Celebrando un partido, la extraña muerte de Arnaldo en un parque de Madrid
El fallecimiento de un emigrante mientras jugaba al voleibol conmociona a la comunidad paraguaya, que se moviliza para despedir a su compatriota
Es domingo 8 de octubre y seis amigos juegan al voleibol en un parque del distrito madrileño de Carabanchel. Todos son paraguayos y viejos conocidos que ríen y bromean sobre un balón perdido, un punto dudoso o la pelota poco hinchada. A un costado de la red, las mujeres hablan entre ellas alternando el español y el guaraní mientras suena música popular de arpas y trompetas en un pequeño altavoz. Entre todos ellos se mueve con sus tarteras Doña Ana, que vende pollo y empanadas típicas de su tierra. En un equipo de los dos que mueven la pelota de lado a lado de la red está Carlos, que limpia portales; Sebastián, que trabaja en Mercamadrid o Marco, que cuida ancianos. Pasadas las ocho de la tarde, el partido está igualado cuando Arnaldo Benítez, albañil de profesión, recibe el balón, salta junto a la red y, con un glorioso golpe, logra el punto que da la victoria a los suyos. Tres minutos después, agoniza en el suelo del parque.
Arnaldo Ismael Benítez Morínigo era un tipo grande, de casi 1,85 metros de altura, rostro afable y tendencia a la risa. “Era amable, buena gente y muy tranquilo”, dice de él un buen amigo paraguayo, una de las comunidades migrantes más discretas de España. Pasa tan desapercibida que, en una búsqueda de noticias recientes sobre paraguayos en España, solo aparece la historia de Romina Celeste, la paraguaya a quien su marido madrileño, Raúl Díaz Chacón, troceó y cocinó en una barbacoa en Canarias y que llegó a quedar en libertad a principios de año por falta de juicio.
O, más recientemente, la muerte de dos albañiles a los que les cayó un techo encima en el municipio madrileño de Galapagar. Nada de peleas, robos o disturbios, salvo alguna pobre mula detenida al tratar de entrar por Barajas con cocaína. Tampoco en el parque de la plaza Elíptica se recuerda ningún altercado reseñable, a pesar de que cada domingo cientos de ellos se reúnen para hacer una de las pocas cosas gratis que puede hacer alguien en Madrid: hablar con sus amigos, intercambiar comida típica de su tierra y jugar a la pelota durante horas. Entre los que acudían cada domingo, siempre estaba el hombre al que ahora intentan reanimar.
Arnaldo Benítez nació hace 43 años en Acahay, una pequeña ciudad del departamento de Paraguarí, a dos horas en coche de la capital, Asunción. Allí montó con su padre un negocio de lavado de coches que daba lo justo para vivir, hasta que hace cinco años su hermana lo convenció para probar suerte en España. Los primeros meses trabajó de mensajero o limpiando pero, poco después, consiguió empleo como albañil. Trabajador y puntual, rápidamente se integró en una cuadrilla que hacía reformas en domicilios de la Comunidad de Madrid y consiguió los papeles de residencia. Simpatizante del Cerro Porteño y del Real Madrid, vivía con su novia y otro matrimonio en un apartamento de 70 metros cuadrados en el distrito de Usera, en la capital. “Le gustaba pasear por la Gran Vía, enviar chistes malos por WhatsApp y soñaba con ir al Bernabéu a ver un partido de Champions”, dicen de él sus amigos del parque.
En España hay registrados unos 85.000 paraguayos y precisamente los que viven en España son los que más dinero envían. Incluso durante la pandemia, los paraguayos mandaron a su país 300 millones de dólares en 2021, frente a los 70 millones a Estados Unidos. Cada semana Arnaldo hablaba con su padre y cada mes enviaba 300 euros a casa. Con esas limitaciones, ver videos en Tiktok y la pachanga de los domingos eran los únicos vicios de Arnaldo cuando bajaba del andamio.
Ni siquiera lo mantearon o se abalanzaron sobre él. Pasadas las ocho de la tarde, cuando Arnaldo marcó el punto definitivo, sus compañeros se abrazaron a él para celebrarlo. Estaba anocheciendo así que, por fin, podían irse a casa. Alberto, el más entusiasta, quiso que todos vieran al héroe del partido, lo agarró a la altura de las rodillas y lo levantó. Pero grande como era, los dos cayeron de espaldas y Arnaldo se golpeó la cabeza y se desnucó.
En un instante estaba en el suelo inconsciente y sin pulso. El Samur y la Policía Municipal lo reanimaron hasta dejarle un hilo de vida suficiente para llegar a urgencias. El único familiar que tiene un migrante es el amigo de al lado, así que Doña Ana se hizo pasar por su madre para poder subirse con él en la ambulancia y con él se quedó hasta que en el Hospital 12 de octubre certificaron su muerte, dos horas después.
Alberto se esfumó del lugar cuando vio que Arnaldo agonizaba. Primero lo atendió, intentó reanimarlo, se asustó y los amigos le sugirieron que se fuera de allí. Pero no fue difícil para la policía localizarlo. En un audio que envió días después al grupo de amigos paraguayos de WhatsApp, lloraba asustado y pedía perdón. “¿Cómo es que esto terminó así?”, se preguntaba. Eran buenos amigos y puede ser acusado de homicidio involuntario.
Una semana después de su muerte, la colonia paraguaya volvió al mismo parque. Francisco cocinó chipaguasú, María dulce de maní y Clarisa sopa de maíz para vender y recoger algo de dinero. Ese día ya no había músicas alegres de arpa ni risas, sino el recuerdo del amigo. La embajada de Paraguay en España pagó los gastos de repatriación y dos horas de tanatorio, pero con el dinero de la venta de comida sus amigos pagaron 10 horas más de flores y tanatorio para despedir a su compadre. Cuando este martes su familia recibió el cuerpo en el aeropuerto de Asunción, sabían que murió de la forma más absurda, pero que nunca estuvo solo.
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