Cuando en la Gran Vía reinaban los dos Herreros
Enrique Herreros homenajea con un libro a su padre, portadista de ‘La codorniz’, creador de la promoción moderna de cine e impulsor de la carrera de Sara Montiel
Hubo un tiempo, las décadas de los años cincuenta y sesenta, en que en la Gran Via cinematográfica no se rechistaba si no lo permitían los dos Herreros, hoy leyendas de un tiempo que está desapareciendo a marchas forzadas de la memoria colectiva madrileña (y ya ni digamos la española). Cuando en esa avenida no solo se situaban los principales cines, sino que la industria audiovisual tenía allí sus oficinas, y mezclaban negocios y placer en restaurantes y locales de la zona. Ese fue reino de Enrique Herreros (1903-1977), portadista de La codorniz, grabador, pionero de la publicidad y la promoción de cine, inventor de Sara Montiel, pintor de algunos de los inmensos murales que antaño adornaban las fachadas de los palacios cinematográficos, y progenitor del otro Enrique Herreros, que ya ha cumplido los 93 años y sigue escribiendo sobre alguien a quien siempre menciona como “mi buen padre”. El recién publicado Los dos Herreros (Modus Operandi) completa A mi manera, el libro editado en 2015. Ambos rinden homenaje a una persona, pero también a un tiempo y a un lugar que hoy ha sido barrido por tiendas y grandes almacenes.
Herreros hijo también tiene todo tipo de aventuras: trabajo como responsable de la promoción mundial de Amor al primer mordisco, y viajó por todo el orbe con George Hamilton (todavía se sabe la fecha y lugar de nacimiento del actor, por tantas fichas de hoteles que rellenó en su nombre); vivió en Los Ángeles y dirigió las campañas —con éxito— a los Oscar de Volver a empezar, de José Luis Garci, y Belle Epoque, de Fernando Trueba. Mezcló con la promoción el periodismo y en el libro describe todo tipo de trucos y mañas, como el reportaje en un tranvía de la línea 55 que subió a Tyrone Power desde la antigua estación del Norte (Príncipe Pío) a Plaza de España. O de las desventuras de los dos Herreros con Sara Montiel, aquella cantante que su padre descubrió y convirtió en actriz.
Y todo ocurría en la Gran Vía. “Yo llevo sin pisarla cinco años”, confiesa en su casa en Chamberí. “Era una calle brillante, espectacular”, rememora sobre una arteria que conectaba Hollywood con España. “Los lunes al amanecer llegaban los carteles a las salas, porque entonces los estrenos eran los lunes, y la maquinaria se ponía en marcha”, recuerda. Si algo tiene Herreros es memoria: desglosa fechas y salas de cine de películas y de sus directores. “No hay cines, ni gente del cine, ni negocios del cine. Menos aún carteles como los que diseñaba mi padre”, y se pone de pie para enseñar una foto de su despacho. “En uno de ellos, mira lo que hay”. Y señala una hoz y un martillo en uno de los carteles. “Mi padre se ponía delante de la fachada a ver a la gente mirar asombrada el dibujo y se partía de risa”. Herreros habla con una voz cascada, dolida. “Hoy el cine no me interesa, es todo digital. Lo mataron Spielberg y Lucas con los efectos se cargaron los grandes dramas de Hollywood. Hace poco en televisión echaron Los diez mandamientos, que yo vendí en Colombia y en Brasil. En alguna secuencia aparecen hasta 5.000 extras; hoy los pintan”. Porque, dicho sea de paso, Herreros hijos también trabajó en Sudamérica. Fue jefe de publicidad de United Artist en España, y de Paramount para Iberoamérica.
De vuelta a su amada calle, el autor recorre en las páginas del libro las oficinas en las que trabajó, los restaurantes en los que se comía y se cerraba negocios, y desde allí, como una inmensa tela de araña, las rutas nocturnas de alcohol y baile que se prolongaban hasta las afueras de la capital. También habla del paso por Madrid de estrellas, como el mencionado Power, Cary Grant, Sophia Loren o Romy Schneider, en pleno fenómeno Sissi. “Ahora las actrices parecen repartidoras de butano”, se queja. Eso sí, de los amoríos de su padre y de los suyos, prefiere guardar el secreto.
A su alrededor, en su despacho, por varias paredes, más de dos centenares de fotos (”Casi ninguna posada, siempre en acción”), recuerdos de aquellas épocas “en las que la gente iba a arreglada al cine en la Gran Vía, y salía de las sesiones felices”. Acabadas las salas en la Gran Vía, “se murió el cine como acto social, se diluyó su importancia”. Y Madrid perdió un mundo, el de los dos Herreros.
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