De Alcobendas a Lisboa pasando por Brasil o Ginebra: el ‘crowdfunding’ errante de dos músicos callejeros con el sueño de triunfar
Beatriz y Fillipe, dos músicos y compositores que viven en Madrid, encuentran en la música callejera la llave para darse a conocer y financiar su primer disco juntos
La primera tarde, la primera noche, ya fueron difíciles. Querían vivir en Italia. Continuaron por la carretera hasta que Beatriz dio un volantazo antes de llegar a la frontera; media vuelta para regresar al cartel original: Torino ― Milán hacia la derecha o Ginebra (Suiza) por la izquierda. Venían de Annecy (Francia), donde habían vivido de su arte durante dos meses con cierta holgura, y pensaron que en el país más diplomático de Europa solo podían “hacerse de oro”. Italia podía esperar. El coche que utilizaban como casa, un Nissan Qashqai de color negro, llegó a Ginebra sin sobresaltos, y una vez allí, vieron que no podían aparcarlo gratis en ningún lugar. Ellos, Beatriz García, de 30 años, y Fillipe Augusto, de 39, un dueto de jazz, soul y blues al que han bautizado como la Bagunza —palabra portuguesa que en castellano significa desorden— tardaron poco en entender que Suiza no es lugar para la improvisación callejera. Después de unas horas, les obligaron a hacer un casting surrealista con la policía local en una comisaría para demostrar sus cualidades. Dicen que les aplaudieron. Serían los únicos.
Ginebra primero, luego Morges y Vevey —también ciudades del país helvético— les salían a pagar. “Vimos que cualquier cosa que interrumpiera el orden de la vida cotidiana no era bienvenida. Nos pareció un lugar muy jodido para hacer música, porque todo era tan perfecto que parecía irreal”, cuentan. A los pocos días regresaron a Francia, donde habían encontrado sus mayores ganancias y aportaciones al crowdfundig que han emprendido para grabar el primer disco de la banda, y con el que ambos músicos esperan conseguir un futuro profesional. En cada actuación, además de pasar la gorra para propinas, reparten un flyer con las instrucciones para colaborar. Hasta ahora llevan unos 570 euros de los 8.000 que calculan necesitar.
Para Beatriz y Pablo solo existe un lugar donde pueden ser lo que quieren ser. Un lugar sin nombre ni dirección. Un lugar romántico, quizá, que llevan a cuestas, y que José Sacristán definió mejor que ellos en la película de Fernando Fernán Gómez, El viaje a ninguna parte, que narra la vida de una compañía de cómicos que en los años cuarenta, en pleno franquismo, vivían de pueblo en pueblo haciendo teatro, y para quienes el hambre se entremezclaba con el sueño de alcanzar el triunfo.
“Nosotros, los cómicos, que no somos de ninguna parte, que somos del camino, ¿dónde caerá nuestro maná?, ¿dónde está nuestro pan si no somos de ningún pueblo?”, le explicaba Carlos Galván, el personaje de Sacristán, a un grupo de hombres que les negaban el reconocimiento y la recompensa por su actuación. Fillipe y Beatriz, cuyos nombres artísticos son Pablo y Betina, llevan dando vueltas por el mundo desde hace más de un año buscando su propio maná. De Alcobendas a Portugal, más tarde Brasil y el pasado verano un viaje en coche por el sur de Europa donde se ganaban la vida con un espectáculo llamado Rúa.
En septiembre volvieron a Madrid. Ahora viven en la casa familiar de Betina en Alcobendas, y quieren poner en orden las 12 canciones de electro blues que tienen compuestas para avanzar en la producción del disco. En este periplo se dieron cuenta rápido de que el público no se guía por la calidad del producto y sí por el contexto que lo envuelve.
“El arte no vale lo que es, sino el lugar donde está. Los que nos ignoran en la calle romperían en aplausos en un gran teatro”, asegura Betina. Pablo, por su parte, lleva casi 20 años como músico callejero y ha desarrollado una especie de radar para saber de antemano qué lugares son más propicios para tocar. “Todas las ciudades tienen dinámicas parecidas. Si observas, no tardas en ver dónde va a funcionar y dónde no”, afirma.
Huyeron de Suiza y volvieron a Francia, donde unos meses atrás cuentan que vieron el primer billete de 10 euros caer en su gorra de manos de un joven. Tras cruzar la frontera con España, habían estado recorriendo el sur francés, empezando por la ciudad marítima de Argelès, y escalando por el costado derecho del país.
“Nosotros nos movemos por los caminos, vamos a los pueblos pequeños por instinto, sin ningún plan previo. En Francia la gente quería bailar con nosotros, querían que nos fuera bien en otros pueblos. Eso se nota en las retribuciones. Yo creo que las personas nos pagan también para que podamos seguir vivos en este sueño”, recuerda Betina. “Allí está mal visto dar de propina las monedas de cobre. Eso ya dice mucho. Pudimos costearnos el viaje y además ahorrar 500 euros”, asegura.
El comienzo de su relación data del 12 de junio de 2023. Betina llevaba meses inmersa en una oscura depresión que le hacía imposible hasta levantarse de la cama para salir a por tabaco. La joven había sido una estudiante modelo, que terminó con matrícula de honor la universidad y después cursó el Grado en Composición en Música Contemporánea en la escuela TAI de Madrid. Vivía en el barrio de Vallehermoso, encerrada en su estudio.
Tras terminar el disco Solonli, inspirado en sus problemas de salud mental, se marchó a Lisboa con una amiga. La primera noche, en una jam session en el bar Quimera Brew Pub, Betina salió al escenario para tocar con un desconocido Pablo el clásico Have you ever seen the rain. La imponente voz de ella y la guitarra y violín de él se entendieron rápido. El resto es una historia en la carretera que pronto les llevó a girar por Portugal, tocando en la calle o haciendo conciertos en pequeñas salas a las que acudían a puerta fría. Esta es otra de las modalidades que utilizan para sobrevivir allá donde van, y que funciona mejor cuanto menos burocrático es el país. Cuando Pablo obtuvo su permiso de residencia portugués ambos marcharon a Brasil, a un pueblo llamado Lumiar en las montañas de Río de Janeiro donde él tiene tres hijos de 15, nueve y siete años.
“Brasil es un lugar que sabe respetar al artista callejero. Es donde más seguros nos hemos sentido, y también donde hemos hecho bastante plata”, afirma el hombre. “Existen muchos códigos para gobernar el desorden de la calle. El ladrón no puede robar a la gente de su barrio, tiene que irse a otro vecindario a cometer el hurto. Nosotros siempre nos sentimos protegidos y bien pagados. Podíamos sacar 180 reales en una tarde. Eso es el 20% del sueldo base brasileño”, comenta.
Pablo estudió periodismo para algún día “escribir sobre geopolítica”. Nunca terminó. Al llegar a España, se dio cuenta de que la profunda polarización en Brasil desde Bolsonaro es aquí, si cabe, “más patente”. “Con esta división entre bandos, entre rojos y azules, a los artistas callejeros se nos presupone de antemano como izquierdistas o comunistas. Se nota en las miradas. Antes de darte algo, piensan si eres o no de los suyos. Da igual que les guste lo que tocas. En Madrid muchas veces sentimos esa cosa de que no quieren que estemos en su calle”.
Él, por sus responsabilidades familiares, dice estar obligado a llevarse todos los días 50 euros al bolsillo. Para ello se coloca en los pasos de cebra de barrios periféricos de Madrid como Manoteras o Ciudad Lineal. En el centro apenas trabaja porque, según él, “la ciudad es un parque temático montado para turistas y una canción es solo una parada más”. En cambio, “si vas a la periferia, mi música es un contrapunto a la banalidad de la vida cotidiana y eso se nota en la retribución económica. Ahí eres el único color de un mundo gris. En el centro, serás solo un color más”, razona. Y añade: “El metro es el peor escenario en el que toqué en mi vida”.
Para Beatriz, su drástico cambio de vida no le ha librado de las dudas existenciales. “Siempre hay un precio a pagar”, reconoce. “Tenemos la libertad con la que el resto sueña, pero perdemos en economía, en estabilidad. Muchas veces te preguntas qué haces ahí, tocando en un sitio que no sabes ni pronunciar. La gente te aplaude, te paga, incluso te acoge en sus casas, pero al final ellos se quedan en su sofá calentitos, y nosotros volvemos al coche, a la carretera. Nuestro disco irá de eso: de las dudas que nos acompañan. Si triunfamos dirán que lo que hicimos fue increíble. Si no, dirán que estábamos equivocados. El éxito en el fondo es una mentira porque en ambos casos el sacrificio será el mismo. La única verdad es que esto es algo honesto. Tal vez utópico, pero honesto. Queremos vivir de la música, ya está”, finaliza.
Para eso dejaron atrás el mundo. La pareja ha vuelto a Madrid igual que hicieran en la ficción los cómicos de El viaje a ninguna parte, que desembarcaron en la capital para “por fin, tener dignidad”. Mientras tanto, después de penurias y vaivenes, la primera canción de Pablo y Betina ya tiene nombre, se llamará Lejos de casa.
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