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bocata de calamares
Columna
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La ciudad contra los niños

El Ayuntamiento promueve Madrid como un buen lugar para la crianza: las familias no saben si reír o llorar, al tiempo que la infancia desaparece de forma generalizada en ciudades de todo el mundo

La bonita movida de tener un hijo. Madrid una ciudad para crecer”: hace unas semanas el Ayuntamiento inició una campaña orwelliana con el citado lema, a base de carteles en los que se alaba esta ciudad como ideal para criar y con motivo de unas ayudas municipales para los que tienen hijos o los adoptan. Lo primero: bienvenidas sean las ayudas para criar (aunque sean esos 500 pavos). Lo segundo: las familias se lo tomaron entre la indignación y la chufla porque Madrid, como tantas otras grandes ciudades, es un lugar tremendamente hostil a la crianza. Lo que crece bien en Madrid es el capital.

—¡Pues que se vayan a otro sitio con los niños!—, dirá el trol castizo que ve la solución a los problemas de la ciudad en la expulsión de aquellos que se preocupan por esos problemas.

Nótese, antes que nada, la persistente obsesión con la Movida: da la impresión de que lo más moderno que puede suceder en esta ciudad sucedió hace 40 años (y ni siquiera nos ponemos de acuerdo en si fue algo realmente transgresor o una expresión del individualismo neoliberal encarnado en niños bien y financiado por el socialismo rampante). En el cartel aparecen un bebé con chupa de cuero roquera (una prenda que han pasado de llevar los macarras a llevar las ministras) o una bebé vestida de animal print con un moño muy erecto: niños modernos, vaya, casi contraculturales. La M de movida luce en el cartel una flechita que recuerda al movimiento okupa (ese para el que el alcalde prometió tolerancia cero, mientras que la tolerancia a los pisos turísticos ilegales fue de hasta del 93%).

José Luis Martínez Almeida, alcalde de este naufragio, ha sido padre y va entrando por los vericuetos de la crianza y la domesticidad. En una ocasión aseguró haber quitado la ropa tendida para sorprender a su pareja (como un “gesto romántico”) y en una entrevista en El Mundo se mostraba decidido a priorizar la crianza al trabajo, cosa que le hay que aplaudir (no tanto la tibieza ante la masacre de niños en Gaza). Ojalá haya, por ejemplo, escuelitas para todos o no se desmantelen espacios familiares como Almendro 3. En realidad, tener hijos en Madrid sí que es una movida, pero de las chungas.

En la ciudad los niños interesan cuando se les puede rentabilizar: ahora, en Navidad, es un momento idóneo, con el Navibus privatizado, los cantos de sirena de Cortylandia o el desfile de Reyes. Los niños quieren cosas, los padres se las compran, todo eso genera economía. El resto del tiempo podemos recluir a los infantes en los parques junto al resto de seres improductivos: los mayores, los adolescentes libidinosos, la gente sin hogar o los borrachos. Que venga Foucault y lo vea.

Más allá de las gestiones particulares, hay una desaparición generalizada de los niños. Como explica la arquitecta Izaskun Chinchilla (véase La ciudad de los cuidados; Catarata), las urbes están planificadas para la producción y el consumo y no para la crianza y los cuidados. ¿Por qué ya no juegan los niños en la calle? Porque la calle es hostil y cochificada, porque los padres cada vez somos menos confiados y, además, metemos a los niños en demasiadas extraescolares; porque entre el individualismo contemporáneo y la destrucción del tejido vecinal, cada vez hay menos “ojos en la calle” (que diría Jane Jacobs) que cuiden de la infancia compartida. Falta comunidad.

Hubo un momento en que las calles fueron también de los niños, como relata el anarquista Colin Ward en El niño en la ciudad (Pepitas de Calabaza), un espacio de exploración, socialización y aventura para los más pequeños (los últimos seres “no domesticados”), hecho que también aportaba cosas buenas a la ciudad y a los adultos. El correteo de los niños ahora no da alegría, ahora interfiere en la compraventa, molesta, no es serio: la infancia ha sido “acuartelada”, como dice el antropólogo Manuel Delgado, tras de las verjas de los columpios.

El otro día el líder de una organización ultraconservadora colgó en la red social X una imagen retrovintage, de aspecto nacionalcatólico, muy risible, que reflejaba su visión de la familia tradicional: el padre presidiendo la mesa, y, junto con la madre y la nutrida prole, rezando delante del alimento. Parecía la secta de la adoración de la sopa. Decía en el tuit que hacían falta políticas públicas para fomentar la familia, “célula básica de la sociedad”.

Estoy muy de acuerdo en lo de las políticas para las familias: deberían incluir la defensa de los servicios públicos como la sanidad y la educación, la intervención en el mercado de la vivienda para frenar la escalada de los precios, la subida de los salarios o la disminución de la jornada laboral, para que los niños puedan disfrutar del derecho a sus padres liberados de las oficinas. En realidad, las familias no necesitan cosas tan específicas, sino, simplemente, vivir en un país decente y no en la puta jungla.

Tal vez sea este cartel municipal un desesperado intento de obrar la magia del lenguaje performativo: si lo decimos, quizás se haga realidad. Mi hija también cree que diciendo las cosas se materializan, pero todavía vive en el mundo mágico de los cuatro años, aunque su vida cotidiana transcurra entre vertederitos callejeros, el drama de las personas sin hogar y los bloques amenazados de desahucio para facilitar la especulación. La movida madrileña.

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Sobre la firma

Sergio C. Fanjul
Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados y premios como el Paco Rabal de Periodismo Cultural o el Pablo García Baena de Poesía. Es profesor de escritura, guionista de TV, radiofonista en Poesía o Barbarie y performer poético. Desde 2009 firma columnas y artículos en El País.
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