El mito de las calorías negativas y la verdad de las vacías
La existencia de alimentos con calorías que "restan" es más que dudosa, pero sí hay productos con calorías que no aportan nada. Lo mejor es olvidarse de esta forma de valorar la comida.
Todo Yin tiene su Yang: la Fuerza de los Jedi su reverso tenebroso, cada héroe su archienemigo, la materia su correspondiente antimateria, La SextaTV tiene 13TV y las integrales, sus derivadas. En este contexto es normal que más allá del simplón balance entre ingreso y gasto de energía, se haya planteado la existencia de las anticalorías o calorías negativas. Una especie de agujero negro que presente en algunos alimentos, que contrarrestaría el efecto de las calorías positivas presentes en otros alimentos. Las puñeteras: las que mantienen acojonada a la mitad de la población de esta galaxia (o incluso a más).
El Thanos de esta historia serían las conocidas como calorías vacías, contenidas en alimentos que no ofrecen más que estas calorías. Una explicación maniquea del asunto diría que la existencia de “contrarios” sirve para estabilizar las tensiones de un universo en un precario equilibrio de fuerzas antagónicas. La realidad es que tanta dualidad positiva y negativa responde más bien a la simpleza de nuestros procesos lógicos -bastante ilógicos en ocasiones-, y lo de las calorías es el mejor de los ejemplos, como veremos a continuación.
El origen de la criminalización calórica
Es más que probable que el culpable del perverso invento de las calorías fuese el químico norteamericano Wilbur Olin Atwater (1844-1907). Sin saber que estaba abriendo la caja de los truenos -o eso imagino-, fue él quien publicó allá por 1902 las primeras tablas de composición de alimentos en su obra Principles of nutrition and nutritive value of food. En ella describía el contenido de macronutrientes -hidratos de carbono, lípidos y proteínas- en cerca de 500 alimentos, atribuyéndoles además -aquí está la madre del cordero-, un determinado aporte de calorías.
Vale la pena destacar que, más allá de las tablas propiamente dichas -que están en las páginas 16, 17 y 18- sus contenidos son francamente interesantes, sobre todo teniendo en cuenta los 116 años que nos separan de su publicación. El grueso del mensaje anticalórico, antigrasa y demás de hoy en día deriva en gran medida de la teoría del balance energético -medido en calorías, claro- de esta obra. El libro deja caer casi de soslayo, con objetividad científica y aupando hasta los altares nutricionales la ley de conservación de la energía, que la mayoría de la población tiene todavía grabada a fuego. Por ejemplo, que cuanto menos te mueves y más comes más engordas, que las grasas son el macronutriente que más calorías aporta por unidad de gramo o que cuanta más grasa tomes más difícil será mantener la báscula a raya, y otras cosas por el estilo que a día de hoy deberíamos haber puntualizado de forma biológicamente convincente.
Las calorías negativas no existen, son los padres
El concepto es tentador, tanto que hasta hay un libro titulado Alimentos que hacen que pierdas peso. El efecto de las calorías negativas, pero se trata de un camelo editorial -y conceptual- como un castillo. El planteamiento de las anticalorías sostiene que ciertos alimentos, según su particular composición, requieren que nuestro organismo un aporte mayor de energía para masticarlos y digerirlos que la que finalmente terminan por aportar. De esta forma el balance energético final entre las calorías gastadas en su procesamiento y las contenidas en el alimento resulta negativo... y de ahí lo de las calorías negativas. Es decir, el uso de estos alimentos implica gastar calorías al comerlos y así, cuanto más comes, de eso, más calorías gastas.
Como ya te estarás imaginando, hay un problemilla: esa lista de alimentos es muy corta, y en ella no figuran los cereales de desayuno, los gin-tonics, ni los bollos de nata. Al contrario, esos poquísimos alimentos se caracterizan por aportar muy pocas calorías, ser especialmente fibrosos, naturalmente insípidos y muy poco tentadores al menos considerados de forma aislada (sin otros acompañamientos) con lo que ya podemos decir adiós al invento). Hay decenas de listas que compilan los alimentos con supuestas calorías negativas, en las que se suele incluir el pepino, la lechuga, el apio, el brócoli o los rábanos, que además son más “negativos” cuanto menos cocinados estén.
Aunque es cierto que la composición de los alimentos en grasas, proteínas, hidratos de carbono y fibra -y su mayor o menor procesamiento culinario- van a influir en el gasto calórico empleado en su utilización -el llamado “efecto termogénico de los alimentos” en términos académicos- resulta imposible en la práctica mantener un adecuado estado de salud comiendo solo alimentos como los anteriormente mencionados.
También hay quien sugiere que, a la hora de considerar el balance calórico de un alimento -positivo o negativo-, se ha de tener en cuenta también el esfuerzo que se invierte en conseguirlo. Por ejemplo, comer las sardinas que cada uno haya pescado, frente a las que se hayan comprado en el súper, facilitaría que a las sardinas pescadas se les atribuyera una mayor carga negativa de calorías que a las compradas. Y así con todo, con las manzanas, el solomillo de toro de lidia, los tomates, etcétera. Lo cual es de una obviedad superlativa, pero ahí queda para quien pese a todo quiera justificar lo de las calorías negativas con argumentos extemporáneos. Al final, en este caso, no se trataría de calorías negativas en los alimentos si no de facilitar -o no- el famoso balance energético negativo en el sujeto, del que hablaremos más adelante.
Las calorías vacías tienen más sentido
Más allá de las calorías negativas, el concepto de calorías vacías sí merece la pena ser considerado, en especial por la naturaleza de los alimentos a los que afecta. Hace referencia a productos de escaso o nulo valor nutricional salvo que solo aportan calorías o poco más. Ni fibra, ni vitaminas, ni minerales, ni ácidos grasos o aminoácidos esenciales: solo calorías. Los ejemplos más evidentes serían el propio azúcar y derivados como los refrescos azucarados, las chucherías, la miel, muchos snacks y aperitivos o las bebidas alcohólicas. En todos ellos, aunque alguno aportara cualquier cosa digna de ser destacada, no habría nada que no se pudiera encontrar en mayores cantidades en otras fuentes alimentarias, sin el desorbitado peaje de calorías.
Se trata de productos que invitan a ser consumidos en cantidades importantes o con una probabilidad alta de hacerlo -muchos son bebidas-, especialmente sabrosos y apetecibles (lo que hace aumentar el riesgo del consumo excesivo). Para que te hagas una idea, casi todos estos productos con calorías vacías pertenecen al grupo nº4 de alimentos clasificados según su grado de procesamiento. En pocas palabras, lo que más conviene evitar, por su exceso de calorías, por su falta de valor nutricional o por la presencia de elementos poco deseables (grasas trans, azúcares, exceso de sal, etcétera).
El paradigma calórico
En definitiva, este paradigma calórico que coarta nuestras decisiones de forma significativa fue planteado hace más de 100 años, en el contexto de la época. Apelando a la famosa ley de conservación de la energía que mantiene que la energía ni se crea ni se destruye; se transforma. En relación al tema ponderal, esta ley justifica que el peso de cada uno es el reflejo del balance entre las calorías que ingresa con los alimentos y las que gasta de la forma que sea (el metabolismo, el ejercicio…). Y ya.
Desde un punto de vista teórico -el de la física teórica-, es preciso reconocer que este planteamiento es difícilmente cuestionable. Pero aplicar esta ecuación a los sistemas biológicos con el conocimiento que se tenía en la época es bastante más complicado. No tenían ninguna culpa, simplemente la investigación de estos asuntos estaba recién estrenada. Hoy tenemos pruebas más que suficientes para considerar que, en términos biológicos -los que nos competen y comprometen-, una caloría no es una caloría: el panorama cambia en función de su procedencia y de la matriz alimentaria en la que se presente.
Además, también varía en función de las personas, de su variabilidad endocrina, la biológica, genética o llámala como quieras. Y además, y no menos importante, a todas esas diferencias hay que sumar el contexto social del alimento en cuestión: su precio; las campañas de márquetin, las costumbres sociales y culturales, las preferencias de cada cual, etcétera. En este contexto se hace imprescindible mencionar este artículo de Luis Jiménez, en el que se hace eco de una de las últimas investigaciones en este contexto: Energética de la Obesidad: regulación del peso corporal y los efectos de la composición de la dieta.
Contar calorías no es el camino, a la luz de lo que hoy se sabe. A pesar de que buena parte de la parafernalia nutricional las haya puesto, en su día en el centro del mapa (y ahí siguen). Este trabajo nos lo recuerda, y debiéramos tenerlo bien presente: “La salud pública debe dirigir sus esfuerzos hacia el consumo de alimentos como tal […] y dejar de promover mensajes centrados en las calorías que [al final solo] sirven para atormentar y crear más víctimas, y con ello posiblemente exacerbar las epidemias de obesidad y sus enfermedades relacionadas”.
El chollo del “todo a 100” -o menos- en las calorías
Lo que verdaderamente le importa a la industria de lo ultraprocesado es tranquilizar al consumidor en base a sus temores, y cómo estos se concretan en gran medida en la ausencia de las terroríficas calorías; han encontrado el filón perfecto para vender muchas de sus marranadas: mencionar que estas tienen un número contenido de calorías. Desde menos de un centenar -esta parece ser una cifra fetiche- a cero. Cero es el Santo Grial de las inmundicias procesadas. Así, no es difícil encontrar alegaciones en barritas energéticas del tipo “menos de 70 kcal por unidad”, refrescos zero, patatitas y snacks “light” y así con todo.
En el mayor absurdo de la descontextualización, tenemos un anuncio de un pan que se nos anuncia, ventajoso, como el pan “ligero” de 99 kcal. No obstante, una mínima investigación arroja un decepcionante resultado, ese pan tiene las mismas calorías que cualquier otro pan por cada 100 g, es decir en el entorno de las 250 kcal. En este juego de manos digno del más avezado tahúr, las famosas 99 kcal se alcanzan -o más bien no se superan- cogiendo poco pan. Ese pan es el mismo que todos cuando se coge una cantidad similar. Sorprendente, sí. Pero ahí está el anuncio y su llamada de atención acerca de sus “pocas” calorías.
Al final, al poner las calorías en el altar se pone el acento en una cualidad que no debería anteponerse a muchas otras muchísimo más importantes, como la calidad nutricional, al completo, de ese bocado que nos vamos a llevar a la boca.
Juan Revenga es dietista-nutricionista, biólogo, consultor, profesor en la Universidad San Jorge y miembro de la Fundación Española de Dietistas-Nutricionistas (FEDN). Ha escrito los libros Con las manos en la mesa y Adelgázame, miénteme.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.