Venirse a Madrid
Hace 20 años arribé a una ciudad que fascinaba al recién llegado. Ahora me pregunto si es posible una vida decente aquí


Este mes hace 20 años que llegué a Madrid. Vine con la vida metida en una mochila, sentado en un autobús al lado de una chica que iba llorando. Viví durante meses en una pensión cutre: al anochecer bajaba a una cabina de Tirso de Molina para llamar a casa porque no tenía teléfono móvil. Aquí seguimos. Móvil, ya tengo.
Hay dos tipos de personas en el mundo: las que vienen a vivir a Madrid y las que no vienen. Yo soy de las primeras, como una parte no desdeñable de mi generación en Asturias. La generación Alsa. Casi siempre que he entrevistado a gente que vino a vivir a Madrid he preguntado por su llegada: suele haber una historia inolvidable que se recuerda con cariño, nostalgia o ridículo. No es para menos: venirse a Madrid es un fuerte giro de guion en la vida de cualquiera.
En realidad, hay un tercer tipo de personas en este planeta: las que han nacido en Madrid. Las compadezco, porque nunca tuvieron la oportunidad de venirse a Madrid; es que ya estaban aquí. En un podcast de la serie In situ (Podium Podcast), realizado por Jimena Marcos, se habla de gente nacida en Madrid, de los poco frecuentes “gatos” (con cuatro abuelos madrileños, la pureza étnica de esta ciudad), y alguno de ellos añora haber nacido en otro lugar, haberse venido, haber hecho vida de recién llegado, descubrir las calles, conocer a gente rara, vivir en un piso compartido del centro, contarlo luego en su pueblo.
Durante los primeros años de mi estancia en esta ciudad todo me parecía fascinante, de modo que vivía instalado en lo extraordinario. Hacía cosas imposibles en Oviedo, cosas que hacían de la vida en la gran urbe algo especial, como ir a la Filmoteca Nacional a ver clásicos subtitulados o deambular diez minutos por la galería principal del Prado o pasar la mañana del domingo en una rave en un monasterio abandonado. Son cosas que luego se dejan de hacer, por mucho que uno las tenga a mano, o precisamente por eso.
Hace 20 años era más joven, tenía más pelo y era más tonto: no tenía miedo a casi nada. Madrid, 20 años después, no me parece lo extraordinario, sino lo cotidiano, y, como buen urbanita, tengo una relación de amor-odio con la ciudad. Extraño el Madrid desconocido de mi llegada, muy similar a una película, una españolada que protagonizaba yo en vez de Antonio Resines, extraño ignorar qué calle había detrás de la otra, extraño escrutar el plano, explorar en metro, conquistar los bares, alucinar con los peatones. Pero la vida es un continuo acostumbrarse. Al comienzo del siglo XXI tenía la sensación de que este era el sitio en el que había que estar: ahora, mientras observo la colorida destrucción urbana, empiezo a preguntarme si es posible una vida decente aquí.
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