Cocaína en la cocina
Es una leyenda que muchos dan por buena pero pocos se atreven a destapar en público. ¿Hay tanta cocaína como dicen en la hostelería? Parece que haberla hubo, aunque actualmente el sector parece tener una nariz más saneada.
Hace unas semanas, el chef de un magazine matinal eslovaco, Ľubomír Herko, era captado por una cámara preparándose una gruesa loncha en directo. No era chopped lo que estaba cortando con su tarjeta de crédito, sino una raya de cocaína del grosor de un Palotes. Como rúbrica a tan estimulante bodegón, dos pupilas como dos pozos de brea y un billetazo enrollado de 500 euros, para que nadie se confunda. El desatino –aunque posteriormente el mismo cocinero aseguró que se trataba de una broma– se propagó por toda la red. El planeta entero vio la sonrisa nerviosa del 'chef farlopero' –como muchos le han bautizado ya–, pero más allá del cachondeo viral, la imagen ha devuelto a la vida uno de los mitos más persistentes del gremio: el estrecho vínculo entre hostelería y cocaína.
Con las manos en la masa
En otros países, la trastienda politoxicómana de la restauración se ha aireado con menos pudor que en España. El reputado cocinero Anthony Bourdain, autor de Confesiones de un chef (RBA), fue uno de los primeros insiders que se atrevió a mostrar las tripas de la hostelería. El infierno que describía era digno de la biografía de Mötley Crüe: suciedad, depresiones, sexo, amoralidad, nihilismo, alcohol y, por supuesto, drogas. En el lado salvaje de los fogones, también tenemos a Jeff Henderson, que se vanagloria de haber pasado de cocinar crack a cocinar alimentos de verdad. O al gran Jason Sheenan, que ha llegado a decir que el 95% de los cocineros profesionales se untan las fosas de talco. Ah, y no podemos olvidar a la famosísima chef británica Nigella Lawson, que según sus asistentes escribía best sellers de recetas con la nariz rebozada, y no precisamente de tempura.
No obstante, en España, un país de adicción fácil donde los haya, este tipo de revelaciones no han trascendido. Solo puedes acceder a ellas conversando informalmente con alguien del sector o escribiendo en Google el nombre de ciertos chefs españoles seguidos de la palabra mágica: cocaína. No hay libros superventas. No hay cocineros kamikazes. No se recuerdan casos sonados de grandes chefs patrios enganchados a la cocaína (y, si los ha habido, se han silenciado diligentemente).
A pesar de semejante discreción, por lo bajini el runrún de que la nieve abunda en las cocinas de muchos restaurantes y hoteles españoles es ensordecedor. Me pregunto si en pleno 2016, con la restauración española en uno de sus mejores momentos, la hostelería y la cocaína siguen viviendo un venenoso idilio. Y queda claro que bailamos una conga en un campo de minas, pues todos los cocineros que entrevisto prefieren mantenerse en el anonimato.
Restos del pasado
Cuando hablas con los cocineros off the record, te pueden hasta dar el nombre de algún chef en activo que va todo el día hasta las cejas. Saben lo que hay, pero como dice el responsable de uno de los mejores restaurantes del distrito de Ciutat Vella, Barcelona: “Es algo que, cada vez más, pertenece a la cocina de la vieja escuela. Son cocineros de cierta edad que consumen, sobre todo, cocaína y whisky. Pero en los restaurantes más modernos y actuales, no es nada habitual. Si detectara algo así en mi negocio, intervendría sin pensarlo”. También contacto con un valor emergente que se ha curtido en algunas de las mejores cocinas de España, hasta afincarse en Barcelona. No ha vivido los tiempos dorados de los viejos chefs con sinusitis crónica inducida. "No he visto ni una sola raya en una cocina, desde que estoy en esto. No he currado con cocineros farloperos. Algo ha cambiado", asegura nuestra fuente. "Lo de los cocineros cocainómanos es de otra generación, los típicos cocineros de oficio que curran en cantinas de hospitales, chiringuitos de 200 comensales por turno... Yo solo me he movido por cocinas repletas de stagiaires –una fase de formación a cambio de alojamiento y comida que suelen pasar todos los cocineros antes de formar parte de la plantilla de un restaurante– compitiendo entre ellos por ser el más rápido y limpio”.
Tampoco tiene pelos en la lengua una de las mejores sumilleres de Barcelona, un testimonio ideal para conocer la perspectiva de alguien que está caballo entre la sala, de cara al público, y el averno privado de los fogones. “En los últimos 15 años el gremio se ha profesionalizado mucho. De todos modos, todavía encuentras cocaína en algunas cocinas, porque no podemos olvidar que todos somos viciosos, a todos nos gusta el alcohol y la risa, y por horarios y entorno, la restauración te lo pone muy fácil”. Quizás demasiado.
La cocina del infierno
Los horarios y la exigencia física de una cocina de alto nivel erosionan con una ferocidad intimidante. Tampoco ayuda el entorno. Las cocinas son espacios claustrofóbicos, se convierten en el único universo del equipo de trabajo que las ocupa, y el consumo es sumamente contagioso. Si entras en unos fogones donde cocaína y sal Maldon comparten protagonismo, es muy probable que acabes mojando la napia donde no debes. “Es un trabajo de riesgo, porque ves a gente disfrutando, bebiendo en la sala, y te apetece ponerte al mismo nivel. Trabajas de noche. Tus compañeros, además, se convierten en tu familia, y sales siempre con ellos. Si toman algo, acabarás tomando", sentencia el restaurador de Ciutat Vella.
"Además, manejas dinero a edad muy temprana. Acabas el turno, y es muy difícil irte a casa, siempre acabas con tus compañeros de cocina por ahí, y una cosa lleva a la otra. Aunque ahora no sea tan común, todos los que hemos estado en esto trabajando hemos tenido alguna anécdota de hace años: yo tuve un jefe de cocina en Ibiza que iba de coca y whisky todo el día, cada día, sin parar”, remata nuestro testimonio.
Ya que estamos, incluso yo puedo contar batallitas psicotrópicas en una cocina. En mis años mozos, trabajé de pinche en algunos restaurantes, y en uno de la zona alta de Barcelona, los cocineros no solo esnifaban nieve a paladas, sino que la vendían por la puerta de atrás. El restaurador de Ciutat Vella asegura que “a veces alucinamos, porque llegan clientes y le piden cocaína a los camareros, ¡como si la pudieran adquirir en el mismo restaurante!”.
A pesar de estos momentos de surrealismo gastrofarlopero, parece que la restauración afronta una era de máxima profesionalización en la que estos comportamientos son un suicidio laboral. “Lo de esconder whisky en la tetera se ha terminado. Piensa que los cocineros de antes empezaban a currar muy jóvenes, llegaban sin preparación intelectual, estaban expuestos al consumo, desprotegidos. Ahora las nuevas generaciones vienen de academias, formadas, es muy raro que consideren la posibilidad de drogarse en una cocina moderna”, concluye mi interlocutor.
Al otro lado de la trinchera
Seguimos conectando por inercia coca y restaurantes, aunque la costra, como dicen los propios implicados, parece ser una herencia del pasado. Pero quiero saber qué piensan desde el otro lado de trinchera, donde se ocupan de las víctimas. En la FAD (Fundación de Ayuda contra la Drogadicción) me aseguran que no tienen datos específicos sobre el sector hostelero, que se centran en la juventud, y no me pueden ayudar. Tampoco consigo nada de varios centros de rehabilitación: se muestran reacios a revelar el porcentaje de clientes que llega de la hostelería, de modo que intuyo que el dato es elevado y no quieren buscarse problemas, o no tendrían reparos en hablar conmigo.
En Proyecto Hombre, sin embargo, atienden a mi cuestionario. Su director en Catalunya, Oriol Esculies, afirma que “la cocaína es la droga que prevalece en la hostelería, como el cannabis en la construcción. Puedes camuflarla, no se nota en exceso que vas drogado, en contraposición a una borrachera. De todos modos, aunque evidentemente tenemos casos de adictos procedentes de la hostelería, la diferencia con otros gremios no es tan abismal como muchos creen”. Esculies admite que el sector no lo pone nada fácil.
“Los trabajos estacionales en el sector son peligrosos, porque puedes estar trabajando a destajo durante cinco meses y luego estar parado tres. Hay que sabe lidiar con eso, es muy fácil caer, porque puedes acabar desestabilizado. El consumo de coca hay que asociarlo a horarios imposibles y a condiciones de trabajo precarias”. No recibo una afirmación categórica de que se trata un gremio de alto riesgo, pero me basta con husmear en diferentes estudios, entre ellos el del Plan Nacional sobre Drogas, para comprobar lo obvio: que hostelería y construcción son los sectores laborales que más consumidores y bebedores generan.
El nuevo rock’n’roll
Desde hace unos años, pues, la nueva gastronomía española opera a unos niveles de profesionalidad incompatibles con los hábitos del chef farlopero de antaño. Pero el boom también ha convertido a algunos cocineros en semidioses mediáticos. La retórica agresiva, tarantinesca y ególatra de los nuevos chefs metidos a estrellas del rock no contribuye a rebajar los tópicos. Imaginad que en mi trabajo hablara así: “Eh, coge la puta salsa y emulsiónala con ese puto aceite, colega. Estamos en la mejor puta cocina del puto mundo, tío, joder, esto es la mierda, hermano. Quiero el mejor puto tartar del puto universo. ¡Buah! Voy a un ritmo que el resto de los humanos no podríais soportar”. Pensaríais que me falta un tornillo, ¿no?
La imagen peliculera que transmiten programas como El Xef, de Cuatro, o Top Chef de A3 es la de una profesión crispada, acelerada, malhablada, arrogante. Es un nuevo postureo fabricado a la medida de un show televisivo de masas donde alta cocina se sirve como un espectáculo histérico, delirante, sembrado de diálogos que parecen copiados de Pulp Fiction. Un manicomio genial. “En mi caso no es así”, me comenta un joven chef barcelonés. “Mucha gente ve estos programas y se cree que los chefs estamos locos y vamos flpando por la vida. Pero según mi experiencia, en los restaurantes actuales de prestigio ni se habla así, ni se grita. Es todo muy aburrido”. Dicho así, parece que en la alta cocina, lo de sexo, drogas y rock’n’roll terminó justo cuando los chefs se convirtieron en estrellas del rock’n’roll. Ahora, en la hostelería manda un nuevo estupefaciente: el ego.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.