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Columna
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Una receta fácil de pollo frito legendaria

Si no compro más a menudo pollo del Kentucky en España es porque aquí la misma franquicia no lo hace tan rico como en Inglaterra, donde lo probé por primera vez. Que cuando uno come casero y mira de cuidarse, renunciar a darse, de vez en cuando, un capricho no tiene ningún sentido

Pollo frito
FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty
Maria Nicolau

“¡Tú! ¡Que sales por la tele! ¡Dónde vas con una bolsa del Kentucky! ¡Eh! ¡Tú! ¡No puedes ir con eso!”

Un minuto tardé en recorrer, cargando una bolsa llena a reventar en cada mano, el trayecto que atraviesa el aparcamiento y va de la puerta del supermercado a mi coche. Un minuto estuvo el energúmeno gritando a pleno pulmón, a veinte metros de mí, desde una mesita de la terraza de la cafetería del área de servicio, fumándose un cigarrillo. Al llegar al coche me quedé de pie, quieta, con la mano en la manecilla, unos segundos, cansada.

Me vi acercándome a él con paso firme y, contenida, preguntarle si con mi realidad, con mi existencia concreta y tangible, había mancillado la idea que se hubiese podido formar de mí tras verme un par de veces en la tele, y si le debía algo por las molestias.

Me imaginé explicándole, de paso, que ni grandes hazañas ni proezas. Que a mí lo que me hace envanecerme de estupendismo y, de paso, sentirme una adulta funcional son cosas como merendar sentada, guardar lo que queda del arroz en un tarro de cristal en vez de dejar el paquete empezado arrugado y cerrado de cualquier manera en el armario, o acordarme de pillar un par de bolsas de La-Gran-Bolsa-de-bolsas-para-aprovechar que tengo colgando detrás de la puerta de la cocina antes de salir de casa para ir a comprar.

Fantaseé con contarle que en mi casa, cada año, tenemos sólo dos fechas marcadas en el rojo que le corresponde a todo lo que es sagrado en el calendario: la mañana de Reyes y la noche de Eurovisión, y que la noche de Eurovisión se celebra mediante el ritual ancestral de llenar la casa de amigos, hacer apuestas absurdas sobre posiciones y puntuaciones, zarandear pompones y banderitas, cantar como si nos fuera la vida en ello, imitar coreografías, aplaudir llamaradas y compartir una fuente rebosante de pollo frito cocinado en casa según mi receta legendaria. Pero este año el trabajo me devoró, los compromisos me pasaron por encima como un rebaño de cabras, y en reunión de urgencia con el amado cónclave de sabios que forman mis amigos, decidimos que no pasaba nada, y que iríamos a comprar pollo al Kentucky y santas pascuas. Disfrutaríamos igual, porque lo importante era estar juntos y que hubiera pollo. Lo compré y lo tuneé en mi cocina con mi combinación secreta de especias. Me guardé la espinita de la eliminación de Polonia en semifinales en el corazón, y las bolsas de papel del pedido en La-Gran-Bolsa-de-bolsas-para-aprovechar. Esas eran mis bolsas.

Le hubiese dicho que si no compro más a menudo pollo del Kentucky en España es porque aquí la misma franquicia no lo hace tan rico como en Inglaterra, donde lo probé por primera vez. Que cuando uno come casero y mira de cuidarse, renunciar a darse, de vez en cuando, un capricho no tiene ningún sentido. Que toda la información que tenemos sobre alimentación nos tiene que servir para tener más opciones, para poder elegir más sabiamente, para estar más sanos, sentir menos dolor, y ser más felices, por encima de todo. Más libres: no menos. Pero que lejos de eso, los humanos parecemos empecinados en usar la información para fiscalizar al prójimo, buscarle la paja en el ojo, corregirlo. Como todo el mundo sabe, un kit de supervivencia debe incluir una baraja de naipes. Si alguna vez un intrépido explorador se encontrase perdido, lo único que tendría que hacer es sentarse en el suelo en un claro a jugar al solitario. Al poco tiempo aparecería alguien para indicarle que “esa carta no va ahí, sino allí”.

Respiré hondo, abrí la puerta, arranqué y me fui.

Por si me lee, extraño anónimo, aquí le dejo mi receta de pollo frito. Pruébela en casa un día. Le hará feliz. Bien ejecutada, le da mil vueltas a cualquier ultraprocesado de franquicia.

En un bol, mezcle una cucharada sopera de las siguientes hierbas y especias: sal, tomillo, albahaca, orégano, sal de apio, pimienta negra y mostaza seca. Añada cuatro de pimentón, dos de sal de ajo, una de jengibre molido y tres de pimienta blanca. Échele dos tazas grandes de harina y mézclelo bien. Reserve la mitad de este polvo mágico en otro cuenco, bien tapado.

Al primer bol añada agua a ojo hasta conseguir la consistencia de una crema espesa. En esta pastita, aromatizante e hidratante, reposará un pollo cortado a trozos más bien pequeños un día entero, bien tapado, en la nevera.

Al día siguiente, recupere el cuenco del pollo y el de la mitad de la mezcla inicial de harina y especias en seco. Con la ayuda de un par de tenedores, vaya rescatando los pedazos de pollo de la marinada y, sin escurrir, esto es importante, páselos directamente por los polvos mágicos. La mezcla del líquido de maceración con la harina con especias en seco dará la gruesa capa súper crujiente que buscamos en el acabado de este fast food.

De ahí, el pollo irá directamente a zambullirse en aceite bien caliente por inmersión total. Controle el fuego para conseguir que la carne se cocine completamente del interior sin tostarse demasiado. Una vez frito, deje reposar el pollo en papel absorbente antes de pasarlo a una fuente enorme y proceder a comerlo con las manos.

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Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.
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