¿Por qué los restaurantes son cada vez más parecidos?
Apariencia "vintage", carteles y pizarras con letras supuestamente escritas a mano, mesas para compartir de madera, sillas de pupitre... ¿Acaso todos los restaurantes se están convirtiendo en lo mismo?
Confieso que soy esa clase de viandante presuntuoso que le pide una comunicación imposible al paisaje urbano. Me gusta que los comercios tengan algo que decir; y de forma más concreta y engreída, me gusta que tengan algo que decirme a mí. Por eso me aplasta asistir como convidado de piedra al ocaso clónico de las ciudades. Algunos negocios parecen multiplicarse de la noche a la mañana como bolas de pelo brotando de la espalda húmeda de un Gizmo tembloroso. Este efecto gremlin sucede, ya se sabe, en los barrios antaño considerados humildes que están punto de engordar la lista de víctimas de la gentrificación.
Hablamos de take aways de madera cutre, decorados con objetos aleatorios que pretenden inspirar la palabra vintage en tu cabeza, con promociones de 2x1 anunciadas en pizarras de letra manual, una caligrafía que florece en tiza. Pero, también, de bares de pinchos delicatessen que replican los mismos trucos estéticos para llamar la atención mediante objetos decorativos que, con criterio más bien aleatorio, inspiran “antigüedad” (lámparas góticas, señales de tráfico oxidadas o relojes abuelescos). Si somos lo que comemos, la epidemia estética que clona los restaurantes, desnaturalizando barrios y homogeneizando la oferta, también podría decir mucho de nosotros como sociedad.
Reformas rápidas y furiosas
Para tratar de entender por qué los bares tienden a parecerse cada vez más entre ellos me pongo en contacto con Juan Esturao. Por la noche se indentifica como cofundador e integrante del Cosmonauta Tropical, desde cuyas páginas se han escrito algunas de las chifladuras sobre estética urbana más influyentes de la literatura subterránea, pero por el día -es decir, detrás de las risas- trabaja de arquitecto en un estudio de Santiago de Compostela que tiene en la reforma de restaurantes una de sus especialidades.
Esturao me cuenta que hoy los clientes que van a abrir un negocio hostelero acuden con las siguientes prioridades: “Que sea barato y que se haga rápido, porque los alquileres son muy, muy caros. La obra no puede durar nada porque tiene que ser todo para ya”. A nivel estético, “se piden conceptos vagos: que parezca antiguo, que haya madera, calidez, familiaridad, que sea abierto… Básicamente repiten las palabras que se escuchan en la tele”.
Reformas rápidas y furiosas, en las que cada minuto de demora hasta la apertura es dinero perdido. El traslado automático de ideas muy generalistas —y televisivas— contribuye a fomentar los “locales piloto”; una tendencia que lleva a las ciudades a estar atravesadas por una suerte de franquicias invisibles. Se multiplican los bares y restaurantes que, aun siendo cada uno de su padre y de su madre, comparten enclaves estéticos que los unifican. La urgencia y la limitación presupuestaria ayudan también a que se popularicen soluciones cada vez más habituales, como la madera de plástico. “Un suelo de madera de plástico vale 20 euros el metro cuadrado”, me explica Esturao, mientras que “si el suelo es de madera de verdad, cuesta 50”. El auge del plástico y la necesidad de ahorro están directamente relacionados. “Lo que es caro hoy en día es la mano de obra, y las cosas de plástico se ponen solas”, amplía el arquitecto, “para utilizar materiales de verdad necesitas carpinteros, mano de obra más especializada, más tiempo de trabajo… Si tienes mucha pasta puedes hacer lo que quieras, pero si eres una persona normal que tiene 20.000 o 30.000 euros ahorrados y va a pedir una hipoteca para hacer el local, tienes que recurrir a otras soluciones.”
En el delirio urbano es cada vez más habitual encontrarse con negocios fugaces que, a su cierre, son reemplazados enseguida por otros que han completado su plasticosa reforma en un plazo supersónico. En ese nervioso póker de cartas comerciales uno puede encontrarse con todo tipo de malas ideas de diseño. Del mismo modo que hay conceptos -“calidez, familiaridad, abierto”- que flotan en el ambiente intelectual de las reformas como nubes de tags, las redes sociales también han ayudado a crear referentes no siempre posibles ni deseables. Pienso, por ejemplo, en un comercio de sushi para llevar al que fui hace unos días en el barrio de Sant Andreu y que estaba decorado como un candy bar.
Le pregunto a Esturao cómo es posible gestionar ese tipo de riesgos. Se encoge de hombros: “Hay clientes que confían en ti porque conocen el trabajo que has hecho y se dejan aconsejar. No es que les impongas el local a tu gusto, pero acuden a ti para que les hagas propuestas y les orientes. Otros vienen y te dicen: ‘Quiero esto, quiero esta foto de Pinterest, la quiero’. Se tuercen. Y da igual que les expliques que, a lo mejor, esa idea no tiene mucho sentido por razones técnicas. Realmente la quieren y no hay mucho que hacer. El cliente que tiene experiencia en hostelería, al que luego le va bien, te contrata a ti para la reforma y el interiorismo, y luego a una buena empresa de maquinaria de hostelería, que se la mantiene, y demás. Pero está ese otro tipo de cliente que se monta un bar como si se montara una tienda de chuches porque quiere tener un bar y ya está”.
En cuanto a los objetos decorativos vintage, me hace la siguiente confesión: “Una vez recibí a un fabricante que me vino con un catálogo gordísimo de objetos que se podrían definir como ‘cosas viejas nuevas’. Eran artículos que venían de China. Las compraban en contenedores de cosas aleatorias. Fabricaban lámparas envejecidas, cachos de cuerda, tablas… Había unos volúmenes inmensos y era todo baratísimo”.
En términos de diseño, no estamos hablando de otra cosa más que de una moda. Artur Galocha, director de arte de las revistas Líbero y Retina y portadista de algunas de las cubiertas más memorables de Libros del KO, me cuenta que “desde hace unos años, con la burbuja hipster y el rollito vintage, muchos restaurantes y bares se fueron hacia ahí. Es barato y efectivo, ya que viene de peña creativa de Brooklyn que no tenía un duro. Con cuatro palés y un par de bombillas viejas montabas un local. Pero se fue de madre, todos los bares que abrían eran así: hasta McDonald’s copió cosas.”
Respecto a la decoración, Galocha entiende que “el diseñador, a diferencia del artista, debe jugar con los códigos que existen en la sociedad. Romperlos a veces y evolucionarlos siempre, pero la decodificación debe estar en el usuario, para que el mensaje, que es lo importante, le llegue”.
La fiebre caligráfica
Dentro de ese pack de artificios hosteleros que se han vuelto virales en los últimos años, el que más me intriga es el de los carteles con rotulación manual o tipografías que la simulan. ¿Cuántas pizarras decoradas con letras que nos remiten a aquella odiosa campaña de Estrella Damm, “mediterráneamente”, están tratando de captar nuestra atención? ¿Cuántos sitios de tapitas, de comidas para llevar, de cafés, de copas? ¿Cuántos gastrobares y cuántas tabernas de toda la vida?
El recurso se llama lettering. Se define a menudo como el arte de dibujar letras. Es una técnica de diseño cada vez más habitual en el marketing que da un sentido estético a la caligrafía manuscrita para transmitir una sensación de cercanía, frescura o mimo artesanal. Pero si un restaurante pijo de 35 euros el plato y un local de menú tratan de seducirme con el mismo truco, ¿cuál es su sentido?
Sobre el lettering, vuelvo a preguntar a Artur Galocha. “Si lo usas sabes más o menos a qué bar representas y lo que te vas a encontrar: cómida callejera, buen rollito y precios más o menos asequibles, en teoría. El diseño, la decoración y el lettering son parte del mensaje que quieren dar los bares. El diseñador lo que debe hacer es proponer otras cosas que envíen un mensaje claro y se aparten de eso, que huyan de esa saturación. Entiendo que, si el cliente ve que funciona, pida eso, pero al cliente hay que educarlo.”
Me preocupa el lettering porque me preocupan las ciudades, la gastronomía y el paisaje. De alguna forma, he acabado adoptándolo como un enemigo porque veo en su sinuosa pincelada el bisbiseo de una serpiente que me quiere hacer morder manzanas de madera (de plástico). ¿Soy yo solo? ¿A la gente de verdad le comunica franca simpatía ese estilo?
“El lettering o, mejor dicho, rotulación, no es un estilo, sino el trabajo de dibujar letras, sean del estilo que sean”, me corrige Juanjo López. Juanjo es un diseñador que, aunque admite sentirse más identificado con su labor como creador de tipografías, ha encontrado en el lettering un nicho de trabajo importante. “La rotulación lleva unos años renaciendo de sus cenizas porque su estética encaja muy bien con un tipo de negocio que está en boga: el mundo de lo artesanal. Las cervezas artesanales, el pan de masa madre... Creo que, en parte, es un tipo de negocio que pega con los tiempos de crisis, el no parecer lujoso sino auténtico”, admite.
Sergio Jiménez es un ilustrador autónomo especializado en esta práctica, para quien el lettering “suele tener una base caligráfica y un peso fuerte en el grafismo, por lo que se basa en tomar decisiones sobre la estructura del dibujo y su apariencia”. Para él, “hacer lettering tiene que ver sobre todo con dibujar”. Sergio ha colaborado con agencias de publicidad como Dalziel & Pow London, Sra Rushmore o Attik London, junto a las que ha entrado en contacto con marcas como Primark, Vodafone o Coca-Cola.
Le pregunto por qué cree que triunfa tanto en el mundo de la restauración. Me explica que es "un método de escritura donde el que escribe no podría repetir una letra exactamente igual jamás”, pues “la escritura refleja un gesto íntimo, torpe, algo que casi se puede tocar y oler”. Tengo la sensación de que la campaña de Estrella Damm “Mediterráneamente” tiene la culpa de todo. Jiménez no lo tiene tan claro, aunque admite que “coincidió con un boom muy sano de la caligrafía y esas letras conectaban muy bien con el tono de la campaña, el espacio de identidad y un público que ya era sensible a esa grafía, con ciertos clichés obre el Mediterráneo, Miró, la vida Erasmus... Son formas aparentemente espontáneas, con textura y gesto, lo que en dirección de arte publicitaria llaman ‘frescura’".
Una metástasis urbana
Cuando nos mudamos, las ciudades nuevas se parecen al catálogo de Netflix durante las dos primeras semanas de suscripción. Lo queremos todo y todo lo apuntamos en nuestra libreta mental de visitas pendientes; pero pasan los meses y lo que al principio nos parecía un catálogo infinito de experiencias empieza a revelarse como un totum revolutum de mediocridades bien pintonas, un horror vacui de cuquismos franquiciados.
Llevo un año viviendo en Barcelona. Antes mi ciudad era Santiago de Compostela. El cambio para mí supuso abandonar la pose de sheriff local que aplica una mirada condescendiente a los alemanes andrajosos que, recién finalizado el camino, entran como manadas de búfalos en las tascas para chupar mejillones, a ser yo el guiri que saluda las bondades de la capital mediterránea con todo su cateto adanismo y llega a sorprenderse de lo simpáticamente decorada que está tal o cual cafetería minutos antes de descubrir, avergonzado, que se trata de una cadena.
Todas esas pizarras que son la misma pizarra, todos esos restaurantes que son el mismo restaurante, toda esa ciudad clónica, en suma, no hace sino redundar en nuestra condición inconsciente de consumidores antes que ciudadanos. Yo mismo empezaba este artículo diciendo que me gustaba que los comercios tuvieran algo que decirme a mí, de forma personal, que es lo mismo que sentarse ante una pausa publicitaria con el deseo burbujeante de que te seduzcan. Ninguna ciudad debería ser un catálogo de Netflix, digan lo que digan sus marquesinas.
La cultura gastronómica es, en teoría, una parte sustantiva de la identidad de los pueblos. Así celebra una comunidad su supervivencia tras el campo de batalla: comiendo. Pero en la chiclosa identidad expansiva del capitalismo, esa identidad “global” puede ser tan lábil como una caligrafía pincelada que inspire “frescura publicitaria”, oxímoron de moda.
Entre un lettering fresco y un pescado fresco hay tanta relación como entre escribir con buena letra y hacer buena literatura. Toda publicidad no es más que engaño o, lo que es peor, autoengaño. El mismo que opera al decantarse por una panadería “artesanal” -anunciada como artesanal con letras gigantes-, o por una frutería “ecológica” (que se reclama como tal en letras aún más exageradas).
Si en el año 2003 Manuel Delgado, doctor en antropología por la Universitat de Barcelona, hablaba de una ciudad de mercado para que las clases medias pudieran pasearse por ella, dieciséis años y una crisis después tenemos a esas mismas clases medias adelgazadas hasta la esquelatura y autoconvencidas, tras años de propaganda institucional proemprendimiento, de que ellos heredarán la tierra del futuro con un bar “abierto, cálido, familiar” que se parezca a esta foto de Pinterest -"a esta, quiero esta"- decorada con cachivaches de catálogo y por un tercio de lo que costaría implicando en su reforma mano de obra cualificada.
Pero eso sí: bonito, moderno, vendible y con exquisita caligrafía. A nadie debería extrañarle que todos los bares y restaurantes empiecen a parecerse entre ellos. Sean de donde sean y ofrezcan lo que ofrezcan en su carta, todos empiezan a hablar la misma lengua, porque la publicidad es un esperanto urbano que ha infectado ya a la gastronomía, y en esas estamos.
El modelo Barcelona
Entre los campos de obsesión de Manuel Delgado se encuentra el estudio del espacio público como campo de representación y la dicotomía entre cultura urbana -que define como “el conjunto de maneras de vivir en espacios urbanizados”- y cultura urbanística (que asocia a “a la estructuración de las territorialidades urbanas”, podéis encontrar más información sobre ambas definiciones en este artículo). En su libro de 2007 La ciudad mentirosa retrata Barcelona como una top model "que ha sido entrenada para permanecer atractiva y seductora, que se maquilla para después exhibirse o ser exhibida en la pasarela de las ciudades-fashion, lo más in en materia urbana. Esa es la Barcelona-éxito, la que está de moda, como lo demuestra la fascinación que despierta en los turistas de todo el planeta que la visitan".
La ciudad mentirosa -que salió a imprenta el año de la caída de Lehman Brothers y el colapso de los mercados financieros- analiza un modelo nacido por y para la gloria olímpica y turística. Han pasado doce años desde entonces y cabe preguntarse cuántas ciudades españolas -o, ah, europeas- han podido barcelonizarse desde entonces. ¿Cómo ha operado el hundimiento socialdemócrata sobre un sector, el hostelero, que más que ningún otro vive de la apariencia?
En el documental de 2003 De nens, dirigido por Joaquim Jordà, Delgado hace la siguiente reflexión sobre el intento por domesticar el llamado barrio chino de Barcelona: “Es como si hubiera dos ciudades, por una parte está la ciudad clarificada, la ciudad de los diseñadores, de los políticos, de los arquitectos… La ciudad que existe en la paz absoluta de los planos y las maquetas. Es la ciudad soñada.” Una ciudad aparente que se contrapone a la ciudad verdadera, en la que “pasan cosas” (y no siempre dignas de mostrarse en el escaparate). “Más que un proyecto de convivencia”, reflexiona Delgado ante la cámara de Jordà, “en Barcelona lo que ha primado es un proyecto de mercado. ¿Y para quién? Pues seguramente para los turistas, los inversores… Una ciudad para que las clases medias puedan pasearse por ella con la tranquilidad que requiere saberla controlada, bajo vigilancia”. Aunque Delgado hablaba de un conflicto urbano muy concreto establecido en el Raval, sus palabras resuenan hoy con un tamiz inquietante, porque podrían estar dichas anteayer sobre otras tantas ciudades que tratan de aplicar un lavado de cara a sus barrios más incontrolables.
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