Iván ‘Melón’ Lewis, el pianista que aprendió a volar (literalmente)
El músico cubano corona su casi cuarto de siglo en España con el Grammy al mejor disco de jazz latino. Pero casi nada fue sencillo en este acenso
El pianista hispanocubano Iván González Lewis es un músico reconocido, apreciado y razonablemente popular entre los melómanos de las dos orillas, pero muy pocos saben que este virtuoso mundial de las teclas blancas y negras también podría pilotar casi cualquier avión comercial que le colocasen entre las manos. Y que esa habilidad inédita, larvada desde que armaba maquetas aeronáuticas cuando aún era un chamaco en su casa de Pinar del Río, la ha desarrollado de manera rigurosamente autodidacta, como una afición tan poco común como sus habilidades interpretativas.
Podríamos llamarlo pasión, extravagancia o, en castellano moderno, friquismo, pero un detalle tan llamativo no puede ser mera casualidad. “Supongo que proviene de mi condición de soñador. E igual que aprendí a volar, he ido cumpliendo muchos de los sueños que me formulé cuando empecé a sentarme frente al piano”, concede el hombre de la cabellera riza y un verbo tan irrefrenable como su ya clásico galopar de los dedos sobre el teclado.
La conversación transcurre en los mullidos sofás de Cezanne Producciones, los estudios que el productor Javier Monteverde regenta desde hace dos décadas en un polígono industrial de Las Rozas. Ahí, en ese refugio escondido entre una larga hilera de talleres mecánicos, acontece con alguna frecuencia la magia y se materializan quimeras que cualquiera consideraría inalcanzables. Puede dar fe Iván, el hombre al que todos conocen con el apelativo de “Melón” desde que un compañero algo pérfido de pupitre se lo adjudicó, de niños, en la escuela de música (“yo era muy flaco y con la cabeza muy grande, como un chupa-chups”). En plena tormenta Filomena registró Voyager, su rutilante quinto álbum solista, al frente de una docena de músicos y con Gonzalo Rubalcaba y Jorge Pardo como convidados de excepción. Y el pasado 18 de noviembre, tras un viaje tormentoso hasta Las Vegas, escuchó cómo el nombre de ese trabajo salía del sobre con el Grammy Latino al mejor disco de jazz latino de la temporada.
Lewis, que se dice “lento a la hora de asimilar las emociones”, apenas pudo entonces articular palabra. Tampoco Lucía, su hija y acompañante en tan especial ocasión, inmersa en esas edades –16 añitos– en que la parquedad coincide con la norma. “Supongo que es un premio a la trayectoria más que a un disco en concreto”, reflexiona el pianista, ahora que ya ha dispuesto de varias semanas para procesar toda la información. “Mi lentitud emocional quizá sea fruto de la reflexión y el análisis profundo. Soy una persona muy sensible, lo que tiene consecuencias fatales para muchas cosas, porque todo me duele el triple. Pero sé que es un paso importante en mi vida. Me permite confirmar que en el gremio me estiman y tienen en alta consideración. Y afianza ese ego necesario, ¡pero sin llegar a la egolatría pedante!, que le sienta bien a cualquier artista”.
Melón sabe bien a qué se refiere, porque en sus 47 años, y pese a la apariencia abrumadora de su currículo, ha tenido también ocasión de probar la hiel amarga de la indiferencia y el desconcierto, el anonimato sobrevenido, el temor a que nadie guardase su número en la agenda telefónica. Heredó la agilidad en los dedos de su padre, el ilustre Ricardo González Duquesne, y no tardó en causar sensación en la escena cubana. El trompetista Wynton Marsalis se le acercó una noche en La Zorra y el Cuervo, el templo jazzístico de La Habana, para confiarle al oído: “You’re cool, man!”. A los veintipocos ya sabía lo que era pisar el escenario del Madison Square Garden neoyorquino. Pero en 1998, recién aterrizado en suelo español, todo su universo se resquebrajó en cuestión de semanas. Y perdió pie.
“Yo había llegado como integrante del grupo de Isaac Delgado, el cantante de salsa”, recapitula, “pero tuvimos un desencuentro, me echó de la banda y, de repente, no sabía adónde acudir”. Pensó que no era cosa de regresar, que la aventura europea merecía la pena aunque hubiese comenzado con un tropiezo. Y se mudó a Cáceres, donde desde tiempo atrás ya residía su hermano Ricardo, violinista de profesión. “El problema fue que no tenía piano y no sabía qué hacer”, detalla con gesto compungido. “Lo pasé realmente mal. Pagaba 90 euros mensuales por el alquiler de una habitación, pero no tenía dinero y el casero me fiaba. Asumí que tendría que volver, aunque fuese con el rabo entre las piernas. Hasta que decidí ponerme a trabajar… como camarero”.
Habrá aún quien recuerde a Melón, a finales del siglo pasado, sirviendo raciones y cervezas por La Madrila, uno de los barrios más jacarandosos de la capital cacereña. Y así hasta que, con las 200.000 primeras pesetas ahorradas, pudo comprarse un cochambroso piano de pared. “Probablemente me timaron; era tan malo que debería haberme costado menos de la mitad. Pero sirvió para desentumecerme los dedos”, anota Lewis.
Fue como quien abre una compuerta, largo tiempo atascada, para que un inmenso torrente de agua volviera a fluir. “El primer día frente a ese piano no es que se me escapara una lagrimita: me sobrevino el llanto acumulado de dos años”, exclama Iván. Y a partir de ese momento fueron llegando las alegrías. Al principio, en pequeñas salas jazzísticas: con los años, como escudero circunstancial o permanente de Serrat, Sabina, Perales, Sole Giménez y hasta la fadista Mariza o la eminencia de la chanson Charles Aznavour. Con capítulo aparte para su fructífera alianza con Buika. “Fueron años prolíficos, no está de más que admita mi orgullo. Encontramos una intersección sólida y creíble entre el jazz y la copla, con unas gotas de cubanidad. Concha es como es, pero, sin llegar a ser un genio, tiene muchas cosas geniales…”.
Iván González Lewis, ese hombre locuaz y risueño que asumió con humor el apelativo de Melón, vive hoy a caballo entre un piso alquilado en Madrid y la casa familiar de Coria (Cáceres), de donde proviene Almudena, su mujer. Ha acabado cogiéndole el tranquillo al país, “pese a que el jazz no es una manera sencilla de ganarse la vida en España”. Sueña con dedicarse solo a proyectos de autoría propia, ahora que se siente con autoridad e inspiración suficientes como para que confluyan sus muchos trienios de tumbao cubano con las enseñanzas clásicas de Prokófiev, quizá su compositor favorito. Y barrunta que Voyager ha gozado de tan buena acogida porque, aun desde la madurez, “conserva la frescura, inquietud y, sobre todo, ese desparpajo infantil que mantengo en mi carácter desde siempre y que no quiero perder nunca”.
En realidad, su único motivo actual de congoja es procesar aún el duelo por la pérdida, en enero, de su papá. Y, más aún, recordar que el “maldito Alzhéimer” privó al gran Duquesne, “tan positivo y alegre siempre”, de disfrutar durante sus últimos meses con la nueva música que Melón se traía entre las manos. Esas mismas que en los simuladores de Iberia manejan con destreza cualquier Airbus, los de media distancia y los intercontinentales. “Tengo amigos pilotos que ya me han dicho: Melón, tú podrías dedicarte a esto. Pero tranquilos”, concluye: “Crear es lo que más me interesa ahora mismo. Superlativamente, por encima de todas las cosas. Y me siento con margen de mejora. No creo que vaya aún ni por la mitad…”.
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