Del éxito al colapso en cuestión de días: cuando un pequeño comercio se vuelve viral
Tres negocios en Madrid cuentan qué pasa cuando su local se convierte en lugar de peregrinación para miles de personas gracias a las redes sociales: “Primero las colas, luego las malas caras”
Todo empieza con un video corto en redes sociales. El título suele ser algo del estilo: “Probando el mejor [producto concreto] de Madrid”. Acompañado de una voz en off e imágenes de alguien con un buen número de seguidores disfrutando del manjar. Después un “me gusta”, otro, otro y otro. Mil visitas, cien mil, un millón. Los medios se hacen eco del fenómeno y todo el mundo reenvía la publicación a amigos y familiares. Tienen que ir a probarlo. Y van. Entonces, el pequeño comercio ―incluso puede llevar años en el mismo enclave― se convierte en destino de peregrinación para hordas de personas, que graban y cuelgan más fotos y videos. Es lo que les ha pasado a decenas de negocios en la capital, gracias, en parte, al boom de compartir planes y ofertas en internet. Tres de ellos cuentan qué pasa, más allá de la ilusión de darse a conocer y el éxito económico, cuando un local de barrio se vuelve viral en cuestión de días.
El obrador de Guilherme Gleiser, brasileño de 33 años, hace esquina en una de las calles donde se monta El Rastro. “Es como un pueblo. No hay casi nadie, salvo los domingos”, dice. Lo abrió en octubre de 2021 ―tras cinco años trabajando de panadero― junto a dos amigos y lo bautizaron como Novo Mundo. El negocio empezó pasito a pasito, entre semana marchaba bien y los sábados y domingos mejor. Para ganar un poco más, vendían el producto (pan, croissants, galletas, pasteles) a otras cafeterías de la ciudad. Pasó un año y se consolidaron como panadería del barrio, pero en diciembre de 2022 todo dio un vuelco. Una marca les propuso hacer un postre novedoso para una campaña y optaron por los aclamados New York rolls.
“Hacíamos ocho unidades al día y sobraban dos”, recuerda. Hasta que una chica, conocida en redes sociales, fue a probarlos y colgó un video en TikTok que alcanzó los dos millones de visualizaciones. A ese video le siguieron muchos más. “Un viernes nos fuimos a casa con 8.000 seguidores en redes y el lunes ya teníamos 14.000″, cuenta Gleiser. No hizo falta más, la panadería se convirtió en fenómeno. Pasaron a producir entre 200 y 400 rollos al día y se acababan a las pocas horas. Las colas daban la vuelta a la manzana y había quien esperaba hasta una hora para comprar el exitoso producto: “Venían buscando solo eso y la foto, y no sabían lo que supone hacerlos. Cada uno son tres días de trabajo. Hay locales que abren con la intención de hacerse virales y nosotros no estábamos preparados para serlo”.
Con las colas y las esperas, llegaron las malas caras y los comentarios despectivos en redes sociales. Que no tenían visión de negocio, que deberían centrarse en lo que les daba dinero y dejar el resto de productos, que no era normal que se acabaran. Nunca era suficiente. “Un tarde, por ejemplo, un cliente nos gritó porque no había rolls y llevaba media hora esperando. ‘Sois unos incompetentes’, decía. Imagina al equipo, ya sobrecargado, teniendo que lidiar con todas las personas que venían enfadadas”, comenta Gleiser. Hasta tuvieron que colgar un mensaje en sus redes sociales pidiendo paciencia y comprensión, porque ya no daban más de sí.
En un solo mes pasaron de ser cuatro trabajando a ocho y los tres socios acumulaban, una tras otra, jornadas de entre 13 y 14 horas en el pequeño local. “Hacíamos lo que fuera por evitar el enfado de la gente, pero es muy difícil. Los clientes de siempre dejaron de venir tan a menudo, cambió el sentido del negocio. Esa viralidad es insostenible a largo plazo sin que el equipo se queme”.
Con pies de plomo
Para Esther Muñoz y Manuel Sifuentes, pareja y ambos de 50 años, el boom llegó prácticamente de un día para otro y después de nueve años al frente del negocio. Son dueños de La Caracola, un local del Mercado de Antón Martín que vendía comida para llevar y empezó a copar titulares en prensa cuando se especializaron en tortilla de patata y tarta de queso al horno, y un cliente los recomendó en redes en otoño del año pasado. “Sacamos un sabor de tarta nuevo y decidimos regalar porciones por el Black Friday. No tenemos muy claro por qué, pero nos encontramos con una cola kilométrica. Todo se disparó. Colas de horas a diario durante varios meses”, recuerda Muñoz.
A partir de ahí, llegó el tsunami: triplicar la producción en un espacio limitado, trabajo a “marchas forzadas”, jornadas extenuantes, estrés, malabarismos para que todo cupiera y llegara a tiempo, atender a cientos de personas de forma personalizada e intentar no perder calidad en el producto final. “Mi marido y yo nos quedábamos hasta las seis de la mañana. He estado meses durmiendo tres o cuatro horas. Nos pilló de sopetón y así aguantas un tiempo, pero no indefinidamente”, cuenta Muñoz.
También había miedo. Sabían que si querían sacar el trabajo adelante “sin morir en el intento”, tenían que aumentar la plantilla y buscar otro local, pero no estaban seguros, porque el éxito podía irse tan rápido como había llegado. “Vas con pies de plomo. El bluf puede acabar en nada y en redes solo se ve la fachada, no lo que conlleva llevarlo para adelante”. Desde entonces, aunque el ritmo no es tan frenético, siguen vendiendo bien, han podido ampliar el negocio a un segundo local y han pasado de ser cinco personas trabajando a 12.
Kilos y kilos de yogur
Pleno agosto, ola de calor y en el distrito de Salamanca no hay casi nadie en ningún sitio. Salvo en el número 44 de la calle de José Ortega y Gasset. Decenas de personas hacen cola frente a la entrada de un discreto local con el rótulo en azul: Myka, una tienda de yogur griego helado que abrió a finales de junio y es de los últimos negocios de la capital en sumarse a la lista de la viralidad instantánea. “Estamos muy sorprendidos con el aluvión de clientes y no solo de Madrid. Este mes unos moteros que vinieron desde Guadalajara solo a consumir el yogur helado”, cuenta Natalia Morales, de 38 años y que montó el negocio con su marido, Javier Ezquerro, de 40. Ambos son de México y llevan dos meses sin parar.
Al principio, la mayoría de clientes eran vecinos de la zona, que se topaban con la novedad de vuelta a casa. Pero, como con la panadería y el local de Antón Martín, bastó un video para desatar la locura. “Un día, en concreto, vinieron 20 personas seguidas y todas pidieron lo mismo. Algo pasaba, pregunté a la 21 y me contestó: ‘Es que está en TikTok”, relata Morales.
El local es chiquitito, de 22 metros cuadrados, y no está pensado para atender a tanta gente. Hay quien espera hasta 40 minutos para disfrutar del postre. “No es sencillo mantener la cadena de suministro. No sé cuántos kilos y kilos de yogur griego estamos consumiendo, nuestro obrador no está preparado para tal cantidad de materia prima. Hemos tenido que alquilar trasteros que ya están llenos. Acabamos con el suministro de cucharas planeado para meses en julio. Nuestra casa se ha convertido en un almacén”, enumera Ezquerro.
El matrimonio dice que están felices, pero que también es importante ensalzar lo que hay detrás de un éxito tan repentino. “Los clientes se convierten en promotores. Toman la foto, la suben y es una bola de nieve que cada vez se hace más grande”, dice Morales. Este verano han visto poco a sus hijas, de 8 y 10 años, y se pasan los días en la tienda. “Abrimos siete días a la semana de 14.00 a 23.00 y la gente nos ha pedido que lo hagamos antes. Al principio, abríamos y empezaban a llegar poco a poco los clientes, ahora desde media hora antes de la apertura se ponen fuera para ser los primeros”, añade la dueña.
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