La Galicia profunda
No es necesario vivir en un lugar en el que todo funciona por domótica para ser feliz y para soñar
La semana pasada apareció en los medios una noticia que causó bastante revuelo. Una jueza había retirado a una madre la custodia de un niño de un año de edad, aduciendo que esta vivía en un pueblo de la “Galicia profunda”, a diferencia del padre que vivía en una “ciudad cosmopolita”. Por lo que he podido leer, el auto estaba plagado de referencias a la falta de servicios y oportunidades del lugar de residencia de la madre del menor, frente a las comodidades del lugar de residencia del padre, al que se le concedía la custodia del niño.
Toda la historia me removió profundamente, al fin y al cabo estamos hablando de arrebatarle un hijo a su madre, y además por motivos más que cuestionables. Me vinieron a la cabeza, irremediablemente, todas esas historias de madres migrantes a las que les arrebatan a los hijos teniendo en cuenta su país de origen, cultura, idioma, costumbres, etc. Basándose en las ideas cargadas de prejuicios que pueda albergar en su imaginario la persona sobre la que recae la responsabilidad de decir si una madre podrá disfrutar, o no, de ver crecer a su hijo. Tratando de imponer una maternidad única, una única manera de criar, de vivir, de educar y priorizar.
Siempre me ha helado la sangre la pasmosa facilidad con la que se castiga la pobreza en estos casos, o lo que otros consideran que lo es. ¿Cuánto ganas?, ¿cuánto mide tu casa? Alucino cómo el hecho de tener pocos recursos o no disfrutar de lo que otros consideran una vida “acomodada” muchas veces desemboca en un juicio sobre la capacidad de esas maternidades.
¿Quién determina cuánto y cómo es suficiente? ¿Quién valora todo aquello que esas madres les dan a sus hijos e hijas, que no se puede tocar, ni medir, pero es tan importante y presente como estar criando a una buena persona, a una persona feliz, que ama y respeta a la naturaleza y otros seres vivos? ¿Quién?
Trabajé en casas de ciudades cosmopolitas con todo tipo de lujos, extraescolares, profesores de refuerzo, ropa a mansalva y videojuegos. Pero esos niños nunca habían estado en la sierra de Madrid. Trato de inculcarle a mi hijo que no sea materialista y que no todo en esta vida es tener cosas, que las personas son prioritarias.
Procuro, cada cierto tiempo, llevarle a un lugar que esa jueza calificaría de “profundo” para que vea que hay muchos espacios, mundos y realidades, que no tiene por qué construir su vida alrededor de lo que el capitalismo considera que debe ser, que no es necesario vivir en un lugar en el que todo funciona por domótica para ser feliz y para soñar.
Comentamos este tema y me decía una amiga, cuyos padres son de un pueblecito de Galicia, que le parecía muy interesante lo que comentaba de las madres migrantes, porque sus padres de alguna manera también se habían leído siempre desde los márgenes.
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