_
_
_
_

El chef y el chaval que llegó en cayuco: una historia de amor y lealtad

El cocinero Javier Muñoz-Calero dio una oportunidad a Mamady Diallo en 2010. El guineano, que había huido de su país tras un ataque étnico, hoy es empresario en Noruega

Javier y Mamady
El cocinero Javier Muñoz-Calero y Mamady Diallo, 'Mady', en una imagen cedida por ellos.
Natalia Junquera

El chef Javier Muñoz-Calero, al frente del restaurante Ovillo (Madrid), recuerda perfectamente cómo conoció a Mamady Diallo, Mady, porque le cambió la vida. Era final de 2010. “Estaba superflaco y tenía una mirada cargada de tristeza. Aquel niño pensaba que toda su familia estaba muerta, casi no hablaba castellano y lo pusieron en mis manos. Hoy es mi hijo”. No miente. Habla de Mady con el orgullo con el que los padres comparten los éxitos de las criaturas que han traído al mundo. No importa que el hermano de su niña de 12 años y de sus mellizos de 14 naciera en otro continente, África; que pertenezca a una raza distinta o que practique una religión diferente. Catorce años después son familia. “La nuestra”, resume el cocinero, “es una bonita historia de amor sin fronteras”.

“Nacho de la Mata, de la Fundación Raíces, me comentó que me enviaría algunos currículos de los chavales a los que ayudaban a través de Cocina Conciencia [proyecto que da empleo y formación a jóvenes sin referentes adultos en España y en el que han colaborado algunos de los mejores chefs del país, varios de ellos con estrellas Michelin]. Le dije: ‘Mándame al chico que peor lo esté pasando y vamos a sacarlo adelante’. Y me envió a Mady”. Tenía 15 años cuando se subió a un cayuco en Mauritania con casi 60 desconocidos. “Nunca en mi vida he pasado tanto miedo”, recuerda él, al teléfono desde Oslo, donde vive ahora. “Éramos tantos que la gente iba sentada unos encima de los otros. Yo iba sangrando por la pierna porque me había hecho una herida fea con el motor y me dolía mucho por la sal del mar. Hubo un momento en que la barca se partió y empezó a entrar agua. Yo no sabía nadar. Estaba convencido de que no iba a salir vivo de allí. Ni a los que atacaron a mi familia les deseo lo que yo pasé esos días en el mar”. Para entonces llevaba meses dando tumbos. “Pertenezco a una etnia minoritaria en el sur de Guinea Conakry y atacaron mi casa. Me avisaron cuando volvía del colegio y me dijeron que no volviera, así que hui, primero a Malí y luego a Mauritania, donde me subí al cayuco”.

La barcaza fue rescatada al llegar a la costa española y le curaron la herida. Más tumbos: Tenerife, Lanzarote, Madrid. La primera radiografía de su vida; gente examinando sus muelas para tratar de determinar su edad. En la capital conoció a Nacho de la Mata, el abogado que logró cambiar el sistema y evitar las repatriaciones sin garantías de menores extranjeros no acompañados con dos importantes recursos ante el Tribunal Constitucional. La primera y única vez que Mady, musulmán, pisó una iglesia, fue en su funeral. “Ese día lloré tanto que me quedé sin voz”. De la Mata y su mujer, Lourdes Reyzábal, la creadora de la Fundación Raíces, fueron las primeras personas que lo ayudaron en España. La pareja se había conocido en el Tren de la Esperanza, acompañando a discapacitados y enfermos a Lourdes (Francia). En la luna de miel, en Escocia, a De la Mata le dio una crisis. Al volver a Madrid le detectaron un tumor cerebral contra el que batalló durante 12 años. “Cuando murió”, recuerda Mady, “sentí un vacío muy grande. Pero ya me había puesto en el camino a Javier. No sé qué habría sido de mí sin ellos. Me cambiaron la vida”.

No sabía nada de restaurantes. “Me lo enseñaron todo”, recuerda. Empezó de camarero raso y llegó a dirigir uno de los restaurantes que llevaba Muñoz-Calero quien, mientras, le ayudaba a buscar a su familia. “Le enviamos dinero a un tío suyo para que investigara. Escribimos muchísimas cartas a la embajada. Yo le decía: ‘Mady, han pasado muchos años y lo hemos intentado todo’. Pero él no se rendía. Una noche, a las cuatro de la madrugada, me llamó llorando. Su tío acababa de decirle que había encontrado a su madre y a sus hermanos. Hoy se me saltan las lágrimas al recordarlo”, relata el chef. Tras el ataque, la familia había huido a otro país, pero cuando las cosas se tranquilizaron en Guinea, regresaron. Pensaban que Mady había muerto, pero estaba en España, sirviendo cócteles e incluso inventándose algunos nuevos —“sin probarlos, claro, porque yo no bebo”—. “Con el dinero que ganaba”, recuerda Muñoz-Calero, “Mady creó una especie de flota de taxis en el pueblo de su padre para sacarlo del duro trabajo en el campo. Escolarizó a su hermana. Les compró una casa...”.

Cuando conoció a su novia, también nacida en Guinea, pero residente en Noruega, Mady decidió dejarlo todo. “Yo estaba muy bien en España, pero ella era enfermera allí y pensé que era más fácil que me mudara yo y trabajar en lo que fuera”. Aprendió un idioma más, el quinto; tuvo dos hijos. Trabajó de conductor, montó su propio negocio. “Un día”, recuerda Muñoz-Calero, “me envió un audio precioso. Decía: ‘Papá, gracias a ti y a tu familia, a todo lo que hicisteis por mí y todo lo que aprendí contigo, ahora soy empresario, como tú”.

Mamady Diallo con los tres hijos de Javier Muñoz-Calero en una imagen cedida por ellos.
Mamady Diallo con los tres hijos de Javier Muñoz-Calero en una imagen cedida por ellos.

Ambos utilizan a menudo ese verbo, “aprender”, al hablar del otro. “Mady me ha enseñado muchísimas cosas”, explica el cocinero. “A veces, en la vida, las cosas no salen como te esperabas y es fácil dramatizar, pero yo tenía su ejemplo: le veía luchar por superarse a sí mismo y por ayudar siempre al de al lado. Me enseñó que nunca hay que olvidar de dónde vienes y lealtad. Toda”.

Cuando Mady, ya en Noruega, se enteró de que Muñoz-Calero iba a abrir su primer restaurante en solitario, Ovillo, lo llamó por teléfono para anunciarle que iba a España a ayudarle a ponerlo en marcha. “Entonces acababa de nacer su segundo hijo”, recuerda el chef, “y le dije que no hacía falta, pero no me hizo caso. Me dijo: ‘Tú me diste todo y yo nunca te voy a dejar solo”. Cuando ya iba a regresar a Oslo, estalló la pandemia y Mady tuvo que esperar, confinado, para volver a casa. No se arrepiente. “Siempre que Javier me necesite, iré. Igual que sé que siempre que yo lo necesite, vendrá”. Es lo que hacen las familias, ayudarse. También fue ese motivo, la lealtad, el que llevó a Anouar, otro chico africano que había llegado a España con 14 años agarrado a los bajos de un camión, a volver a la primera casa donde lo habían acogido en España para cuidar de Nacho de la Mata en su último año de vida.

Muñoz-Calero ha trabajado ya con unos 80 chicos de la Fundación Raíces gracias al proyecto Cocina Conciencia, que ha dado una oportunidad a casi medio millar de jóvenes desde 2010. El chef cuenta, indignado, que algunas personas le han llamado pidiéndole migrantes para trabajar sin contrato. “Y luego está el que cree que la persona extranjera que cuida de sus padres es estupenda, pero al negro de al lado no lo quieren porque ese es un delincuente. Hay mucha hipocresía y mucha incultura, personas que viven en castillos de oro, acostumbradas a que se las manden todas cortitas y al pie. Afortunadamente, yo nací en una familia acomodada, pero muy abierta. Mady tiene una relación preciosa con mi madre, Paloma. Y mis hijos también han tenido la oportunidad de crecer viendo chicos migrantes en casa, durante el año, en Nochebuena, compartiendo, aprendiendo... Me alegro mucho de eso cuando veo cómo la extrema derecha intenta captar a los chavales a través de internet y las redes sociales con discursos racistas”. Crecer junto a Mady ha sido como una vacuna contra el racismo, un virus que se extiende en España de manos de políticos y activistas irresponsables que en los últimos días, tras el terrible asesinato de un niño de 11 años en Mocejón (Toledo) se apresuraron a vincular a extranjeros como autores del crimen.

Fuera de la familia que creó junto a los Muñoz-Calero, Mady también sufrió. “El racismo está en todas partes. También en mi país, donde somos todos negros, aunque ahí la discriminación era por la etnia. En España me gritaban por la calle: ‘¡Veta a tu país! ¡Puto negro!’. Intentaron agredirme. Una vez, al salir del restaurante, la policía me paró con otro compañero, nos insultó y nos puso las manos sobre un coche... Pero prefiero llevarme lo bueno: esa gente tan alegre, el sol... Para mí, España será siempre lo mejor del mundo gracias a Nacho y a Javier”.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Natalia Junquera
Reportera de la sección de España desde 2006. Además de reportajes, realiza entrevistas y comenta las redes sociales en Anatomía de Twitter. Especialista en memoria histórica, ha escrito los libros 'Valientes' y 'Vidas Robadas', y la novela 'Recuérdame por qué te quiero'. También es coautora del libro 'Chapapote' sobre el hundimiento del Prestige.
Tu comentario se publicará con nombre y apellido
Normas
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_