La muerte de Chueca: cuando el Nike era un espacio seguro
Antes, toda persona no heterosexual tenía un mapa mental: sabía dónde podía besar o ir de la mano con su pareja. Pero se empezó a diluir hace años y los espacios del colectivo son hoy menos seguros
Últimamente, oigo mucho hablar de espacios seguros y, cuando lo hago, no puedo evitar esbozar una sonrisa cínica. La primera vez que fui a uno casi me abren la cabeza. Gastaba yo 20 años y me acababa de dar mi tercer primer beso. Yo, como muchos homosexuales de mi generación, no tuve uno, sino tres primeros besos. El primer primer beso fue performance, decepción, la confirmación de una sospecha. Hubo un segundo ósculo, que no por ser más verdad supo menos amargo. En la adolescencia, para los heterosexuales, los besos son galones, son conversación y alegre cotilleo. Son orgullo público. Pero esto no sucede con los no heterosexuales. Nuestro segundo primer beso suele estar envuelto en secretismo y vergüenza. Por eso tenemos un tercero. El que nos damos en público por primera vez. El morreo como acto de valentía, los chupetones como reivindicación y pancarta. El sexo, a veces, es alegre política.
Mi tercer primer beso fue en un bar cochambroso de Chueca. Se llamaba Nike (y se pronunciaba como si estuvieras hablando de una diosa griega, no de unas zapatillas). El Nike tenía mesas de contrachapado y el suelo alfombrado de servilletas. Servía el kalimotxo en la vajilla buena para estos menesteres: minis de plástico. Ponía siempre como tapa un puñado de cacahuetes. Todo aquello le daba un ambiente entre cutre y callejero, como de fiesta patronal o de comunión en el pueblo.
En mi visión idealizada y estereotipada, Chueca era un lugar de cafés elegantes lleno de sofisticados homosexuales que hablaban de arte, moda y Madonna. Pero este lugar se parecía más al bar de mi barrio. La conversación era una maraña de gritos, las máquinas tragaperras daban el toque de color a un lugar ordinario en tonos ocres y el baño estaba al fondo a la derecha, como en todos los bares del mundo. Lo que hacía que el Nike fuera especial era su clientela: estaba lleno de maricas, bolleras y punkis. Era costumbrismo queer, la intersección improbable entre Almodóvar y Los Serrano. En los primeros dosmiles este bar de batalla era el epicentro de Chueca, el espacio seguro por antonomasia.
El caso es que la primera vez que me di un beso en público con un chico fue allí. Yo estaba más nervioso por lo público que por el beso. Morreaba con los ojos abiertos, alucinado y vigilante, como un pez fuera del agua o un gato dentro de ella. El gesto no debía de ser especialmente sexy, pero hizo que pudiera esquivar el botellín que nos lanzaron desde la puerta unos chavales. No dio a nadie, estalló en el suelo como impacta un meteorito, arrasando conversaciones y rompiendo en mil pedazos el tranquilo bullicio del bar. Las charlas se interrumpieron con un silencio expectante.
La camarera del Nike fue la primera en romperlo, con un grito de guerra que abrió la veda. Se unió rápidamente una algarabía de maricones lanzando improperios y cacahuetes. Los agresores se marcharon corriendo. Nos habían visto desde la calle y habían entrado a por nosotros, pero terminaron huyendo al ver la reacción de las parroquianas.
Han pasado muchos años, pero sigo pensando en todo aquello a menudo. No por el beso en sí (con el tiempo descubrí que el chaval al que se lo di iba repartiendo primeros, terceros y decimocuartos besos a mis espaldas) sino por todo lo que este generó. Por los aliados anónimos que, sin conocernos de nada, nos protegieron. Hubo muchos terceros besos después de aquel. Besos rodeado de amigos, besos fuera del espacio seguro. Besos delante de padres y abuelos. Besos a la salida del trabajo. Hubo un momento en el que dejé de necesitar ir a Chueca para ligar, para besar o para que se me cayera la pluma sin miedo a que alguien me tirara una botella y nadie me defendiera. En ese tiempo cambié yo, pero el barrio también lo hizo.
El otro día me acerqué por la plaza. Solo había una bandera arcoíris donde antes había decenas. El Nike es hoy una neotaberna instagrameable llena de guiris y de pijos. Con lo que antes te pedías un mini de kalimotxo, ahora no te da ni para dos gildas. Puede que el barrio haya perdido algo de la personalidad que tuviera antaño. Que haya cambiado los bares de osos, el pelo el whisky y el cuero, por cafeterías de especialidad, todo brunch, cookies y mimosas. El espacio seguro se ha convertido en un espacio monísimo.
La gentrificación, la tolerancia y Grindr han acabado con el alma de Chueca, pero eso no es necesariamente algo malo, porque su alma no ha muerto, solo se ha diluido por la ciudad. La alegre parroquia que se refugiaba en este lugar para poder ser, se ha desperdigado por toda Madrid. La hemos conquistado, la hemos hecho nuestra y la hemos llenado de besos.
Antes toda persona no heterosexual tenía en su cabeza un mapa mental. Sabía dónde podía besar o ir de la mano con su pareja y donde no. Geolocalizaba el espacio seguro. Pero estos mapas se empezaron a diluir hace años, los espacios son menos seguros, pero mucho más grandes. Lo que antes solo se podía hacer en Chueca, hoy se hace en toda la ciudad. Y eso ha hecho que surjan más fantoches que tiran botellas, que dan palizas, que escupen odio e insultos. Y mucha más gente que responde a sus bravuconadas.
Por eso los maricas de hoy no tenemos mapas internos, pero hemos aprendido a leer la situación. Soltamos las manos o recogemos la pluma cuando intuimos peligro. Aprendemos con palos propios y ajenos que el espacio seguro no existe. Que al final, no son los lugares, sino las personas las que nos protegen.
Suscríbete aquí a nuestra newsletter sobre Madrid, que se publica cada martes y viernes.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.