible distinguirlos y ya te digo yo que, por muchos cuentos que te vendan, es muy poco probable que combinen entre ellos. Efectivamente, yo he venido aquí a quejarme del concepto, del formato, de este ensamble de unos discos gordos de carne y tropecientos ingredientes entre dos panes de consistencia blandengue. Porque, en realidad, lo de comer hamburguesa sin los panes, con cuchillo, tenedor y unas patatillas y unos pepinillos de acompañamiento, tiene mi 10.
Carne regulera (mal) disfrazada
No tengo muy claro si es causa o efecto del punto anterior, pero sí que van en paralelo. ¿Fue el hamburguesero el que decidió mezclar 25 mejunjes y 12 acompañamientos para disimular una ternera securria y algo pasada? ¿O el que, ante la demanda general de fantasía, luz, color, purpurina y raves hamburgueseras optó por dejar la carne de calidad para otras preparaciones donde ésta se valorara como debe? ¿Es el comensal el que elige la hamburguesa y es el hamburguesero el que quiere que sean los vecinos la hamburguesa? Sea como sea, con esto también nos la meten doblada.
Calorías densas como un agujero negro
La hamburguesa me parece uno de los peores inventos gastronómicos, compitiendo por el podio con las ensaladas en gelatina y los helados pasados por la freidora. Lo voy a decir: yo antes me quedo sin comer que atascarme las tragaderas con una hamburguesa, por todo lo anterior y porque tiene esa densidad en ingredientes y calorías tan suya que se acerca peligrosamente a la de un agujero negro. ¿Cómo te sientes cuando terminas de comerla? Pues claro: como si te hubieras metido entre pecho y espalda el de la galaxia IC 10 X-1, un agujero negro unas 30 veces más pesado que el Sol. Que te aparezca un campo gravitatorio a tu alrededor ya solo es cuestión de tiempo, de muchas hamburguesas, del sedentarismo (y de algunas cosas más que un nutricionista puede contarte al dedillo).
Te tienes que duchar después de comerlas
De verdad, que a mí lo que me molesta no es mancharme las manos y los morros cuando como, pero una cosa es tener que secarte las comisuras y las puntas de los dedos y otra muy distinta es tener que pasar por la ducha después de comerte una hamburguesa. ¿Por qué demonios se desmorona SIEMPRE? ¿No veis que ese pan haciendo ¡catapluf!, desapareciendo, es un error mayúsculo? “La hamburguesa, modo de empleo” es la novela que me gustaría que Georges Perec hubiera firmado. Porque, que levante la mano quien no termina con todas las manos, la nariz, la barbilla, los codos y unas buenas medallas de grasa en la camiseta y los pantalones cuando come las reinas de la carne picada.
Y mejor que lo hagas en traje de neopreno
Mira, es que ya no es solo el pésimo funcionamiento de la mayoría de extractores de humo, que harán que huelas a parrilla toda la semana. Es que incluso tu acompañante y los vecinos de la mesa de al lado terminan pringados de jugos y salsas que salen disparados. Hay que decirlo más: las hamburgueserías son un lugar donde se libra una suerte de sutil batalla campal con comida en la que no solo se permite, sino que se paga por irse a casa con una buena parte del menú integrada en la piel, el pelo y la ropa. Tal vez esa cantidad extra de comida que nos llevamos incorporada es la razón por la que un menú de hamburguesa, patatas y bebida que tú mismo tienes que ir a pedir y a veces hasta recoger cuesta tanto como o más que un menú del día de primero, segundo, vino y postre que te sirven en la mesa.
Salsas sin ton ni son
Mayonesa de lemongrass ahumado con miso y extracto de Santo Sudario. “Salsa secreta” que sale de un bote de 5 kilos comprado en Makro. Coulis de tomate con Pedro Ximénez y chalotas (ya te lo traduzco: mermelada). ¿Y qué decir del ketchup? Esa salsorra horripilante, la peor de todas las salsas, ya que la mayoría de veces, si no es casera –y, para qué engañarnos, nunca lo es– sabe como debe saber el vómito de gaviota de la Barceloneta que se indigestó a las 4 de la madrugada tragándose una paloma. ¿Ketchup de kimchi? Tampoco. No hablemos ya de ese insulto a la mostaza que viene en biberones amarillos: a la planta de donde salen sus granos le darían ganas de extinguirse si se enterara en qué desastre alimentario la convierten algunos. Para los que se atreven a comer hamburguesas con esa dulcísima salsa teriyaki que se estila por aquí, no me cabe duda de que eso cuenta como postre: dicen que a la quinta vez que lo pides con mayonesa de bacon te hacen descuento para un by-pass.
La glamurización de la inanidad
Sobre lo de los cocineros reputados que firman contratos con grandes hamburgueseras para glamurizar su comida basura y sobre lo de ser un adulto y desperdiciar el pescado comiéndolo como hamburguesa ni voy a entrar, porque me da que suficiente animosidad me he granjeado ya. Sin embargo, reconozco que lo de las hamburguesas vegetarianas y veganas no me parece tan mal, pero tampoco las entiendo: ¿qué gracia tiene comer un conglomerado de cereales y/o legumbres más o menos especiados entre dos panes especialmente migosos? ¿Es que todavía no hemos aprendido nada de las pitas con falafel? Y no me vengáis con que a eso no podemos llamarlo hamburguesas, que os ponéis muy pesados con las nomenclaturas y la comidista y nutricionista Raquel Bernácer ya habló de ello en su momento.
Solo me queda añadir que tengo grandes esperanzas para la hamburguesa: espero que en esta década que dejamos atrás se queden las hamburguesas y sus mil renovaciones, por vuestro bien, por el mío (tanto odio no es bueno, lo sé) y por el del planeta. Greta Thunberg está conmigo: menos hamburguesas y más lentejas.
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