El vino se bebe con pajita
En este Madrid Fusión me he dado a la bebida. No de facto -por mucho que lo intente, jamás llegaré al nivel de muchos asistentes al congreso gastronómico, que parecen recién llegados de una maratón por el Sáhara o de 10 años de abstinencia en la Betty Ford-, sino conceptualmente. Lo más interesante que he visto por allí esta semana tienen que ver con el vino, campo en el que se detectan temblores que amenazan su aburrida estabilidad.
Empecé curioseando en el stand de Coravin, un trasto que te permite sacar el vino de la botella sin descorcharla a través de una aguja hipodérmica. Lo ha inventado Greg Lambrecht, un empresario especializado en innovación médica que, cuando su mujer se quedó embarazada, vivió el drama de ser el único que bebe en casa y decidió utilizar los avances en cirugía de médula espinal contra el desperdicio de las botellas abiertas para tomar sólo una copa. Yo no me lo compraría porque cuesta 300 eurazos, pero me parece un artefacto útil para restaurantes y yonquis del vino con posibles.
También probé marcas curiosas -mención especial a Amantia, un interesante vino de hielo de Palencia elaborado con tempranillo, dulce y ácido a la vez-, y algunos cócteles que me hicieron dudar, como el Moji Rose de rosado navarro que servían en el puesto de Pamplona en Saborea España. Pero lo que me dejó con el culo torcido, a mí y a más de un asistente, fue la ponencia de David Muñoz, aparatosamente titulada Sabor+Cocina+Alcohol=Vino y Coctelería.
El chef de DiverXO, que se ha propuesto poner patas arriba las convenciones de esta bebida, mostró junto a su sumiller Javier Arroyo una colección de herejías que pusieron los pelos de punta a muchos entendidos. Añade unas esferas de whisky al champán “para que tenga turba”. Comete varios delitos contra el Riesling al mezclarlo con gotas de jalapeño y mandarina, añadirle unas escamas de sal “para potenciar lo mineral” o verterlo en una copa embadurnada de Palo Cortado, un tipo de Jerez. Y lleva a las Rías Baixas un blanco de La Mancha sirviéndolo en una concha de ostra.
Las tropelías no acaban ahí: copa lavada en agua de mar para un Priorat, aceite de pepita de uva para dar a un vino joven la untuosidad de un reserva, especias marroquíes en un Tokaji húngaro, costra de sal de gusano estilo margarita y más jalapeño en un Borgoña, y granizado de tinto para adormecer las papilas y despertarlas con el mismo vino a temperatura normal. Mi barbaridad favorita fue sin duda la copa de Shiraz tapada con plástico transparente y bebida con una pajita aromatizada con aceitunas negras y extracto del propio vino, explicada con un “pierdes aroma nasal pero ganas retro nasal”.
Como no las probé, no puedo saber si estamos ante genialidades o guarrindongadas. Sin embargo, a pesar de que alguna boutade como la de meter cucharadas de vino en la boca del comensal me suene a tontada, aplaudo el atrevimiento de Muñoz. El ejemplo que utilizó para defenderla no es malo: una gamba roja está exquisita sola, pero eso no significa que no se pueda experimentar con ella, y lo mismo ocurre con un vino, que puede no tratarse como un producto acabado. También explicó que no pretende dar lecciones ni señalar caminos, sino contar el suyo. Ahora bien, lo que más me gusta de su juego es que enfurezca a los puristas más plastas y engolados del mundo de la gastronomía, que sin duda son los del vino.
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