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La memoria del sabor
Columna
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La cocina posible

A muchos restaurantes acostumbrados a vivir del turista manirroto les cuesta entender el marco de su relación con un mercado local al que han ignorado

Un trabajador de limpieza desinfecta un mercado de Bogotá, el pasado 8 de julio.
Un trabajador de limpieza desinfecta un mercado de Bogotá, el pasado 8 de julio.RAUL ARBOLEDA (AFP)

Los restaurantes latinoamericanos despiertan en medio de la pesadilla, con las cocinas populares enganchadas al respirador artificial, los comedores medios con el agua a la altura de los labios y la alta cocina tentándose el cuerpo para confirmar que sigue con la ropa puesta. Abrieron los comedores hace tres semanas en Ecuador, esta semana en México y también deberían haberlo hecho en Lima, donde quedó autorizada desde el 1 de julio, a falta de que el ministerio correspondiente definiera el protocolo que la regule; todo sigue en modo espera. En todo caso será una apertura a medio gas, con los comedores a la mitad de su capacidad y sin servicio de noche. Mientras la administración se lo piensa, algunos tiran por la calle del medio y atienden a escondidas, mostrando que el hambre se sigue juntando con las ganas de comer. Abrir un restaurante para una mesa con tres comensales es como salir del confinamiento para dejar en casa el celular y la billetera y tirarse al monte en ropa de baño y hawaianas. Pasados casi cuatro meses, hay quien no ha hecho todavía el cálculo básico, que viene a ser la madre de todas las cuentas que definirán la vida de cada restaurante: ¿cuánto cuesta abrir y cuánto seguir cerrado?

Llegado el momento de activarse, la siguiente pregunta es: ¿qué ofrecemos? Se la formularon en Buenos Aires, Santiago de Chile, Bogotá o Ciudad de México casi desde el comienzo del confinamiento, cuando les permitieron acercarse a los clientes subidos en una moto y adaptaron su propuesta a una realidad que, pasado el primer mes, no se le escapaba a nadie. Rebajaron las cartas a la mínima expresión, adaptaron su cocina a lo que había, proponiendo platos de cercanía diferentes a los de la carta habitual, y redujeron los precios a la mitad o menos, pero los resultados estuvieron lejos de lo esperado. En el mejor de los casos cubrieron un tercio de la facturación que tuvieron el mes anterior a la pandemia, que fue febrero, el peor del año. En Lima autorizaron el reparto a domicilio en la última semana de mayo y las cosas no han funcionado. Hubiera sido fácil revisar la experiencia de otros países, identificar los errores y los aciertos cometidos por restaurantes similares, y adaptar las propuestas a las tendencias de un mercado que para unos es más nuevo que para otros, pero la cocina peruana se resiste a aceptar que los vecinos tienen mucho que enseñarle, también en temas culinarios.

La experiencia de la comida a domicilio ha reventado en las manos de los restaurantes limeños. Salieron al mercado a carta completa y con precios de comedor abierto, vajilla fina y servicio en dos idiomas. Nada había cambiado, salvo unos platos concebidos para servir al momento, a diez metros de la cocina donde los prepararon, que acabaron llegando quien sabe donde treinta minutos después de cocinados. Proponían frituras de pescado, carnes a la parrilla, tallarines en salsa, huevos fritos y otras preparaciones cuestionables para el reparto y que casi nadie pedía, en parte por el precio y en parte por sentido común; hay platos que no viajan ni a la vuelta de la esquina. Así siguen, con cartas kilométricas, precios de restaurante abierto y su tradicional incapacidad para comunicar lo que hacen. Acostumbrados a vivir del turista manirroto, les cuesta entender el marco de su relación con un mercado local al que han ignorado, cuando no despreciado. No se esperan cambios cuando reabran, ni cartas pequeñas y variables, ni platos adaptados a la nueva realidad, ni precios pensados para un mercado contraído y sin turistas.

Se anuncian días complicados. El sistema quiebra por todos lados. En Lima se anuncian cierres antes de la reactivación (Malabar es el más notable), en Colombia, donde una decena de despedidas tienen la referencia de unos cuantos apellidos ilustres de la alta cocina (Rausch, Sasson o Katz), en un Ecuador en el que tras dos semanas de reapertura hay quien celebra haber conseguido una media de dos mesas diarias, o en Chile, donde la pandemia vino a rematar las consecuencias de seis meses de conflictos sociales que ya tenían los restaurantes en estado cercano al coma.

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