Y a los 72 años Solina se convirtió en activista
Una vecina cumple el noveno día en huelga de hambre por el cierre de las urgencias del centro de salud del municipio madrileño de Colmenar Viejo
Soledad Arias, más conocida como Solina, está sola en su lucha. Con 72 años, el martes cumplió ocho días en huelga de hambre en contra de la voluntad de todos los que la quieren, que temen por su delicada salud. No aguantará otro día más. Su familia quiere que lo deje, sobre todo después de comprobar el pasado lunes, en una visita a la comisión de Sanidad de la Asamblea de Madrid, que su contienda no se saldará con victoria: el centro de salud Colmenar Viejo, donde reside, continuará igual que desde marzo de 2020, con los Servicios de Urgencias de Atención Primaria (SUAP) cerrados.
Solina, debilitada y muy nerviosa, acompañó a la Asamblea al concejal de Ganemos Colmenar, Carlos Gómez. Juntos siguieron desde una sala contigua a través de streaming el transcurso de la comisión, donde comparecía Jesús Vázquez, director de Atención Primaria de la Comunidad de Madrid. La diputada de Unidas Podemos Vanesa Lillo preguntó a Vázquez por la situación concreta de los SUAP en Colmenar Viejo.
“No se ha dejado de atender a ninguna persona, otra cosa es la modalidad como se la atiende”, aseguró Jesús Vázquez en su intervención, en referencia al 112 o a los hospitales. El director de Atención Primaria reconoció que en el último año del que se tienen estadísticas, 2019, se llevaron a cabo más de 19.000 atenciones médicas en un municipio que supera los 50.000 habitantes, pero que, del total, un gran número acuden a dispositivos similares en otros ambulatorios o directamente a las urgencias de hospitales como La Paz o Villalba, ambos a más de 25 kilómetros. Amparado en esta interpretación, el Gobierno regional considera que no se cumplen los requisitos necesarios y que el servicio de urgencias continuará cerrado para los colmenareños.
Después de escuchar la respuesta y de ver cómo Jesús Vázquez se marchaba, la mujer, indignada, pegó un bote de su asiento y salió de la sala para buscarlo por los pasillos de la Asamblea. Mantuvieron una larga conversación, pero sin ninguna esperanza de que algo vaya a cambiar.
―¿Por qué lo haces, Solina?
―Porque por fin me siento libre. Lucho para rebelarme contra mi vida, contra todas las dificultades que he padecido, al igual que las mujeres de mi época. Y por los mayores. Los jóvenes se pueden defender, los abuelos no.
No es la primera vez que esta mujer se alza contra las injusticias. Su activismo comenzó hace varios meses, cuando en marzo de este mismo año recogió más de 3.000 firmas para que la línea 720 de autobús tuviera parada en el hospital de Villalba. Lo consiguió. Algunos vecinos, en señal de agradecimiento, quisieron poner una placa y bautizar la marquesina como Parada de Solina. Ella se negó y les advirtió de que, si lo hacían, no volverían a verla. “Soy muy brava, hijo. Lo digo todo a la cara y como lo pienso”, comenta.
Aunque no quiera homenajes, los ecos de aquel triunfo nunca se fueron de su cabeza y pronto empezó a darle vueltas a la próxima misión. “No se lo decía a nadie, pero para mí misma pensaba: si esto se me ha dado tan bien, ¿por qué no intentarlo con las urgencias?”, confiesa. El pasado martes 17 de mayo su marido se fue a los toros por la tarde y ella empezó a prepararlo todo. Cuando su esposo regresó, cenaron juntos y, mientras veían la televisión, antes de acostarse cada uno en su cama, Solina le dijo: “Papá, te tengo que contar una cosa. Me voy unos días. Mañana empiezo una huelga por las urgencias”.
De allí salieron cohetes, chispas y relámpagos, según describe la mujer. “¡Toma este papel y fírmame el divorcio! Esto ya no lo aguanto más”, contestó él. A la mañana siguiente, Solina se levantó a las siete y media, le dio un beso ―”el beso de judas”, que le dijo el marido― y se marchó. Arrancó su Mazda y condujo hasta el centro de salud, donde puede aparcar en la puerta debido a la minusvalía del 70% que padece.
Desde entonces ha dedicado los días a acudir al centro de nueve de la mañana a nueve de la noche, ingiriendo solo agua ―unas seis botellas de 250 mililitros―, sin ningún alimento sólido ni las 24 pastillas diarias que tiene recetadas. A primera hora, las enfermeras, muy pendientes de su situación, le hacen una analítica, le miden la tensión y el azúcar. Después, Solina empieza a pasear en silencio, con una pequeña pancarta, por las salas de espera. La gente le observa extrañada y muchos agachan la cabeza con vergüenza. “Me toman por loca. Cuando luchas te quedas sola. Algunos me dan ánimos, pero ninguno se queda conmigo”, explica.
Para matar las horas y el aburrimiento, se sienta en una silla de plástico a la entrada del edificio esperando ver a alguien conocido y, si no llega nadie, comienza a cantar para sí misma recordando las tardes con sus amigas en el coro de Colmenar. “Canto por Víctor Manuel, mexicanas, Rocío Durcal, pero sobre todo 19 días y 500 noches, de Sabina. Esa no veas cómo se me da”, afirma.
Esta mañana se ha levantado muy cansada. Le cuesta mantenerse mucho rato de pie pero, con pasos cortos e inestables, logra llegar hasta el fondo del pasillo donde se encuentran las consultas. De repente, una puerta se abre y asoma la cabeza su médico de cabecera, ambos se miran fijamente sin mediar palabra mientras él niega con la cabeza. Se acercan y estrechan muy fuerte sus manos. “Solina, no te voy a dejar más”, le susurra el médico, al tiempo que ambos empiezan a llorar. Se funden en un abrazo delante de todos los pacientes que miran atónitos la escena. “Solo un día más. Mañana será el último”, sentencia ella.
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