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Vermú y verbena
Columna
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Parroquianos contra turistas: por qué los bares de barrio han esquivado la gentrificación

El bar de barra y grifo resiste en el centro como el último reducto de la hostelería cercana. Se mantiene transversal, intergeneracional e indomable, gracias a su clientela más fiel

Parroquianas en el bar Tasca Barea, en Madrid
Parroquianas en el bar Tasca Barea, en MadridJuan Medina
Enrique Alpañés

Yo de mayor quiero ser parroquiano. Encontrar mi barra y encaramarme a ella como un periquito, dar palique al camarero y pasar la tarde sorbiendo cerveza y picoteando frutos secos. Ya estoy haciendo méritos para conseguirlo. Los parroquianos son a los bares lo que los camioneros a los restaurantes de carretera: paisaje, pilar y sello de calidad. Si hay parroquianos, es porque hay una buena parroquia. Yo es ver uno y me entran unas ganas locas de entrar al bar y pedirme lo de siempre.

Pedir lo de siempre es algo que me fascina. No puedes hacerlo en una ferretería (a menos que seas un asesino en serie), no puedes hacerlo en un restaurante. Es una frase limitada al contexto del bar. En parte porque no vas a comer todos los días filetes con patatas —por eso de la dieta variada— como sí que puedes beber todos los días una caña —por eso de la vida disoluta—. Pero también porque los restaurantes son excepción, mientras que los bares son alegre rutina. A un restaurante vas para huir de tu casa, a un bar, para sentirte como en ella.

El bar es un escenario recurrente en la ficción (todas las series españolas tienen uno) y en la vida. Es el lugar perfecto donde celebrar un cumpleaños o llorar tras un funeral, escenario de primeras y últimas citas. Porque es mucho menos cruel que te dejen en un bar a que lo hagan en un restaurante (o en una ferretería). El bar invita a mezclarse con los vecinos y tiene una naturaleza más incómoda, callejera y casual que un restaurante. Es un lugar donde improvisar una reunión tumultuosa. Y eso, en una ciudad donde el turismo y la masificación han matado la improvisación, es algo a celebrar.

Las cafeterías sirven brunch y specialty coffe a hordas de turistas. Los restaurantes con cartas clónicas y ambiente canallita han sido colonizados por grupos de inversores que apuestan por los torreznos como antes lo hicieron por las criptomonedas. En su cosmovisión liberal, las sobremesas no son rentables, las terrazas exigen consumición mínima y la reserva es imprescindible.

En este contexto, el bar de barra y grifo resiste en el centro como el último reducto de la hostelería cercana. El refugio de lo auténtico. Se mantienen transversales, intergeneracionales, indomables. Hay bares que son barrio, y lo vertebran como cualquier organización vecinal. Y puede que haya cadenas que intenten clonar y patentar su ambiente, lugares donde venden montaditos a cientos y cerveza a precio de saldo. Pero el alma de un bar es imposible de replicar en una cadena hostelera. Les falta parroquia.

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Los bares han resistido el envite del turbocapitalismo porque el parroquiano acodado a la barra es difícil de desahuciar. Por mucho expat, turista o moderno que intente echarlo, el parroquiano coge sitio en la barra a primera hora, como un jubilado en la playa de Benidorm, y de ahí no lo echas hasta el cierre. Los bares son ingentrificables porque su parroquia es la resistencia. Y por muchos dueños, que se niegan a cambiar una fórmula que funciona desde hace siglos.

Yo en mi barrio tengo un bar de referencia, Tasca Barea. Estoy opositando para ser parroquiano en este rinconcito de Lavapiés, pero la competencia es feroz. Cuando entro me pido lo de siempre (un Aperol Spritz, que uno es parroquiano sofisticado). Empiezo hablando con mi chico o con los amigos, pero acabo haciéndolo con los muchos parroquianos que somos fieles a su barra o con sus dueños, que han pasado a ser colegas.

El otro día vi a un par de turistas en un taburete, pero a las cinco cañas (en los bares el tiempo no se mide en minutos, sino en cañas) eran dos parroquianos más. Casi les salía acento de Madrid. Esta es la magia de los buenos bares, que funcionan como coctelera social y una vez te acodas en su barra, pasas a formar parte de una efímera comunidad.

Cuando me mudé a Lavapiés, hace ya 10 años, busqué un gimnasio, una biblioteca y un bar. En este tiempo he cambiado de biblioteca, he dejado el gimnasio, incluso me he mudado de casa, pero el bar permanece constante como un refugio en medio de la ciudad cambiante. El lugar donde ir y pedir lo de siempre, como siempre. El lugar donde no ser cliente, sino parte de una parroquia.

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Sobre la firma

Enrique Alpañés
Licenciado en Derecho, máster en Periodismo. Ha pasado por las redacciones de la Cadena SER, Onda Cero, Vanity Fair y Yorokobu. En EL PAÍS escribe en la sección de Salud y Bienestar
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