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Campillo de Ranas, el pueblo de la España vaciada donde el amor se convirtió en industria

El alcalde de este municipio de 60 habitantes de Guadalajara, referente LGTBI, explica el despegue económico de la localidad gracias a las bodas y advierte ante nuevas amenazas: ni los derechos ni las relaciones están garantizados para siempre

El alcalde de Campillo de Ranas (Guadalajara) oficia la boda civil entre Diana Jiménez (a la izquierda) y Regina Valenzano, el pasado 10 de agosto.
El alcalde de Campillo de Ranas (Guadalajara) oficia la boda civil entre Diana Jiménez (a la izquierda) y Regina Valenzano, el pasado 10 de agosto.Andrea Comas
Natalia Junquera

Sábado, 10 de agosto. En Campillo de Ranas (Guadalajara, 60 habitantes) se oye hablar inglés, italiano, árabe, portugués y español. Hay boda en el Ayuntamiento; esta mañana, la de Diana Jiménez y Regina Valenzano. Ninguna de las dos es del pueblo. Diana, de 34 años, nació en Madrid, y Regina, de 30, en Bari (sur de Italia). Ambas trabajan en el sector de la cooperación internacional, buscaban un sitio para celebrar la ceremonia, descubrieron Campillo en internet y una videollamada desde este hermoso pueblo de arquitectura negra, por la pizarra de sus casas, las convenció. “La boda”, explica Regina, “tenía que ser en España porque en mi país no está permitido”. El socialista Francisco Maroto, alcalde durante 24 años, ya ha perdido la cuenta de las parejas que ha unido en este municipio que llegó a salir en la prensa internacional por celebrar más bodas que habitantes tenía y que se ha convertido en un ejemplo —imitado por otros— de cómo empezar a rellenar la llamada España vaciada. En Campillo de Ranas, el amor es una industria que produce matrimonios y puestos de trabajo. La localidad también es un observatorio privilegiado de la evolución de los derechos del colectivo LGTBI y de sus amenazas. No hay que confiarse, advierte el regidor.

Todo empezó con un plante. Cuando se legalizó en España el matrimonio igualitario (2005), el entonces cardenal arzobispo emérito de Barcelona, Ricard Maria Carles, llamó a los alcaldes a rebelarse: “Obedecer antes la ley que la conciencia lleva a Auschwitz. Porque no eran delincuentes los que hicieron Auschwitz, sino gente a la que se forzó o que creyó que tenía que obedecer primero las leyes del Gobierno nazi que a su conciencia”, dijo. Algunos regidores del PP respondieron al llamamiento. Lluís Caldentey, el de Pontons (Barcelona), llamó “tarados” y “deficientes” a los homosexuales —el PP le abrió expediente, pero no llegó a expulsarlo—. “Cuando varios anunciaron que iban a ser objetores de conciencia y que no oficiarían esas bodas, yo salí diciendo que también era alcalde y que por supuesto que iba a casar a parejas del mismo sexo”, recuerda Maroto. El gesto puso a Campillo de Ranas en el mapa y parejas gais decidieron unirse en matrimonio allí: “Las bodas nos sirvieron para abrir una ventana al mundo y como puntal económico. Cuando empezaron, había una casa rural, hoy son 19. Este concejo vivía de la ganadería, de las cabras, y ahora hay muchas más oportunidades de trabajo. Los 60 habitantes del día a día se convierten en 500 los fines de semana”. En el bar o en el local de artesanía Taller tres, llenos de clientes este sábado, repiten lo mismo: “¡Si no fuera por las bodas!”. La tienda está ubicada en una antigua estructura para el ganado.

El beneficio no ha sido solo económico. “Cuando celebramos la primera boda gay, el Ayuntamiento se llenó de gente del pueblo porque temían que pasara algo”, rememora Maroto. España era entonces el tercer país de la UE en permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo. Hoy, más del 70% de la población europea vive en un territorio donde ese derecho está reconocido. “Al principio, cuando se aprobó la ley”, prosigue el alcalde, “yo decía, de broma, que Campillo se iba a llenar de chicos guapos, pero lo que ocurrió es que casaba, fundamentalmente, a gente que llevaba muchos años esperando poder regularizar su situación. Hoy ya no caso a esas parejas que llevaban toda la vida juntos, sino a las que, como cualquier otra, después de un tiempo, deciden dar el paso”. Diana y Regina se conocieron en el verano de 2019. “Nos vimos tres veces y luego empezamos una relación a distancia”, explica Regina. “Cuando empezó la pandemia”, añade Diana, “cogí el último avión antes de que cerraran todo y pasamos juntas el confinamiento, en una cama individual y con los compañeros de piso de Regina”. Máster en convivencia.

Cuando EL PAÍS visitó la localidad en noviembre de 2011, poco antes de las elecciones generales y seis años después de la aprobación de la ley, hubo un pico de bodas —hasta tres en un día— por el temor a que, si ganaba el PP, derogara la norma. De hecho, aquel reportaje se tituló con la frase de uno de los novios: “Casémonos antes de que Mariano Rajoy llegue a La Moncloa”. Los populares incluso habían presentado un recurso en el Tribunal Constitucional, que resolvió en 2012 a favor del reconocimiento de ese derecho. En 2015, otro Maroto, Javier, vicesecretario del PP, se casó con su pareja e invitó a toda la cúpula del partido. Andrea Levy, que también acababa de entrar a formar parte de la dirección de la fuerza política, explicaba recientemente las dudas sobre si asistir o no que asaltaron a los populares: “El debate sobre la boda de Javier envejece muy mal porque hoy es completamente extemporáneo. En ese momento se produjo una rotura de costuras en un partido que no se había abierto a generaciones más jóvenes en la dirección y nos dimos cuenta de que determinados postulados eran inasumibles”.

En ese laboratorio y ejemplo de respeto en que se convirtió Campillo de Ranas todo se fue también “normalizando”. Si entre enero y noviembre de 2011, ante el temor a que el PP diera marcha atrás con la ley, 30 de las 80 bodas celebradas en el pueblo eran de personas del mismo sexo, hoy, explica el alcalde, son menos del 6%. “Pero la visibilización”, añade, “sigue siendo muy importante. Aquí ya hay chavales jóvenes que han salido del armario sin ningún problema, lo que hace 20 años era impensable porque antes, en el mundo rural, lo que se hacía era ir a las grandes ciudades mientras en casa seguían fingiendo”. Cuando tenía 16 años, Maroto pasó 48 horas detenido en la Dirección General de Seguridad de Madrid acusado de “vago y maleante” por ser homosexual.

Diana Jiménez y, a la derecha, Regina Valenzano celebran su boda en Campillo de Ranas. A la derecha, el alcalde, Francisco Maroto, firma los documentos de la ceremonia civil.
Diana Jiménez y, a la derecha, Regina Valenzano celebran su boda en Campillo de Ranas. A la derecha, el alcalde, Francisco Maroto, firma los documentos de la ceremonia civil. Andrea Comas

En Así estoy yo sin ti (1987), Joaquín Sabina cantaba: “Amargo como el vino del exiliado, como el domingo del jubilado, como una boda por lo civil...”, pero la ceremonia en el pueblo muestra que los tiempos han cambiado. En el salón de plenos del Ayuntamiento, donde habitualmente abordan cuestiones mucho más ásperas, como los problemas de sequía, hay, junto al retrato del Rey, una bandera arcoíris. Antes de leer los artículos de la ley, Maroto explica lo que ha mejorado el entorno gracias a las bodas y da las gracias a las novias por contribuir a la visibilidad del colectivo. Les explica que uno de los países donde expusieron el documental Campillo sí, quiero, dirigido por Andrés Fernández Rubio, fue el de Regina, y que cuando le dijeron que en Italia nunca lo conseguirían por el peso de la religión, él les replicó que en España también parecía imposible después de 40 años de dictadura y con los obispos manifestándose en la calle, pero al final se logró. Regina llora, emocionada. También “la nonna”, su abuela, feliz por ver a su nieta feliz.

Los 121 invitados de 10 nacionalidades se dirigen a uno de los bares de Campillo de Ranas antes del banquete. Maroto, natural de Madrid, de 60 años, vuelve a la casa que ocupó en el pueblo hace más de cuatro décadas, cuando trabajaba en el ICONA (el antiguo Instituto para la Conservación de la Naturaleza) y decidió, con otros tres amigos y sus respectivas parejas, instalarse en la España vaciada —entonces solo había seis personas viviendo habitualmente en la aldea—. Está satisfecho por los piropos que ha recibido su pueblo, pero sabe que los derechos, como las relaciones, no están garantizados para siempre y hay que cuidarlos: “A mí me duele que la izquierda no haya hecho más hincapié en la educación porque ahora hay chavales que están apoyando los postulados homófobos de la extrema derecha o que no se oponen a ellos”. La encuesta monográfica de 40dB. para EL PAÍS del pasado junio reveló que una de cada dos personas LGTBIQ+ había sufrido algún tipo de agresión en el último año y que, aunque la mayoría creía que España es referente en la defensa del colectivo, para un tercio se había ido “demasiado lejos”. Los datos más preocupantes afectaban a los varones de la Generación Z (18 a 26 años): hasta un 26,8% de los chicos confesó que le incomodaba ver a una pareja homosexual y un 43,6% de ellos creía que debería haber “un día del orgullo heterosexual”.

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Sobre la firma

Natalia Junquera
Reportera de la sección de España desde 2006. Además de reportajes, realiza entrevistas y comenta las redes sociales en Anatomía de Twitter. Especialista en memoria histórica, ha escrito los libros 'Valientes' y 'Vidas Robadas', y la novela 'Recuérdame por qué te quiero'. También es coautora del libro 'Chapapote' sobre el hundimiento del Prestige.
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