Neochulapos y San Isidro ‘aesthetics’: el loco auge del folklore nacionalista madrileño
El fenómeno de la ‘Pradera cuqui’ no es en absoluto nuevo: la generación que alumbró lo hipster (antes de que lo hipster tornase en rojipardo) ya puso de moda los trajes regionales
Nos informaba en un magnífico reportaje el pasado fin de semana la periodista Andrea Farnós que este año grandes grupos de jóvenes se están organizando para acudir a La Pradera de San Isidro vestidos con la parafernalia chulapa a todo gas: bien de volantes, bien de lazos, bien de lunares, bien de pañuelos en la cabeza con claveles reventones en la frente, bien de nardos apoyaos en la cadera. Animados por el furor visual que domina las redes sociales más visuales, de Tik Tok a Instagram, han decidido hacer de las fiestas patronales de Madrid una cosa aesthetics, como emulando los usos y costumbres de las ferias andaluzas.
Aesthetics es, para el que no lo sepa, el nombre que da llama la chavalada a esa manía tan actual, tan relacionada con la democratización del buen gusto y el auge del fashionismo entre las clases populares (gracias a la explotación de niños y mujeres en talleres de Bangladesh y Saigón) de cuquificarlo todo, de hacer que todo sea “bonito”. Cuando algo es aesthetics dentro de una conjunto de símbolos concreto, la chavalada le pone el sufijo -core y entonces la cosa se convierte en algo parecido a una tribu urbana. Por ejemplo: el que se viste de neochulapo aesthetic se adscribe al pichicore.
Ha generado mucha bilis la cosa de comparar La Pradera a la Feria de abril porque está Madrid muy neoliberal y conservadora y, de pronto, a mucha gente le ha entrado el razonable miedo de que en la ciudad donde te cobran hasta por cagar en la estación de tren (esto pasa en Atocha, señores) se instaure un modelo de casetas caciquil y amiguista solo porque el alcalde tiene muchos colegones capillitas.
Quisiera, de todas maneras, recordar que en Andalucía hay también ferias donde las casetas son populares, de acceso libre y a veces, ojo, hasta de izquierdas. Y, seamos francos, la de La Pradera es una de las verbenas más ruidosas, caóticas y malolientes de todo el Estado español. Se parece a la Feria de Sevilla como un huevo a una castaña, al menos de momento. Y menos mal.
Debo decir además que el fenómeno de La Pradera cuqui no me parece en absoluto nuevo: pertenezco en parte a la generación que alumbró lo hipster, cuando aún no sabíamos que lo hipster acabaría mutando en rojipardo, y he visto a las mejores mentes de mi generación (desde Sabina Urraca hasta a Ainhoa Rebolledo) ponerse trajes regionales en estas fechas para parecer muy madrileñas y mucho madrileñas, sin ser ellas nada de eso. Es más: yo (que tampoco soy de aquí, de Madrí) tengo una parpusa que alguna vez me puse para ir al (resquiescat in pace) Nasti. Subo la apuesta: creo que una parte de esa (esta) exjuventud exhipster es la que ha gentrificado los barrios que rodean La Pradera y que fueron ellos (nosotros) los primeros que quisieron (quisimos) convertir las fiestas patronales en una cosa muy modelna. Estoy casi segura, de hecho, que son miembros de esta generación los que han puesto en marcha una iniciativa fanzinera muy divertida llamada El Palillo Fetén.
Se apresuran mis amigos periodistas, que son (somos) los más odiadores del mundo (pero también los más brillantes), a darle agudas interpretaciones políticas al neocasticismo: el asunto ha de tener que ver necesariamente con el auge de la ultraderecha y todo lo conservador, con el deseo del regreso a las tradiciones y la arcadia feliz del pasado que nunca existió. ¡La culpa de todo la tiene Ana Iris Simón!
Entiendo la asociación de ideas: no hay nada más político que un traje regional, una de las materias primas primordiales que se usan para construir el folklore, a su vez pieza esencial de todo nacionalismo que se precie. Desde que Isabel Díaz Ayuso ha convertido a Madrid en su país, andan los ayusistas a la caza de un pantonario identitario, dando sablazos por doquier a cosas que, efectivamente, son muy madrileñas (las cañas, la noche, las verbenas, las chulapas y los churros) pero que jamás, nunca (y mira que Esperanza Aguirre lo intentó con denuedo) tuvieron signo político.
Sin embargo, la turra neochulapa, la matraca pichocore, no viene solo de la derecha, no se equivoquen. Desde que las izquierdas alternativas descubrieron que las guerras culturales ganan votos y almas, desde que consiguieron una alcaldía convirtiendo en caricatura de abuelita a una jueza hecha y derecha, andan los aspirantes a los asientos de las diversas asambleas y plenos usando los mosaicos de las calles de Lavapiés y sus letras tipo sangre de toro como escudo de armas.
Se inscriben en el ala zurda con frecuencia intelectuales de vasta erudición y gestores culturales con muchas lecturas, como la especialista en casticismo que le dijo a la compañera Farnós, muy ofendida por el asunto del pichicore: “La cultura no es postureo. El traje de chulapa no es un disfraz, es un signo de cómo se rebelaron los madrileños contra el afrancesamiento”. Mátame organillo.
Suscríbete aquí a nuestra newsletter sobre Madrid, que se publica cada martes y viernes.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.