¿Dónde está mi tribu?
El reto de la crianza no es individual, sino social, pero la sociedad no lo pone fácil
Llegué a Madrid hace justo 20 años, y estaba solo. Hay mucha gente que se siente sola en esta ciudad abarrotada, sobre todo gente mayor; pero yo era joven y rebelde, repleto de futuro, y cada vez fui estando menos solo. Tan poco solo que hace unas semanas fui padre. Entonces Liliana y yo descubrimos una nueva soledad: la que produce la ausencia de la tribu.
“Para educar a un niño hace falta la tribu entera”, dice un célebre proverbio africano. Como tantos otros que en algún momento hemos aterrizado en este lugar, no tenemos familia aquí, ni abuelos, ni primos, ni tíos (aunque tenemos buenos amigos). Pero no se trata solamente de estar lejos: apenas conocemos a la gente que vive al otro lado del tabique; a veces oímos sus ruidos y tratamos de imaginar su existencia. El bar hipster sustituyó a la taberna donde sabían nuestros nombres.
La sociedad individualista, centrada en la familia nuclear y en nuestros propios ombligos, en la que el trabajo se desborda por todas las esquinas del día sin respetar las otras facetas de la vida, bajo la constante amenaza de la precariedad, ha ido disolviendo los vínculos comunitarios que hacen más fácil la crianza y la vida en general. De cosas como estas habla la filósofa Carolina del Olmo en su popular libro ¿Dónde está mi tribu? (Clave Intelectual). El reto de la crianza dice, no es un reto individual, sino social. Pero la sociedad está mirando el Instagram.
Eso sí, los vínculos no son tan fáciles de desterrar: en las sucesivas crisis hemos visto como la red familiar, vecinal, de barrio, ha significado también una red de salvación para muchas personas que cayeron en desgracia, víctimas de los juegos especulativos y financieros de terceros desconocidos, de los volantazos de la macroeconomía, de diversos desastres y pandemias.
Para colmo, hace unos días, mi madre se rompió el tobillo y tuve que regresar a Asturias a cuidarla, dejando atrás a mi primogénita y mi pareja, con todo el marrón. Hay unos estudios que señalan que el bienestar vital tiene forma de U (se lo he leído al filósofo británico Kieran Setiya, En mitad de la vida, Libros del Asteroide): si todo va como tiene que ir, la infancia y la vejez son las etapas plácidas de la vida.
La mediana edad, este tramo raro en el que aceptamos nuestra propia finitud, es la parte más baja de la curva, llena de estrés, cansancio y desánimo, cuando uno tiene que cuidar a los que le preceden y a los que le suceden, al tiempo que se ve obligado a dar el máximo desempeño en el ámbito laboral y de pareja, sin, no lo olvidemos, dejar de aparentar juventud y poderío, molando por doquier, sacando a ondear al viento el tatuaje. Envejecer: ahí está la esperanza, y otra nueva soledad.
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