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La memoria del sabor
Columna
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Un acto íntimo

Lo que hasta anteayer se manejaba en las distancias cortas, la complicidad y hasta el compadreo, abre hoy la puerta a la distancia y la frialdad; así no eran mis restaurantes, me los han cambiado

Un restaurante vacío en Palma de Mallorca (España), el pasado 29 de julio.
Un restaurante vacío en Palma de Mallorca (España), el pasado 29 de julio.Joan Mateu (AP)

Pasada la extraña mezcla de incertidumbre y ansiedad que enmarcó el reencuentro con el restaurante, la vuelta a la actividad está sirviendo para poner los pies en el suelo mientras se tantean los límites del nuevo terreno de juego. Es el restaurante de antes, ocupa el mismo espacio, las caras también se repiten o al menos se intuyen y por lo general calca la carta que le conocimos en la despedida. Eso fue avanzado el verano y volvemos en pleno invierno, pero de este lado del mundo las cocinas, incluidas las pintonas, avanzan inmunes a los cambios de temporada y las cartas pueden durar el año entero, cuando no se alargan varios años con los mismos platos. Todo es igual que antes y sin embargo nada se parece. Tengo la sensación de haber saltado a un universo paralelo, en el que las reglas dieron un giro de ciento ochenta grados para configurar una experiencia diferente. Lo que hasta anteayer se manejaba en las distancias cortas, el requiebro, la complicidad y hasta el compadreo, abre hoy la puerta a la distancia y la frialdad; así no eran mis restaurantes, me los han cambiado.

Bien mirado, estas primeras visitas tienen un mucho de descubrimiento. Parte del espacio, pasa por la cocina y termina en el marco que va a regir la relación entre el comensal y el restaurante. Hay ritos nuevos y no queda otra que adaptarse, aunque algunos resulten enrevesados, como leer la carta en la pantalla del teléfono. El código QR parte de una realidad, que todos tengamos un celular de penúltima generación, que solemos tenerlo, o vayamos al restaurante con la tablet bajo el brazo, que no suele pasar. Deberían ver la carta de un restaurante limeño trasladada a la pantalla del teléfono, con sus setenta platos prolijamente descritos, lo que puede incluir el relato de las emociones que deberás sentir cuando los comes. Se necesita tesón, tiempo libre, agudeza visual y mucha memoria para recorrerla, asimilarla y tomar decisiones. Hay quien ha reducido la oferta a cuarenta o cincuenta platos, pero siguen siendo muchos; para leerlos en la pantalla, para comprar los ingredientes necesarios, para tener un equipo de cocina capaz de prepararlos y para acabar proponiéndolos a media docena escasa de comensales. Reducir la carta aportaría sensatez a la relación con el comensal y apuntalaría la precariedad económica del negocio, pero eso es ajeno al cambio: ande o no ande, carta grande.

El comedor se nos presenta como un viejo conocido con los ropajes y el gesto cambiados, unas veces para bien y otras no tanto. Sobre todo, echo en falta al público que justificaba la representación; la experiencia de la cocina cambia cuando se concreta a comedor vacío. Los ritmos se ralentizan, pesan los silencios de biblioteca pública apropiándose del recinto, las ausencias multiplican las distancias, el paisaje que rodea la mesa extiende sus horizontes y la experiencia cambia, como lo hacen las motivaciones del cliente. Los caminos que llevan al restaurante son casi infinitos; comemos para disfrutar y cada quien lo hace en un registro diferente, casi uno por comensal. Se acude o se acudía por negocios, o para celebrar, seducir, aparentar y presumir en ese jugo de ver, ser vistos o, a falta de eso, contar que has estado. Lo normal es que también haya unas cuantas mesas, tampoco muchas, que han ido a comer, cuyo universo apenas trasciende más allá de los límites del plato.

A estas alturas, repetir que nada será igual es una verdad de Perogrullo, aunque sentado a la mesa y enfrentado al plato ya no tengo las cosas tan claras. Soy uno de esos tipos extraños que disfrutan comiendo en solitario y van al comedor convencidos de que cuatro son multitud, también cuando comparten la misma mesa. Recuperé mi relación con el restaurante dispuesto a reivindicar la cocina más allá de las circunstancias que la rodean, para disfrutar comiendo lo que no puedo comer en casa, y la experiencia no pudo ser más gozosa. Si la despojas de todo lo que la rodea y hoy no me interesa considerar, la encuentro convertida más que nunca en una ceremonia íntima, recogida y personal: mi acompañante, la comida y yo. Lo demás importa menos.

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