Cuando las copas eran de helado
Es difícil imaginar algo más veraniego que las copas de helado, con su nata, sus frutas y sus bengalas. ¿Qué fue de ellas? ¿Qué llevaban? ¿Deben volver? ¡Dentro investigación viejuna!
¿Es posible imaginar una imagen más veraniega que la de una enorme copa de helado, con sus palmeras y sus bengalas, cuando cae el sol en un sitio de costa? Las copas de helado son al verano lo que el churrigueresco es al arte: exceso, glorioso exceso. Los polos, por mucho que ahora los mitifiquemos, eran casi de consumo diario en los tres meses que la escuela estaba cerrada, mientras que las copas eran un grial de la gordunez que generalmente estaba fuera de nuestro alcance. O al menos eso es lo que me parecen a mí desde que en los ya lejanos veranos de los ochenta de mi niñez las veía consumir a los turistas alemanes y holandeses en el Bar Bona, de Platja d’Aro (en la Costa Brava).
Aquellas copas, entonces anunciadas con una pintura chillona y esquemática sobre un cartel pintado en un cristal (donde también se ofrecían sangrías, tisanas y tequila sunrises), estaban presentes en todas y cada una de las mesas de la terraza. Torres de Babel de nata y frutas con una bengala en equilibrio precario coronándolas, sobre las que nuestras madres indefectiblemente nos decían "no te la pidas que no te la vas a acabar". Como todas las prohibiciones, yo quería saber si el paso del tiempo había mitificado en mi memoria esas copas, por lo que decidí ponerme a investigar quienes las consumían, qué llevan, y qué queda de ellas hoy en día.
Mi primer paso es dirigirme, literalmente, a la fuente. El Bona, abierto desde 1957 en la calle más concurrida de Platja d’Aro, lo dirige ahora la misma generación que jugaba conmigo en verano. "Aunque ya se hacían las típicas copas con bolas de helado, hacia mediados de los sesenta mi madre y mi tía descubrieron las copas con nata y frutas en un viaje a Roma, y a partir de entonces las comenzamos a servir así", cuenta Olga Tauler, actualmente a cargo del establecimiento. Una historia similar cuenta Carme Fontrodona, propietaria de varias heladerías en Malgrat de Mar, en entre ellas la histórica Stella Maris, de 1962.
"Mi padre montó un pequeño quiosco para venderle aguas a quienes acampaban en la playa de la Pineda. De ahí, comenzó con otros productos. Al principio, los turistas se llevaban barras de helado, de las clásicas del corte con barquillos, y lo preparaban ellos mismos. Cuando yo era pequeña sólo existía el clásico arcón con dos tapas, en el que había barras de corte, almendrados y poco más. Yo me pasaba las vacaciones en la tienda, pero no era tan divertido como suena, sino que era más bien aburrido, porque no se estilaba lo de irse de colonias".
Fontodona afirma que el game changer fue un cambio tecnológico. "Lo que verdaderamente cambió todo fue la evolución en las neveras y las vitrinas. Las primeras vitrinas de helado eran más pequeñas, sólo tenían nueve cajones; cuando se multiplicó su capacidad, se disparó la oferta de los sabores y con ello las posibles combinaciones de las copas. Y los helados entran sobre todo por la vista". La heladera comenta también que en aquella época los helados, aún muy industriales, "eran durísimos, y costaba mucho hacer bolas con ellos, porque las cubetas eran muy grandes y el helado se mantenía a -20º, cuando ahora la temperatura de servicio habitual es de unos -15º".
La demanda, en ambos casos, la impulsaban los guiris. "Comenzaron a demandarnos sabores que nos parecían muy exóticos. Por ejemplo, con el Mundial 82 llegaron un montón de italianos que nos pedían helado de stracciatella. No teníamos ni idea de qué era eso, pero al año siguiente ya estaba en todas las tiendas de la costa", cuenta también Fontrodona, quien ahora ya sólo sirve helado artesano en las tres tiendas que regenta con su marido (que es quién lo fabrica personalmente), destaca que "nosotros nos fijábamos mucho en los sitios más grandes, en Lloret y en Platja d’Aro, en Calella, que marcaban la tendencia".
El turista, según cuenta, las consume de un modo distinto a como lo hacemos nosotros, tanto en lo que se refiere a horarios -es habitual ver turistas que sustituyen la comida del mediodía por una copa de helado, aunque también las toman por la noche- como en cuanto a sabores. Concuerda con ella Tauler, quien dice que los clientes que más las consumen son "los del Norte de Europa", que las piden cuando cae el sol. Ambas afirman que las copas que mayor salida tienen son aquellas que llevan fruta -en particular, fresas- y nata. El best seller del Stella Maris es el Banana Split, una copa, por cierto que no se origina en Italia sino en Estados Unidos, puesto que generalmente se atribuye su invención a un farmacéutico de Latrobe, Pennsylvania, llamado David Evans Strickler.
Esta conexión farmacéutica de las copas de helado no debiera sorprendernos, puesto que desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX era habitual que muchos drugstores de Estados Unidos contaran con un mostrador en el que se servían helados y batidos, inmortalizados a menudo en el cine y el arte.
Pero esta larga tradición, ¿significa que no se innova en el terreno de las copas? ¿Seguimos anclados en la misma estética de la sombrillita y la palmera de espumillón? Aquí es cuando acudo a una tercera profesional, y nada menos que de esa potencia heladera que es Italia. Patrizia Breggion dirige la Gelateria Alberto de Mojácar junto a su marido y propone en su carta trampantojos de espagueti (muy típicos, por cierto, en las heladerías alemanas), de hamburguesa, de entrecot o de huevo frito con patatas fritas.
"Cada año intentamos incorporar novedades a la carta. Además de innovar en los sabores, también hemos ido incorporando helados veganos o sin gluten, porque el cliente los pedía. En general, el consumidor se atreve más con sabores nuevos y, sobre todo, con texturas distintas, aunque siempre aparece algún despistado que pregunta por el helado de tutti frutti. Pero en las presentaciones preferimos jugar con el corte de frutas que con la bengala, que nos parece poco higiénica, o con otros elementos de plástico, que son un gasto innecesario".
Marco Miquel, heladero él mismo -de la Gelateria Miquel, de Denia, fundada en 1953 y presidente de la Asociación Nacional de Heladeros Artesanos- destaca que "el consumo de la copa de helado, según el consumidor ha ido madurando, se ha reconducido de los bares y restaurantes, donde quizás lo que se oferta es más bien un postre helado de pastelería, hacia las propias heladerías artesanas". "Se ha desestacionalizado un poco y hemos vuelto a la copa de metal pequeña en la que caben dos bolas", añade Fontrodona, quien sugiere que "ahora es más habitual comerte helado durante todo el año, por lo que la copa igual ya no necesita ser tan grande y sorprendente". No hace falta llegar, por ejemplo, a la copa de veintidós bolas que sirven en la tienda Desert Day en Bangkok, o la de veinticinco de Margie’s Candies en Chicago. "La más vendida para nosotros es la básica de tres bolas con nota", cuenta Tauler, con la que no había hablado desde hacía más de un cuarto de siglo.
El aire vuelve a oler de repente a arena y aftersun, pero ya no suena de fondo Tarzan boy en una radio lejana, ni están algunas de las caras adultas de las instantáneas descoloridas de esos veranos en la Costa Brava. También ha desaparecido el cartel pintado de las copas del Bar Bona: "A partir del año 2000, las copas perdieron popularidad, y cambiamos el cartel por uno con fotos de los bocadillos y gintonics. Ahora podemos vender de doscientas a trescientas copas por temporada, mientras en la época del boom vendíamos unas mil". ¿Logré yo por fin pedirme una de ellas? Sí. Un año, por mi santo, después de insistir y rogar, mis padres accedieron a que me pidiera una. Naturalmente, elegí la más espectacular: llevaba trozos de melocotón almíbar, tres bolas de helado, nata y la prescripitiva bengala. Y, tal y como había profetizado mi madre, no conseguí acabármela.
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