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Rosario o cómo sobrevivir al analfabetismo en el siglo XXI

Más de medio millón de españoles no saben leer ni escribir. Como el ciego o el sordo, han desarrollado trucos para que no se note y adaptarse a un mundo que no es para ellos

Rosario (con camiseta rosa) está aprendiendo a escribir y a leer en el Centro de Educación de Personas Adultas Entrevías, en Madrid.
Rosario (con camiseta rosa) está aprendiendo a escribir y a leer en el Centro de Educación de Personas Adultas Entrevías, en Madrid.ALEX ONCIU
Jacobo García

Este reportaje iba a ser una entrevista con Rosario y terminaron siendo cinco conversaciones en un pupitre del barrio de Entrevías (distrito Puente de Vallecas), cada día al terminar su clase en un centro de educación para adultos del sur de Madrid. A los 66 años no tiene ninguna gana de airear sus miserias en un periódico nacional. Rosario Sánchez es analfabeta. Ni funcional, ni digital, ni emocional… analfabeta, a secas. Es uno de los 580.000 españoles que no pueden leer un mensaje en el móvil, la parada de metro o los subtítulos de la televisión que tanta rabia le dan. Según el INE, en España hay una población similar al tamaño de la ciudad de Málaga, la sexta ciudad más grande del país, incapaz de leer la receta del médico, entender las alertas del móvil o saber si ha llegado a la calle correcta.

Sus clases diarias consisten en pequeños dictados o unir la palabra correcta con el dibujo de una bota o una mano. Este año ha mejorado mucho y ya no repite una y otra vez en voz alta “la p con la a, paaaa, la p con la e, peeee”. Con sus profesores ha comenzado a leer párrafos pequeños de Machado o comentan textos de autoras feministas. Un día cualquiera de Rosario, después de fregar, cocinar o acompañar a su amiga al médico, termina con ella sentada en la mesa del salón pasando a limpio el dictado. Rosario se sabe todos los refranes del mundo, le gustan Manolo Caracol, Lola Flores y Juanito Valderrama y pregunta, pregunta mucho.

Durante muchos años delegaba en su marido los asuntos importantes y firmaba con la huella dactilar lo imprescindible. En el día a día, ha desarrollado estrategias para sobrevivir en un mundo que no es para ella. Igual que el ciego puede reconocer a alguien pasando las manos por el rostro o el sordo aprende a leer los labios, Rosario retiene esquinas, escaparates y colores como nadie para no perderse y cuando viaja en metro utiliza un boli y un papel en el que marca rayas a medida que pasa estaciones para saber dónde se tiene que bajar.

Rosario sabe si le han dado correctamente el cambio de las mandarinas solo con sentir el peso de las monedas en la mano, solo manda wasaps de audio y alguien le enseñó una aplicación que convierte cualquier cosa escrita en una voz robotizada. Pero la habilidad que mejor maneja es preguntar sin que se note que no sabe: “¿La parada siguiente es Portazgo?”, “el autobús verde es el de Toledo, ¿verdad?”, “¿me ayuda a rellenar este formulario que no veo sin gafas?”. Así ha llegado hasta hoy, sobreviviendo a todas las pruebas sin tener que delatarse.

Fueron cinco entrevistas porque el primer día no quiso seguir hablando y empezó a llorar al recordar su infancia recogiendo algodón en los campos de Extremadura.

Rosario hace unos ejercicios en el centro en el que aprende a leer y escribir.
Rosario hace unos ejercicios en el centro en el que aprende a leer y escribir.ALEX ONCIU

La vida de Rosario es un trozo agridulce de la historia reciente de España. Nació en 1956, en Trujillanos, un pequeño pueblo de Badajoz a 200 kilómetros de Las Hurdes, el año que empezó a emitir la televisión en España. Hija de un guardia civil, Rosario fue la más pequeña de nueve hermanos que se criaron recorriendo fincas como jornaleros en la recogida del algodón y la aceituna. Cosechar el algodón es un trabajo duro que obliga a estar encorvado, meter los dedos entre los pinchos de la planta para arrancar el pelo blanco de la mata. Una tarea repetida a gran velocidad durante muchas horas en la que es habitual terminar la jornada con los dedos ensangrentados. Los dedos de los niños, ágiles y baratos, son perfectos para el algodón. Por aquel entonces, una ley de 1944 prohibía el trabajo a los menores de 14 años, excepto en el campo y los talleres familiares.

Con 10 años, Rosario quedó bajo la tutela de unas monjas que le proporcionaban alojamiento y comida a cambio de limpiar el convento. La “buena obra” de las religiosas fue entregarla más tarde a una familia de Badajoz para que hiciera de asistenta. Tenía 12 años y nunca más volvió a pisar un colegio hasta pasados los 62 años.

En España la tasa de alfabetización supera el 98,5% de la población, pero más de medio millón de personas, principalmente mujeres, 387.900 frente a los 193.000 hombres, no saben leer ni escribir. La fractura tiene una clara división por comunidades. Ceuta y Melilla, con una tasa por encima del 3,5%, son las zonas donde hay más analfabetismo y sigue después Murcia (2,75%), Extremadura (2,7%) y Andalucía (2,16%). Inmigrantes y gitanos son los colectivos más numerosos. Rosario es la mayor de los alumnos y una de las pocas nacidas en España en un centro compuesto por migrantes donde la mayoría aprenden a leer y escribir mientras aprenden español.

“Ni de Mérida el viento, ni de Zafra el casamiento” o “el queso de abril para mí y el de mayo para mi amo”, suelta Rosario entre risas presumiendo de refranes de Trujillanos. El segundo día todo iba bien hablando de su pueblo, cuando empezó a recordar la vida en la ciudad y algunas de las humillaciones que ha sufrido. Como hace unos meses, cuando el funcionario detrás de la ventanilla la despreció cuando le pidió ayuda para rellenar un formulario: “Me dijo que no estaba para esas cosas y me lanzó el papel”. Entonces hace amago de contar otro rato amargo ―“un día en el hospital me dieron una hoja...”―, pero se pone triste, deja de decir refranes y da por terminada la conversación. “Antes la gente era más educada”, zanja.

Rosario trabajó durante décadas como empleada doméstica hasta que se jubiló. A veces, su vida es un trozo de la historia de España y otras es las páginas de Juicio de piedra, la novela de Ruth Rendell considerada el gran libro sobre el analfabetismo, que comienza así: “Eunice Parchman mató a la familia Coverdale porque no podía leer ni escribir”. De la novela salieron dos películas: La ceremonia y The housekeeper, en las que la criada, harta de humillaciones y desprecios, asesina a la familia a la que sirve cuando descubren que es analfabeta.

El tercer día, Rosario se queda sin aire cuando habla de los hombres que han pasado por su vida. Pide detener la entrevista cuando habla de las dos parejas con las que ha convivido y con las que no tuvo hijos. Del primero, su marido, se separó por razones que no quiere que aparezcan en esta crónica, y al segundo, solo lo recuerda porque la engañó aprovechando que no sabía leer. Un día, aquel hombre le pidió que le acompañara a la sucursal y le puso delante unos papeles para que los firmara. Eran documentos para sacar una tarjeta bancaria a su nombre. Meses después, acudió nuevamente al banco porque quería comprar un sonotone. “El empleado me dijo que las cuentas estaban vacías y que no tenía ni un euro”, recuerda. “Me lo había robado todo”.

Una clase en el Centro de Educación de Personas Adultas Entrevías, en Madrid.
Una clase en el Centro de Educación de Personas Adultas Entrevías, en Madrid. ALEX ONCIU

Eva Romero, su profesora en el Centro de Educación de Personas Adultas (CEPA) de Entrevías, conoce bien esta realidad. “Las personas analfabetas han sufrido mucho, han vivido momentos muy oscuros de engaños o de violencia sin poder siquiera poner una denuncia sin sentirse avergonzados. Han tenido que sacar a sus familias adelante y normalmente han luchado solas”, dice la maestra que cada día se sienta pacientemente con el grupo de 12 mujeres y tres hombres a corregir dictados o leer en voz alta poemas de Lorca.

El cuarto día Rosario está contenta. Habla de libros con el entusiasmo de un notario a punto de aprobar la oposición. “Lo primero que quiero hacer cuando aprenda a leer y escribir es comprar un libro de poesía, porque soy muy romántica”, dice sobre el día que logre el título. “Bueno, también tengo varios libros más en casa que me han regalado con el periódico”, añade sobre la biblioteca que ha ido haciendo en los últimos años. Solo un entusiasmo como el de Rosario permite unir analfabetismo y biblioteca en un mismo texto.

Sentada en un pequeño pupitre en la primera fila, Rosario recuerda el primer día de clase, hace cuatro años, cuando llegó con muchos nervios al colegio. “Compré varios lápices, un bolígrafo con goma para borrar y dos cuadernos, uno para clase y otro para pasar a limpio los dictados”, dice el quinto día de la entrevista en un aula plagada de acentos: gitano, de Ghana, de Ecuador o de Marruecos, de donde es Fatiha, su mejor amiga. El alegre jersey rosa y el elegante peinado rubio con toques de laca de Rosario contrastan con el hiyab y el riguroso marrón de pies a cabeza de Fatiha. Juntas se ríen, se acompañan al médico o se vacilan a carcajadas “por la letra tan fea que le ha salido”, bromean. Sin haber leído nunca un manual de tolerancia y sin más viajes a las espaldas que el que la trajo de su pueblo de Badajoz, son cómplices en un mundo propio, donde no se juzga y no hay humillaciones. Uno en el que la cultura no tiene que ver con saber leer.

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Sobre la firma

Jacobo García
Antes de llegar a la redacción de EL PAÍS en Madrid fue corresponsal en México, Centroamérica y Caribe durante más de 20 años. Ha trabajado en El Mundo y la agencia Associated Press en Colombia. Editor Premio Gabo’17 en Innovación y Premio Gabo’21 a la mejor cobertura. Ganador True Story Award 20/21.

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