Mollete: la amabilidad hecha pan
Los andaluces lo toman a diario. El resto de España comienza a adorarlo. ¿De dónde sale el mollete? ¿Qué tiene este pan pequeño, plano y tierno que tanto nos entusiasma? ¿Dónde hay que ir a comprarlo?
Que no te guste el mollete es casi tan difícil como que te toque el Euromillón, que te mate un meteorito o que te caiga bien Cárdenas. Todo en este pan pequeño y plano está hecho para complacer: el tamaño invita al mordisco; la ternura lo convierte en accesible para todos los públicos, y la suavidad le permite combinar con casi todo. Por tener, tiene hasta un nombre con gancho, que convierte la temida molla en algo simpático e inofensivo.
Diciendo esto no descubro la radiación de Hawking: el mollete es producto de consumo cotidiano en los desayunos de Andalucía, su tierra de origen y hábitat natural. La micronovedad es que cada vez se ve más fuera de allí, y en lugares no precisamente tradicionales. Los encuentras en los menús de chefs superdotados, como Albert Adrià (Tickets y Bodega 1900) o Ever Cubilla (El Señorito). Los reivindican en la Cafetería HD, en Kulto, en El Porrón Canalla y en otros lugares por todo el país. ¿Son tendencia? No me atrevo a afirmarlo, entre otras cosas por la tirria que le tengo a esa expresión, pero me gustaría que así fuera: tras el reciente embobamiento con su primo chino, el bao, suena inteligente apostar por un producto similar pero autóctono.
“La moda del mollete se está extendiendo al resto de España porque es cómodo de manejar y muy versátil”, explica José Carlos Capel, crítico gastronómico de EL PAÍS y fan fatal del pan que empieza por eme. “Cuando es bueno, es una golosina impagable. Sabe a trigo pero se integra perfectamente con el sabor de cualquier acompañamiento. Si se sabe preparar da lugar a bocadillos memorables”.
Idéntico entusiasmo muestra Ibán Yarza, nuestro sabio panarra favorito. “Como dice una amiga sevillana, 'el mollete no es un pan, es un universo', y yo casi añadiría que es una forma de vivir, toma ya. Ya en serio, sin duda lo hace especial su ternura, su jugosidad, esa miga que te anima a comer otro y que la creó la diosa Ceres para untar y untar y volver a untar”. Menos poético y más preocupado por la salud bucodental se muestra Pau Arenós, también crítico gastronómico pero de El Periódico de Catalunya: “El mollete es amable y neutral, blanco y pacífico. Intergeneracional, apto para niños y mayores. Nadie teme por sus piños, que hay por ahí cada pan de corteza asesina, que…”.
¿Pero qué invento es esto?
Tenemos claro que el mollete es una delicia. Y también que reina en Andalucía: sus epicentros son Antequera (Málaga), Écija y Marchena (Sevilla), aunque también se produce en Cádiz o incluso en el extranjero (Badajoz). Pasemos a la siguiente pregunta: ¿de dónde sale? ¿Cuándo se inventó? La especialista en historia gastronómica de El Comidista, Ana Vega Biscayenne, ha sudado tinta de txipirón rastreando los orígenes de nuestro querido panecillo. “La dificultad se debe a que 'mollete' sirve como nombre o adjetivo genérico para un montón de panes en distintas zonas de España. La palabra describía cualquier pan que fuese esponjoso y 'muelle' (blando): así lo define el diccionario de Nebrija de 1495”.
En el de la Real Academia de 1734, el mollete es un “bodigo de pan redondo y pequeño, por lo regular blanco y de regalo”. Suena más parecido a nuestro mollete contemporáneo, pero sigue faltando una característica fundamental: ser plano. Las referencias comienzan a ser más claras a partir del siglo XIX: “En 1826 ya se vendían en las tiendas de andaluces de Madrid 'molletes con manteca de Flandes al estilo de Sevilla'”, explica Biscayenne, “y en el libro Glorias de Sevilla (1849) Vicente Álvarez Miranda dice que en invierno 'el vendedor de molletes y panecillos sopla el brasero al amor de cuya lumbre mantiene calientes sus apetitosos productos'. Así que entonces ya se comían recién tostados y rellenos de manteca o mantequilla”. ¿Y recetas? “La única antigua que he encontrado con unos molletes similares a los actuales es la de 'bollos o molletes a la gaditana', del Tratado completo y práctico de confitería y pastelería (1848)”.
Un pan para ricos desdentados
El origen remoto del mollete puede estar en los panes planos y con poca levadura que hacían los judíos y árabes en al-Ándalus. “Si uno mira un poco más allá del estrecho de Gibraltar, sin duda podemos ver panecillos redondos y planos desde el Magreb hasta la India, de diversa índole y factura, pero con un aire de familia”, recuerda Ibán Yarza. Ahora bien, probablemente se trataba de un pan caro por su delicadeza, reservado a los ricos o a las ocasiones especiales de los pobres “como muchos panes que hoy se comen a diario, como la barrita o la viena, que antes en los pueblos los tomaba el médico, el cura y pocos más”.
La estudiosa del pan Eulalia W. Petit, de la web Un Pedazo de Pan, confirma los antecedentes pijos del mollete: “Es un pan blanco refinado, que al ser pequeño tiene más mano de obra y sin apenas corteza. Esto último está en la tradición europea de las clases pudientes, que incluso tenían un sirviente dedicado a raspar la corteza de los panes para así comer un pan tierno. Hay que acordarse también de que las dentaduras eran lamentables a partir de cierta edad de la vida, por lo que un pan descortezado, tierno y jugoso era una delicia”.
El dilema del tostado
Además de contar con una larga historia, el mollete cumple con una condición imprescindible para ascender al Olimpo de los productos y platos españoles: un debate encarnizado sobre su uso que divida la nación en dos bandos irreconciliables. Al estar muy poco horneado y ligado al desayuno, pasa irremediablemente por el tostador o la plancha, y ahí nos encontramos su sin cebolla / con cebolla particular: unos sostienen que hay que tostarlo entero para conservar su miga tierna y húmeda; otros, que está más sabroso si antes lo abres con el cuchillo. Estos últimos, como es natural, son “vilipendiados y despreciados por la primera escuela filosófica molletil”, afirma Yarza.
Capel se inclina por la primera opción: “El pequeño gran secreto consiste en tostarlos enteros por ambos lados hasta que su corteza resulta dorada y crujiente. En ese momento hay que abrirlos e introducir el relleno, mantequilla, jamón, sobrasada, etcétera”. Petit confirma que en los lugares molleteros más tradicionales, como Antequera y Marchena, se procede de esa manera. Sin embargo, el artífice de los reputadísimos molletes de La Conchi (Écija), Juan Bautista Garay, no se moja: “Es algo muy personal. Está bueno de las dos maneras”.
¿Dónde lo compro?
Por muy tierno y muy buenazo que sea, el mollete no se ha librado del devastador efecto de la industrialización, que tanto ha castigado las virtudes de todos los panes españoles. “La mayoría de los que se venden son muy malos”, critica Capel. “El origen 'Antequera', no garantiza absolutamente nada, al contrario: allí no he sido capaz de encontrar ninguno que me guste”. Menos radical, Petit señala que en la ciudad y el supermercado es difícil dar con molletes dignos, pero defiende que hay bastantes hornos que los hacen bien en pueblos medianos y pequeños, “y cafeterías que se preocupan de tener molletes de buenos obradores no industriales, que trabajan a menor escala las masas”.
¿Lugares recomendables para comprarlos? El crítico de EL PAÍS nos da tres: la mencionada panadería La Conchi, en Écija, la panadería Sartenes, en Villanueva del Trabuco (Málaga), y la panadería del pueblo de Espera (Sierra de Cádiz). A Petit le gustan los molletes de la familia reina Corpas en Marchena (Sevilla). Yarza recuerda como deliciosos los de Hermanos Cuesta en Alcalá de los Gazules (Cádiz), donde les ponen matalahúva (anís en grano), y aunque reafirma la baja calidad media de los de Antequera, destaca allí los de las hijas de Antonio Paradas. Y yo añado mi recomendación personal: La Molletera de Antequera, que los vende online.
Los pilles donde los pilles, atiende al consejo de Capel: “La corteza de un mollete no puede estar arrugada como sucede con los que se venden en bolsas de plástico y aguantan días, sino que ha de tener una apariencia lisa, blanca, propia de un pan rústico”.
¿Es difícil hacerlos en casa?
División de opiniones. Juan Bautista Garay no augura un camino de rosas, “porque tienen mucha mano de obra”. “Nosotros utilizamos harina de candeal, agua, levadura agria y un toque de grasa de cerdo ibérico para que quede esponjoso y tierno. Amasamos, hacemos divisiones en pedazos pequeñitos y le damos un tiempo de fermentado en función de la temperatura y la humedad. Boleamos y dejamos fermentar. Bajamos los molletes uno a uno, les damos un quiebro por la mitad, los doblamos y les damos un tercer fermento. Finalmente los abrimos y los cocemos al horno de leña durante unos 20 minutos a una temperatura bastante alta”.
Sin embargo, Eulalia W. Petit lo considera un pan fácil: 4 en una escala de dificultad del 1 al 10. “Lo más complicado es aprender el grosor correcto al estirar las porciones. Si te pasas de fino, no genera miga y al hornear con calor y poco tiempo termina siendo una pita con una gran burbuja interior. Si te pasas de grueso, luego no hay quien lo muerda porque sale un pan-bola en lugar de un pan plano. Y hay que dejarlo fermentar a conciencia para que no se abra en el horno”.
Por si no eres de los que se acobardan, la receta de Ibán Yarza y las múltiples versiones de Un Pedazo de Pan pueden ser tu linterna en la oscuridad.
¿Acabaremos hasta el níspero de molletes?
Me resulta difícil imaginar un futuro en el que me harte de estos panes: sólo pensar en uno relleno de pringá me entran temblores de gustarraco. Sin embargo, reconozco el peligro de que las peores versiones del mollete acaben hasta en la sopa, que en España cuando nos da por algo nos da muy fuerte (inserte aquí su peor recuerdo de los cupcakes). Pau Arenós manifiesta temores parecidos: “Me encanta el mollete: nadie se resiste a uno tostado con aceite de oliva y jamón ibérico de bellota. ¿De qué me quejo? De las cartas clonadas. De los restauradores sin memoria ni imaginación. De que el mollete sea el Único Pan Verdadero. De que el mundo bocadillero haya olvidado otros formatos: en Cataluña, el llonguet, el panet de Viena o la clotxa (¡el súper bocata!). El mollete, para serlo de verdad, tiene que viajar: de Andalucía, de Antequera. ¿No tiene más sentido que las panaderías opten por panes locales y se respete un poco la diversidad?”.
“Yo espero que el mollete tenga un boom boom boombazo”, concluye Ibán Yarza, “pero que sea el buen mollete y que lo haga gente con criterio, buscando la calidad en harinas y procesos, y que entre todos empecemos a valorar los buenos productos y productores. Cosas para la que a veces las modas no son el mejor aliado”.
¿Conoces algún sitio donde vendan o sirvan buenos molletes? Comparte tu sabiduría en los comentarios.
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