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A GUSTO
Columna
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Pepinos con ansiedad

En mi imaginación se alzan, como castillos hinchables gigantescos, los campos de fútbol y los grandes estadios deportivos convertidos en magníficos campos de nabos regados por aspersores

pepino
FERNANDO HERNÁNDEZ
Maria Nicolau

El cuerpo de un humano joven tiene una cantidad proporcional de agua parecida a la de un pepino. De algún modo, podemos decir que las personas somos pepinos andantes con ansiedad, y con el tiempo, si no tenemos cuidado, esa ansiedad nos avinagra.

Sin agua no hay vida ni forma posible de disolver esa angustia para hacerla más liviana, sin jugos ni salivación la comida pasa por la garganta como el cepillo de un deshollinador por una chimenea. Es por esto que poblamos un planeta azul y no uno rojo, y es difícil que en un paisaje sin agua puedan crecer tanto los pepinos como el optimismo de cualquier tipo. En Cataluña estamos en el periodo más largo de sequía desde 1905, año en que empezaron los registros; esto son más de 30 meses sin ver lluvia significativa. En algunos puntos de España hace más de 100 días que no cae una sola gota, y en gran parte del país este año no se va a poder cosechar ni un solo grano de cereal. En las cocinas profesionales el ambiente es tan seco que los chispazos que pega el film transparente al desenrollarlo parecen los de Son Goku transformándose en Super Saiyan.

Llevo semanas leyendo acerca de la sequía y no he sido capaz de encontrar una sola visión optimista sobre el tema. Mi teoría no falla: sin agua, somos pepinos pochos presos de la ansiedad. Amargos. Y lejos de pretender trivializar acerca de las tribulaciones o las perspectivas agoreras del sector del campo, de los agricultores y los ganaderos, gremio que lo está pasando realmente mal, sí que creo que andamos sedientos de, a aparte de agua, relatos alternativos, fábulas, visiones que ofrezcan posibilidades más allá del catastrofismo climático, el colapsismo ecológico, el autoodio, o los manifiestos en pro de la huelga general de fecundidad y la extinción de la especie humana.

Desde abogados del fin del Antropoceno blandiendo las innumerables formas en que la humanidad ha sido inequívocamente mala para el planeta y para casi todos los demás seres vivos que lo habitan, hasta zelotes de la tecno-utopía de Silicon Valley que profetizan la fusión del espíritu humano con las máquinas hasta trascender la humanidad en forma de ciborgs inmortales mejorados por computadoras: estos días es más fácil leer acerca de todo esto que de propuestas ilusionantes.

Y a mí me viene la cocina a la cabeza, y me sonrío.

Entro en un bar a tomarme un café, veo por el rabillo del ojo la portada de algún periódico deportivo con un titular en letras gordas que dice “Sequía”, en referencia a la falta de goles que está llevando al Barça al hoyo, y en mi imaginación se alzan, como castillos hinchables gigantescos, los campos de fútbol y los grandes estadios deportivos —que junto con cualquier instalación destinada a la práctica del deporte federado son las únicas zonas verdes con permiso de riego ahora mismo— convertidos en magníficos campos de nabos regados por aspersores. Veo ringleras de pepinos, de pimientos y de tomateras atadas a hilos de tender tensados de portería a portería, mosaicos de colores rebosantes de abejorros, mariposas y pájaros, siendo trabajados por todos aquellos que hasta ahora observaban los encuentros desde las gradas o desde la comodidad de sus casas. Como frutos de una desamortización invertida, devenidos en una especie de huertos comunales, tierra de todos y de nadie, estos oasis urbanos serían cuidados por turnos de una horita o una horita y media a la semana a cambio de una cesta de ingredientes para cocinar gazpachos, salmorejos, ensaladas y ensaladillas refrescantes de todo tipo y condición.

En mi suerte de utopía marxista-ecológico-festivo-culinaria, el agua de riego de las parcelas sería el agua de cocción de las legumbres domésticas. Caldo gelatinoso y nutritivo resultante de hervir garbanzos, lentejas y alubias, cargado a cuestas dentro de las mismas ollas de cocción por cocineros y cocineras de todas las casas, de todos los barrios, formando hilillos por las calles como columnas de hormigas titilantes; porque habríamos entendido, también, que la distopía tecnológica siliconvalleyana no puede aplicarse sin ir de la mano de un monopolio agroalimentario altamente tecnificado y solo al alcance de grandes corporaciones con el músculo financiero suficiente. La soberanía alimentaria se sofríe en el fondo de las cazuelas y frente a blísteres plastificados con instrucciones de recalentado en microondas.

Observo la inevitabilidad de los grandes incendios forestales, agazapados a la vuelta de la esquina, expectantes, pendientes de saltar a escena a la primera colilla lanzada con desdén desde la ventanilla de un coche, y nos veo admirar y redescubrir la estepa blanca, ¡la cistus albidus!, que nos susurra al oído y nos recuerda que siempre hay algo bueno, por pequeño que sea o que parezca, detrás de una catástrofe. Esta planta de florecillas rosadas, con su especie de instinto autodestructivo, produce unas sustancias y resinas muy aromáticas y altamente inflamables mientras paralelamente fabrica y va dejando guardadas en el suelo semillas muy duras y resistentes. Amante de los paisajes soleados, cuando el campo es arrasado por un incendio forestal sus individuos mueren quemados junto con todos sus competidores, pinos, encinas, robles y otros arbustos más altos que ella y que hasta ese momento le tapaban el sol y le impedían prosperar. Extinguidas las llamas, sus semillas resistentes al fuego germinan, brotan y se levantan como reinas de las estepas mediterráneas. Sus usos tradicionales son variados y curiosos e incluyen el de ser tanto un gran antiinflamatorio como un sustituto del tabaco: sus hojas se secan, se tuestan, se trinchan y, mezcladas con churrasca, se enrollan para llenar cigarrillos; sus hojas y tallos secos han servido durante generaciones como estropajo para lavar cazuelas.

Tarde o temprano lloverá. Y lloverá mal, y de golpe, y se lo llevará todo por delante como el temporal Gloria se llevó hace tres años carreteras, puentes y caminos. Pero lloverá. Y mientras tanto, necesitamos saber que, de un modo u otro, saldremos adelante.

Mientras escribía esta columna han caído cuatro gotas.

Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.

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