Sopa de tomate, costillas y chocolate: así se preparó la última cena de Estado en los fogones de la Casa Blanca
El banquete en honor del presidente de Kenia, William Ruto, combinó la alta cocina con la alta diplomacia. Estas veladas, celebradas en muy contadas ocasiones, son el mayor agasajo que ofrece la residencia presidencial a líderes extranjeros
La cocina de la Casa Blanca ha vivido estos días momentos frenéticos. Este pasado jueves hubo cena de Estado, el mayor agasajo diplomático que la residencia presidencial de Estados Unidos ofrece, solo en muy contadas ocasiones, a líderes extranjeros a los que quiere rendir un homenaje especial. En este caso, el presidente Joe Biden recibió al keniano William Ruto, un aliado clave en África, en una cena para 500 personas, desde el expresidente Barack Obama —invitado sorpresa que no figuraba en la lista original— al actor Sean Penn. Todos los detalles del menú, la cubertería o los arreglos florales se pensaron durante seis meses.
En una capital como Washington, donde sus habitantes viven, respiran (y sueñan) política, una cena de Estado es el máximo acontecimiento posible. Centenares de invitados seleccionados cuidadosamente, la crème de la crème del mundo legislativo y empresarial, se mezclan con diplomáticos y estrellas de la cultura. Un evento parte espectáculo, parte alta política, en el que cada detalle —sea la mantelería, la actuación musical o el postre— está calculado al milímetro para enviar un mensaje. Según la Asociación Histórica de la Casa Blanca, este tipo de banquetes representa un alarde de “influencia y poderío global y sienta el tono para la continuación del diálogo entre el presidente y el jefe de Estado visitante”.
El año pasado, la cena dedicada al primer ministro indio, Narendra Modi, fue íntegramente vegetariana (excepto un plato de lubina para quienes lo pidieran expresamente) en respeto a las creencias del líder celebrado. En 2022, la decoración del banquete en honor del presidente francés, Emmanuel Macron, optó por el blanco, el rojo y el azul, los colores compartidos de las banderas compartidas. No se repara en gastos: según los datos de la era de Barack Obama, los más recientes disponibles, cada uno de estos agasajos puede superar el medio millón de dólares.
Esta, la sexta cena de Estado organizada por la primera dama Jill Biden, se ha celebrado en un pabellón en los jardines de la Casa Blanca construido casi íntegramente de cristal, saturado de los bermellones brillantes, carmesíes cálidos, escarlatas elegantes y granates generosos de orquídeas africanas y rosas estadounidenses, entrelazadas para subrayar la amistad entre las dos naciones. “Mientras fuera la noche nos rodea, dentro, los invitados nos reuniremos bajo el brillo de las velas”, explicaba la esposa del presidente Joe Biden, al presentar a la prensa los detalles del banquete. La idea era recrear un brindis, físico y espiritual, por un “mañana próspero y brillante” entre las dos naciones, que este año cumplen el 60 aniversario de sus relaciones diplomáticas, según detalló la primera dama.
La luz jugaba un papel fundamental para crear un “ambiente íntimo, recogido, que permita que los invitados se sientan bienvenidos y como en casa, en la Casa Blanca”, apuntaba la oficina presidencial. Más de un millar de velas se habían colocado en las paredes del pabellón; su brillo se reflejaba en 15.000 tiras metálicas suspendidas en capas bajo el techo, para rebosar el recinto de haces de luz dorada y plata, “símbolo de la alegría de la celebración”, según apuntaba el secretario social de la residencia presidencial, Carlos Elizondo. “Es algo que refleja el amor de la primera dama por las velas. Su manera de hacer sentir a los invitados como en casa, aunque formen parte de un gran grupo de gente”, agregaba. Una gran alfombra fucsia y una mantelería lavanda, de motivos florales y adornada con lentejuelas, completaba la explosión de color y las sensaciones festivas.
La música de la velada también representaba un guiño a los gustos del anfitrión y su invitado de honor: el gospel del coro de la Howard University en Washington, una de las universidades históricas para estudiantes afroamericanos, y las canciones country de Brad Paisley, ganador de tres Grammys e intérprete de 25 números uno en más de 20 años de carrera. A ellos se sumaba la orquesta de cámara de la Infantería de Marina.
Pero el plato fuerte —nunca mejor dicho— del festejo, y de los mensajes de amistad, era el menú. Como a lo largo de su década en los fogones de la residencia presidencial, la cocinera jefa de la Casa Blanca, Cristeta Comerford —la primera mujer y la primera persona de origen asiático en el cargo— había dedicado seis meses a planificar y probar qué podía encajar mejor. Es un proceso metódico y complicado: como la chef ha explicado en varias ocasiones, hay que tener en cuenta no solo la inspiración propia, sino también los gustos de los invitados de honor, las tradiciones de los países a los que se homenajea y posibles restricciones alimentarias de los comensales.
El resultado esta vez ha sido diferente al de ocasiones anteriores, cuando los ingredientes y la elaboración de los platos lanzaban un claro guiño a las tradiciones culinarias del invitado. En esta ocasión, nada del sushi deconstruido que causó sensación en la cena de Estado previa, en honor del primer ministro japonés Fumio Kishida, en abril pasado. En cambio, Comerford optaba por una propuesta de raíces decididamente americanas en sus tres platos. Un homenaje al comienzo del verano, al calor y a la calidez, según explicó ella misma en la presentación de sus creaciones.
El primer plato era una sopa de tomates fría, robustecida con pepino y marinada con cebolla dulce de la variedad Vidalia. Acompañada de crujientes de masa fermentada, el aceite de oliva de aceitunas arbequinas de California le aportaba el complemento perfecto de acidez.
Como en otras cenas de Estado previas, la carne de ternera volvía a ser el ingrediente de honor para el plato principal. En este caso, unas costillas marinadas primero y suavemente ahumadas en leña de frutales después, acompañadas “en la mejor combinación de los dos mundos”, según la chef, por langosta pochada en mantequilla y aderezada con mantequilla al aroma de cítricos. Todo ello, sobre una cama de puré de maíz dulce, col rizada y nabos, calabacines y boniatos asados.
El postre, elaborado por la chef especialista en los platos dulces de la Casa Blanca, Susie Morrison, era una cesta de chocolate blanco rellena de crema de nectarina, ganache de banana y frutas del bosque y melocotón, con virutas de piel de limón caramelizada. Coronaba la presentación un medallón de chocolate blanco con las banderas estadounidense y keniana, con adorno de violetas y mermelada de naranja.
Los vinos, como ya es costumbre, eran puramente estadounidenses: un chardonnay de 2021, un pinot noir de 2019 y un brut de 2020.
“Cuando los invitados se marchen, recorriendo el sendero iluminado por la Luna de todos nosotros, espero que sientan acogidos con la misma calidez que he sentido yo en mis viajes a Kenia”, apuntó Jill Biden.
El presidente reiteró a su vez los mensajes de amistad y unidad. “Compartimos un enorme respeto por la historia que nos conecta... no compartimos fronteras, pero compartimos ideales. Compartimos la creencia en la libertad, la democracia, la dignidad y la igualdad”, declaró, en su brindis durante la cena.
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