Aprender alemán en seis meses, un reto común que rompe cualquier barrera
La academia alemana EduGlobal tiene un curso subvencionado por las arcas del Estado que es gratuito para los refugiados. En sus clases, rusos y ucranios, así como migrantes de distintas partes del mundo, aprenden a dialogar en una misma lengua
Cuando decides destinar agosto a un curso intensivo de alemán en Alemania puede ocurrir que te sumerjas en la contra noticia o, lo que es lo mismo: una historia con final feliz. Como que rusos y ucranios compartan clase sin que en ningún momento haya conflicto o profesores que divierten con una gramática compleja. Todo ocurre al mismo tiempo y en el mismo lugar para que la utopía ―integrarse en el país― sea posible. La pregunta es inevitable: ¿Dónde está la letra pequeña?
Una buena noticia no es noticia, dice uno de los primeros mandamientos de la profesión del periodista. Pero no es cierto. Al menos, si comienza con una profesora que se coloca frente a más de 20 alumnos que no comparten ningún idioma entre sí y, a modo de presentación, dibuja un punto en la pizarra mientras repite en voz alta tres veces la palabra Punkt (punkt, punkt, punkt). Después mueve su dedo y señala su pecho.
―Ich bin Ylena ―se presenta.
La mujer abre el libro de texto y muestra el mapa de un país situado en el corazón de Europa.
―Ich komme aus Deutschland [yo vengo de Alemania] ―dice.
Como si fuera a crear un mundo en torno a ese punto inicial, escribe alrededor de ese signo de puntuación las pocas palabras que dice. Después ladea su cabeza, pone su mano izquierda sobre una oreja y extiende el dedo índice de su mano derecha frente a una mujer de mediana edad, que la mira desde el pupitre con gesto de sorpresa. La alumna responde:
―Ich heisse Olga, ich komme aus Kiew.
De inmediato, la profesora mueve el dedo para señalar al hombre alto sentado en el pupitre continuo, y este responde al segundo.
―Ich bin Yamalov, ich komme aus der Ukraine.
El dedo avanza entre los alumnos sentados en torno a la pareja y estos se van presentando: Yilina, Julia, Eva… Todos afirman venir de Ucrania, de Kiev. Pero la profesora mueve su mano y, de pronto, se rompe la progresión cuando la voz de un hombre mayor con gafas afirma ser de Rusia. Después se presenta su esposa:
―Ich bin Elena, ich komme aus Russland.
Aunque yo reacciono con sorpresa, nadie más lo hace en la clase, aún menos la profesora. El hecho de que en el mismo curso de alemán intensivo haya alumnos rusos ―cuyos nombres piden no publicar― y ucranios sentados a solo unos palmos unos de otros, dejando atrás cualquier memoria de guerra, no es extraordinario. Más bien al contrario: lo que para mí es un primer curso intensivo de alemán, idioma que puedo o no utilizar, es para la mayoría de los asistentes el primer paso para lograr integrarse en su país de acogida. El curso de idiomas, subvencionado por las arcas del Estado alemán, es gratuito para los refugiados y muy asequible para quienes dan pruebas de vivir aquí.
De hecho, sentados en los pupitres color crema de una ruidosa sala que da a la calle, además de ciudadanos de Ucrania o Rusia, también hay personas que vienen de países como Afganistán, Siria, Eritrea, Sri Lanka o Pakistán que han dejado atrás guerras, crisis económicas o situaciones extremas. No están solos. Hay personas que proceden de China, Vietnam, Perú o Rumanía. Y todos se disponen a compartir el mismo reto en los próximos seis meses: aprender un nuevo idioma.
Están en la academia EduGlobal, situada en el corazón de la pequeña y cálida ciudad del sur de Alemania llamada Karlsruhe, en el Estado de Baden-Württemberg. Aquí viven poco más de 313.000 habitantes, pero el lugar es conocido por su tecnología puntera, sus muchas universidades ―de Ingeniería, Música y Arte―, por tener el Tribunal de Justicia, y ―¡atención!― una renta per cápita que duplica la media del país, con 105.000 euros, según datos del Ministerio Federal de Economía y Energía de 2020, frente al promedio nacional que ronda los 48.000 euros.
Aprender alemán en solo seis meses es la principal meta real de todas estas personas, pese a que la mayoría no parece hablar ni una sola palabra del idioma en su primer día de clase. Al menos, esa es la teoría. “En enero los alumnos de este curso tendrán que hacer un examen. Si lo superan tendrán el nivel B1. Después, pueden hacer un curso para aprender sobre Alemania con sus leyes, historia y cultura. Más tarde, también hacen pequeñas formaciones para prepararse para trabajar en despachos”, explica Oliveira, secretaria de la escuela. Ella misma llegó a la ciudad desde Montenegro hace algunos años.
Sin embargo, la realidad no es tan fácil. Mucho menos lo es la de la mayoría de los alumnos: “He pasado por cinco países hasta llegar hasta aquí”, dice uno de los jóvenes afganos cuando, terminadas las primeras clases, pregunto por su historia personal. “Salí de Afganistán a pie”, prosigue con un lenguaje minimalista que compartimos para el que nos servimos de gestos y un traductor de Google que no funciona tan bien. “Cuando era niña no jugaba con muñecas, tenía que coser para ganar dinero”, comenta poco después otra joven, al tiempo que me extiende sus manos para que palpe sus callos. “Me hirieron a los 16 años en la guerra. Combatí con una metralleta”, añade más tarde la misma mujer cuya mirada es extremadamente dulce. A medida que pregunto entre clase y clase escucho historias dramáticas, pero no todas lo son. “Soy arquitecta, me dedico a hacer diseño de interiores. También doy masajes”, explica Olga, de Kiev. “Soy dramaturga, adapto los clásicos en el teatro”, aclara Julia, también de Kiev, días más tarde. “Soy repostera, pero la guerra terminó con todo. Ahora no sé qué puedo hacer. El futuro es una incógnita”, apunta otra mujer de Kiev, que asiste a clase junto a su hija de 18 años. Entre los alumnos hay también una ejecutiva que hasta ahora se ha dedicado a la importación y exportación, otro arquitecto, un agricultor...
Aunque las diferencias económicas, sociales y culturales son obvias, y tal vez marcan las relaciones después, ni se notan ni son importantes cuando comienza la clase; más bien al contrario. “En las clases quedan fuera los temas que enfrentan. La gramática se enseña con asuntos comunes, respetuosos y diversos; que unen y que pueden servir a los alumnos para enfrentar situaciones cotidianas como ir a comprar, ir al hospital, buscar un trabajo o tener que rellenar una solicitud. Muchos alumnos vienen de situaciones de crisis o guerras que no podemos ni imaginar, pero que dificulta su aprendizaje”, explica Dominik, profesor desde hace 10 años en la academia. “Tenemos que ser muy empáticos y sembrar optimismo, utilizar la creatividad para motivar. La gramática alemana no es para nada fácil, pero aprender el idioma es el primer escalón que tienen que superar para vivir aquí. Lograr que lo consigan es parte de mi trabajo”, añade: “No es fácil, pero paso a paso se consigue”.
A modo de ejemplo, Dominik me cuenta que hace tiempo tuvo un alumno de Siria que estaba muy distraído en clase y no podía asimilar lo que se enseñaba. Pronto descubrió que el pueblo de su alumno acababa de ser atacado y muchos de sus vecinos habían muerto. Él no podía hablar por teléfono con su esposa embarazada. “Su hijo nació aquí y hoy ese hombre trabaja como médico en el hospital Clínico de la ciudad”, añade el profesor con visible emoción.
Dentro de la clase, él logra que personas con historias inenarrables y opuestas rían con sonoras carcajadas cuando, sentados de dos en dos o de tres en tres, propone juegos de dados para obligar a recitar en voz alta verbos irregulares de difícil pronunciación, extensos vocabularios o ilimitadas fórmulas para cantar las horas. Poco a poco, y sin darse cuenta, algunas pesadillas se van transformando en sueños en los que ―ese es el secreto― los protagonistas, sí o sí, tienen que hablar en alemán.
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