En busca del mollete perdido
¿Cómo es posible que ahora ningún mollete me guste, me decía yo a mí mismo, si no ha pasado tanto tiempo? ¿Acaso mi memoria había idealizado su sabor y la textura? Me refiero a esos panecillos individuales, redondos de miga esponjosa y corteza arrugada, tan frecuentes en los desayunos de Andalucía. Se abren por la mitad y, una vez tostados, los clientes de los bares los rocían con aceite de oliva, mantequilla o, lo más suculento, con zurrapa o manteca “colorá” y tropezones del puchero. Tres grasas distintas que siglos atrás se identificaban con representantes de las tres culturas, árabes, judíos y por supuesto cristianos, adictos al cerdo.
Insatisfecho con los resultados pasé 4 horas visitando todas las panaderías de Antequera, supuesta capital del mollete, y de nuevo otro fracaso. Por todas partes molletes ligeros, con escaso sabor y pocas virtudes gastronómicas
Así que estaba resignado a olvidarlos. Al fin y al cabo también han desaparecido otras piezas de semejante tamaño, como el llongueten Cataluña y la francesilla madrileña, de masa esponjosa, una delicia olvidada. Para contrarrestar este mono en algún viaje a Londres me he ido comprando los “muffins” de masa salada (no los dulces como magdalenas) en los supermercados Mark & Spencer. Lo más parecido a lo que yo recordaba.
Y en efecto, justo los molletes perdidos. Densos y pesados pero de masa blanda, mullida, mórbida. Ligeramente ácidos y con un sabor delicioso. ¡ Existen, no era un desvarío de mi memoria¡ El panadero se llama Juan Bautista Garay y su panadería La Conchi.
Me dijo Ruano que no son fáciles de hacer, que se elaboran con masa madre y que la masa es tan líquida que tienen que verterla con cazos. De un modo u otro son deliciosos.
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