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Los últimos vecinos de Sol: “Me quieren expulsar, pero yo aquí me quedo”

El Ayuntamiento de Madrid apenas reconoce 158 pisos turísticos en el distrito Centro, mientras que la Federación Regional de Asociaciones Vecinales contabiliza 980

Lucía Franco

Vivir invadida por turistas. Mercedes Arnalde Barrera, de 67 años, es una de las pocas madrileñas que quedan en Sol. En Madrid operan 17.360 establecimientos turísticos. El 92,7% son pisos turísticos (16.100). Solo el 7% son legales (1.131), según el Ayuntamiento de Madrid. El edificio en el que vive queda sobre la calle Preciados y tiene vistas a la icónica Puerta del Sol, el corazón de Madrid. Nació en esa casa: sus abuelos la alquilaron antes de la Guerra Civil, pasaron los bombardeos refugiándose en el sótano y, décadas después, la familia compró el piso a precio de renta antigua. Les costó tres millones de pesetas de la época, cuando las dueñas vendieron el inmueble.

Quedó a nombre de los dos hermanos con el usufructo de su madre. El PAÍS ha podido hacer un conteo de apenas una docena de vecinos que todavía resisten, más o menos, en los alrededores de Sol. Arnalde, que ejerció como médica toda su vida, se jubiló a los 65 años. Ama el centro: “Me encanta salir y tener cines y museos, y ver gente. No me imagino en otro sitio”. Pero desde hace unos años su vida se torció: primero, una pensión encubierta se instaló en su edificio y, después, un burdel en el bajo.

Fue solo el preludio: hoy la invaden los pisos turísticos. Cuenta que los ha denunciado varias veces ante el Ayuntamiento, en el área de Actividades y Disciplina, y ante la Comunidad de Madrid. Por ahora, sin respuesta. Mientras, sus vecinos se apuntan al alquiler de temporada con el ocio como coartada y operan sin ningún control. Uno tras otro, sus ruidosos y fiesteros vecinos hacen su vida en el inmueble un poco más difícil. En el buzón solo queda su nombre.

“La asociación de vecinos Sol y Letras ha presentado muchísimas denuncias, incluso una con más de 10.000 firmas, pero no ha servido de nada”, asegura la madrileña. No existe una cifra real de cuántos pisos turísticos existen en Sol. No obstante, es posible aventurar un cálculo aproximado de su aumento en los últimos años. En 2018, el Ayuntamiento inspeccionó 502 edificios del distrito Centro y detectó que en 27 ya no quedaba ni un solo vecino. Hoy, en cambio, el Consistorio apenas reconoce 158 pisos turísticos en todo el distrito, mientras que la Federación Regional de Asociaciones Vecinales de Madrid ha contabilizado 980.

La diferencia refleja la magnitud del descontrol: el fenómeno que hace seis años se medía por edificios enteros, ahora se multiplica piso a piso en cada portal. Mercedes aguanta. No quiere irse ni aceptar que el edificio pase a los turistas por completo: “Esto es uso residencial. ¿Quién tiene más derechos, quién vive aquí o quién explota un negocio ilegal?”, argumenta. Ha soportado presiones en las juntas. “Tú molestas”, asegura que le han dicho en repetidas ocasiones.

También ha sido testigo de cómo ha cambiado su barrio: ha visto la calle llenarse de souvenirs baratos y bares para turistas, mientras ella ha sido expulsada y se ha visto resignada a tener que ir a hacer la compra al barrio de al lado, en Antón Martín, porque su zona ya no ofrece los servicios que debería tener una ciudad con vecinos. De hecho, es la única residente con sitio en el nuevo aparcamiento de la plaza del Carmen. “Cuando vi que en toda la planta la única residente era yo, no me lo podía creer”, asegura.

Arnalde pide que se cumplan las normas: más inspectores, multas efectivas y cierres donde la ley prohíbe la actividad. Mientras tanto, se aferra a la casa de su familia y a una idea sencilla y rotunda: que Madrid siga siendo una ciudad para vivir, no un decorado de fin de semana.

Francisco Leandri, de 73 años, vive cerca de la Puerta del Sol desde 1992. Historiador e investigador jubilado del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, llegó con su mujer y sus hijas cuando la calle estaba degradada por la droga y la violencia, recuerda. Poco a poco, el barrio mejoró gracias a la lucha vecinal, pero desde hace una década el proceso se invirtió: los vecinos empezaron a vender, llegaron los bares y luego las tiendas de souvenirs, hasta convertir lo que antes era ruido de fin de semana en una fiesta permanente.

Hoy, en su edificio solo queda él. El resto son pisos turísticos ilegales. “Cada tres días hay maletas, despedidas, fiestas, ruido. No sabes quién entra ni quién sale”, explica. Más de una vez ha tenido que llamar a la policía, sin mucho éxito. Su día a día se ha transformado: “A veces convenzo al del local de alimentación de la calle de que me traiga algunos antojos que no se consiguen en el barrio”.

Sus rutinas se han reducido: evita bares del entorno y se ve obligado a atravesar Lavapiés y la calle Atocha en busca de vida vecinal y socialización real. Y él, que alguna vez pensó en vender, resiste en su piso amplio y luminoso: “Me han hecho muchas ofertas, pero aquí sigo resistiendo. Los que tenían peores viviendas han vendido”.

En pleno centro de Madrid ya no sorprende que en un bloque de viviendas solo quede un vecino frente a decenas de apartamentos turísticos. Para Fernando de los Santos, portavoz del Sindicato de Inquilinas, este fenómeno es el síntoma más visible de una ciudad sometida al interés especulativo. A menudo se trata de edificios en manos de un único propietario, que expulsa paulatinamente a sus inquilinos cuando finalizan sus contratos.

El Plan Reside no convence

En otros casos, la presión se ejerce con excusas legales o directamente mediante coacciones. ¿El resultado? Vecinas que resisten solas entre turistas de paso, sufriendo ansiedad, aislamiento e incluso, acoso. “Es fundamental organizar esos bloques antes de que se vacíen por completo”, alerta el portavoz. Ante esta situación, el Ayuntamiento presentó en noviembre el Plan Reside, con el que se dejarán de otorgar licencias turísticas a viviendas ubicadas en edificios residenciales del centro histórico.

Para el Sindicato de Inquilinas, el Plan Reside es maquillaje. “Ya estaban prohibidos los pisos turísticos en edificios residenciales; lo que ha fallado es la inspección y la sanción”, denuncia De los Santos. Según el portavoz, la normativa no solo no frena el problema, sino que lo agrava, ya que legitima que grandes tenedores adquieran bloques enteros para destinarlos exclusivamente al turismo.

Para la oposición, el plan llega tarde y mal. “¿Por qué los dueños que llevan cinco años sin pagar impuestos van a legalizarse ahora?”, se pregunta el socialista y urbanista Antonio Giraldo, quien denuncia que solo los grandes fondos podrán adquirir edificios completos para cumplir la normativa. Lo que hoy está en juego, dice Giraldo, no es solo la vivienda, sino el derecho a la ciudad. Sin vecinos, Sol deja de ser un barrio para convertirse en un decorado turístico en venta permanente.

Carlota Cuesta nació en 1945 en una casa entre Montera y plaza del Carmen, en el número 12 de la Puerta del Sol, el mismo edificio donde su abuelo, Amador, instaló un estudio fotográfico que fue vivienda y taller. “Amador, fotógrafo”, reza todavía una placa en la fachada en su honor. “Mi abuelo retrató a Alfonso XIII y durante la Guerra Civil fue el único que mantuvo abierto el estudio, mientras la familia pasaba las noches refugiada en el metro de Sol entre bombas y llamas”, explica.

En ese mismo piso nació su padre, Ismael, dibujante, y luego ella, hija única criada entre arte, pintura y los restos de un edificio marcado por la metralla. El próximo 21 de octubre se colocará una placa con el nombre de su padre; ella espera que quede sitio para la suya por su trabajo como pintora. Hoy, Cuesta es la última vecina de esa finca histórica que ha quedado rodeada de extraños.

“El centro de Madrid es mentira. Lo han convertido en un parque temático para turistas”, protesta. La calle Montera, antes llena de joyerías, perfumerías y modistas, está ahora ocupada por cadenas de comida rápida y bisutería barata. “Para el Ayuntamiento, los vecinos no existimos”, lamenta. Desde su terraza, donde mantiene unas pocas plantas como único signo de vida, observa cada día un barrio que siente desaparecido: “He decidido que siempre he sido muy feliz aquí, así que me quedo. Lo siento mucho. Si los pocos que quedaban no se hubieran ido, al menos tendríamos una vocecita. Pero yo resisto”.

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Sobre la firma

Lucía Franco
Es reportera de la sección de Madrid. Anteriormente trabajó en EL PAÍS Colombia y en El Confidencial. Es licenciada en Comunicación Social por la Universidad Javeriana de Bogotá y máster en Periodismo por la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) y EL PAÍS. Ha recibido el Premio APM al Periodista Joven del Año 2021.
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