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Vermú y verbena
Columna
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La vida en Madrid es eso que pasa mientras esperas en una cola

Vivir en la ciudad consiste en esperar. Esperar en el metro o en el atasco. Esperar en el mercado o a entrar en la discoteca. Nadie puede escapar de la fila infinita, pero hay diferentes maneras de afrontarla

Decenas de personas esperan en fila para entrar en el Museo Reina Sofía en el día internacional de los museos
Decenas de personas esperan en fila para entrar en el Museo Reina Sofía en el día internacional de los museosEuropa Press News (Europa Press via Getty Images)
Enrique Alpañés

El otro día quedé con unos amigos para hacer colas. En realidad, el plan era ir al mercado de productores, un lugar donde venden tomates que saben a tomates (más que un reclamo, un lugar común), pan de masa madre y alcachofas monísimas a precios desorbitados. En Madrid hemos gentrificado hasta la huerta. El mercado de productores es como un mercadillo de pueblo, pero hay tenderetes de vermú y tiene el aforo de un pequeño festival, así que te ves obligado a hacer cola hasta para salir corriendo de ahí. Estaba todo lleno de niños y de modernos, incluso de niños modernos. Para que la gente pudiera bailar mientras hacía cola, habían contratado grupos rockeritos como de boda que destrozaban los grandes éxitos del pop español. Fue tan horrible como suena. No veo la hora de repetir.

Nada más llegar nos dividimos con una eficiencia marcial para aprovisionar al grupo de comida y bebida. Tardamos más tiempo en esperar por ella que en consumirla, así que en media hora volvimos a repetir el proceso. Después, a un amigo se le ocurrió que no podíamos irnos de ahí sin los famosos tomates, así que esperamos otros 20 minutos bajo el sol. Luego la naturaleza impuso su ley y me obligó a esperar ordenadamente para ir al baño.

Las colas de aquel lugar fueron creciendo y menguando, pero no desaparecieron hasta las cuatro de la tarde, cuando atendieron al último señor, que se quedó la vez y cerró el mercado. Para entonces yo estaba desorientado, traumatizado y harto. Solo quería irme a mi casa a poder hacer cosas fisiológicas (comer, beber, mear y eso) sin que hubiera una veintena de señores delante de mí que iban a hacerlas antes.

Vivir en una ciudad consiste en esperar. Esperar a que llegue el metro, esperar a que el metro te lleve a tu destino, esperar en el atasco. Hordas de pasmarotes plantados en la calle esperan todas las mañanas para pedir un New York Roll de pistacho. El restaurante de moda crea una nueva cola al no aceptar reserva. Al caer la tarde, un ordenado gentío se planta a las puertas de los hoteles para subir a sus azoteas. También hay colas menos frívolas y mucho más largas en Madrid: las colas del hambre, las listas de espera. Parecen crecer de noche, como los desiertos, porque los que dirigen esta ciudad siguen sin verlas.

El caso es que todo el mundo parece estar en una cola últimamente. Pero no todos saben hacerla igual de bien. Yo, por ejemplo, soy malísimo. No puedo matar el tiempo ni con el móvil porque necesito concentrarme en el proceso, como si por ello fuera a avanzar la cola más rápido. Estoy pendiente de que no se me cuele nadie, repasando mentalmente qué voy a pedir, así que no puedo hablar más que lo justo: “Qué lento va esto”. “¿Crees que falta mucho?”. “Odio esperar”. Ese tipo de cosas. Por eso, me fascina la gente que ha convertido la espera en ocio, quienes han aprendido a hackear las colas y a burlar el sistema.

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Son esos que sacan el libro en el metro, o los que se ponen una película en el móvil. Los que ríen a carcajadas en la barra del bar, sin miedo a que se les cuele alguien. Son ese grupo de chicas que esperan juntas y convierten el baño en el lugar más interesante de una fiesta, las que se hacen amigas esperando. Son las abuelas que charlan en la cola del mercado, haciendo que todo vaya más lento, pero sea más bonito. Son los conductores que cantan en medio de un atasco.

El otro día, en el mercado, vi a un chico haciendo ganchillo en una cola y me dieron ganas de abrazarlo. Observé a mis amigos, charlando animadamente, mientas esperaban para comprar tomates e intenté imitarlos. Una amiga, la mejor esperadora del grupo, llegó tarde a la quedada, pero lo suponíamos todos. Suele bajarse del metro una o dos paradas antes de su destino. A veces llega tarde, pero siempre llega feliz. Porque entiende el viaje no como espera sino como aventura. Se ha dado cuenta de que la vida en Madrid es eso que pasa mientras esperas en una cola.

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Sobre la firma

Enrique Alpañés
Licenciado en Derecho, máster en Periodismo. Ha pasado por las redacciones de la Cadena SER, Onda Cero, Vanity Fair y Yorokobu. En EL PAÍS escribe en la sección de Salud y Bienestar
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