Un día muy especial en la vida de Bruno, vocal de mesa con síndrome de Down: “Soy rápido como una liebre”
Este madrileño de 21 años votó por primera vez en las elecciones a la Asamblea de Madrid de 2021, tres años después de la reforma legal que permitió a las personas con discapacidad intelectual participar en los comicios
Bruno Ruiz de la Viuda ha tenido que madrugar mucho para ser domingo. Poco antes de las siete de la mañana ya está duchado, vestido, peinado y sentado en la mesa de la cocina con una taza de leche de soja en la mano. Bosteza y se frota los ojos. “El día será largo”, le recuerda Juan, su padre. “Sí, yo voy a las ocho”, responde él. Se lo sabe al dedillo. Han repasado el itinerario varias veces desde que recibieron la notificación: “Ha sido usted designado para formar parte de la mesa electoral”. Aun así, está nervioso, apenas ha probado las magdalenas y se cruje los dedos. Su madre, María Jesús, todavía en pijama, lo nota. “Llevamos toda la vida apostando por la integración y esto es un paso más”, dice. Durante las próximas 12 horas, Bruno será vocal en una de las mesas del colegio Lepanto, en el distrito madrileño de Moncloa-Aravaca. También se convertirá en una de las pocas personas con síndrome de Down de España en desempeñar ese cargo.
Son las 7.41 y el DNI de Bruno no aparece por ningún lado. No está en la mochila, ni en la habitación. Tampoco en la cocina ni en la cartera. “¿Lo tienes tú?”, pregunta Juan a María Jesús. Nada. Se lo han dejado en la casa del pueblo, en Burgos. Minutos de agobio. “Vale, tenemos el pasaporte. Iremos con eso”, zanja el padre. Ya está, todo sigue su curso. Cogen un par de botellas de agua, la mochila y el manual de la Junta Electoral, que han leído juntos en más de una ocasión. En cuanto lleguen al colegio, el plan es el siguiente: para ir más rápido, Juan buscará los nombres de los votantes en la lista y Bruno se encargará de tacharlos con un subrayador amarillo. Mano a mano.
Hace cinco años, padre e hijo no hubieran podido pasar así el día de las elecciones. En 2018, el Congreso aprobó por unanimidad una reforma en la Ley Orgánica de Régimen Electoral General, impulsada por el PSOE, que permitió votar a las alrededor de 100.000 personas con discapacidad intelectual, enfermedad mental o deterioro cognitivo que hasta entonces no podían. La iniciativa legislativa surgió dos años antes en la Asamblea de Madrid y, al aprobarse, España se convirtió en el octavo país de la Unión Europea en dejar de aplicar restricciones de voto a ciudadanos como Bruno. Él lo hizo por primera vez en las elecciones a la Asamblea de Madrid de 2021, tres años después de la reforma de la ley electoral.
Nada más recibir la notificación de la Junta Electoral, María Jesús y Juan se plantearon si su hijo, de 21 años y el tercero de cuatro hermanos, debía ser vocal o no. Las personas con algún tipo de discapacidad pueden solicitar no formar parte de una mesa si así lo desean. Pero Bruno y su familia decidieron que seguirían adelante. “Si es capaz de ejercer sus derechos yendo a votar, queremos que sepa que también tiene deberes como ciudadano”, resume el padre.
Llegan en coche al colegio poco antes de las ocho, hora a la que están convocados los miembros de las mesas. La de Bruno es la segunda del centro con más votantes censados: 779 personas están llamadas a votar —incluidas las que lo hacen por correo― y él tendrá que dar cuenta de que son quienes dicen ser y de que aparecen en la lista.
“Te lo he contado un millón de veces. Esta es la del Congreso [la tapa transparente] y está la del Senado [la de tapa color salmón]”, repite Juan. Mientras, Bruno sostiene la hoja de constitución de mesa, la lee y sonríe. Ha llegado el primero, ya no tiene sueño. Está feliz. “El rotulador es para tachar”, dice mientras señala el subrayador amarillo fosforito. Hay tres y, para la una de la tarde, ya habrá gastado casi por completo el primero.
―¿Tienes ganas de votar?
―Sí.
―¿Por qué?
―Por las noticias. Dicen que hay que votar. Pedro Sánchez y Feijóo lo dicen también.
―¿Y a quién vas a votar?
―Ah, a quien yo quiera.
A las nueve en punto, empiezan a llegar los vecinos. “Esto lo hago yo”. Bruno prefiere tener la lista cerca y subraya los nombres, concentrado, con la mano derecha. “¡Cómo me alegro de verte aquí!”, le dice una de las primeras personas en votar. “Gracias por estar aquí”, añade otra. “Adiós, Bruno”, se despide una tercera. “¡Se sabe mi nombre!”, grita él y chincha a Juan cada vez que tarda un poco más en encontrar un nombre: “Es para hoy. Que no te enteras, eh”. “Sí, sí, tú eres el jefe de la lista”, se suma a la broma el padre.
En los tiempos muertos entre votante y votante ―más aburridos, lentos, ya empieza a pesar el calor― Bruno apoya la cabeza en el hombro de su padre, le acaricia la nuca y juntos leen los mensajes que Juan envía al grupo de WhatsApp de la familia. Todos están como locos con que su hijo, hermano, primo, sobrino, nieto esté donde está. “Integración es una buena palabra, pero no siempre es fácil”, admite Juan. Depende de las ganas que le pongan, opina.
En el colegio, por ejemplo, dependía de los profesores y recuerda que en el primer centro al que lo llevaron, uno de los docentes veía al chaval como una carga más que como a un alumno con necesidades concretas. “Lo tenía apartado, como si fuera una molestia”, cuenta el padre. Por eso, decidieron cambiarlo de colegio: “Pasó a ser el chico más conocido de su curso y a él eso le gusta”. Bruno se gira, sonríe y suelta: “Estoy trabajando bien. Soy rápido como una liebre”.
También se aburre, a ratos, y entonces habla de lo que le entusiasma: las películas. Hay una clara favorita, Capitana Marvel, pero su debilidad son las de miedo. Se las sabe todas y, cuanto más terrorífica, mejor. De pronto cambia de tema y cuenta que le gustaría ser monitor de tiempo libre. “¿Por qué?”. “Para cuidar a los niños y llevarlos a la playa”, responde. Juan lo devuelve a la realidad con un toquecito en el hombro, la fila de votantes es larga. Algunos creen que le ha tocado al padre ser vocal de mesa. “Menudo ayudante te has echado, Juan”, repiten. Pero él lo aclara al instante: “No, aquí el que ayuda a Bruno soy yo”.
Conozcan o no al chico, quienes lo ven, sonríen. Él da un brinco y aplaude con timidez cada vez que entra a votar un conocido: sus tíos, que le han regalado cruasanes y una galleta, su madre y una de sus hermanas, que le hacen fotos y traen un bocadillo de jamón, varios compañeros del colegio, que le dan la mano y lo abrazan. Estar ahí, sin soltar el rotulador, no es solo un deber, es formar parte del barrio, ser uno más, alguien con quien contar. “Esto es algo muy bueno, para darle visibilidad, para que vean que es capaz de muchas cosas”, comenta María Jesús en la fila, justo antes de votar y de que su hijo tache su nombre de la lista.
Aunque a Bruno le cuesta explicar qué significa para él este día, asegura que “lo repetiría” y con esto, lo dice todo. Por ahora, ya tiene en mente en qué juegos de la Nintendo se va a gastar los 70 euros que recibirá por su labor de este domingo. El reloj marca ya las ocho de la tarde. Está casi hecho, nadie más podrá entrar en el colegio electoral. Ahora le toca a Bruno meter las papeletas en las dos urnas que ya conoce bien. Saca el pasaporte del bolsillo izquierdo del pantalón y hace el mismo gesto que lleva 12 horas repitiendo: la tinta amarilla cubre su nombre. “¡Ole!”, clama. Pero todavía les queda trajín. Tras contar el voto por correo y los sobres de las urnas, podrán irse a casa. A las 22.10, los votos del Congreso de los Diputados cuadran. “Ahora, el Senado”, anuncia. Y vuelta a abrir sobres, entre sorbo y sorbo de refresco. Así hasta casi la una de la madrugada, cuando padre e hijo salen juntos del colegio.
Suscríbete aquí a nuestra newsletter diaria sobre Madrid.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.