El arte de hacer reír en serio
El heredero del dibujante Enrique Herreros deposita en el Reina Sofía una colección de ‘collages’ para ‘La Codorniz’ y aguafuertes
El hombre que habla con voz cavernosa tiene una tumba con su nombre tallado esperando en Potes (Cantabria): Enrique Herreros. “La compré hace años, está al lado de la de mi padre”. Un día escuchó un comentario:
—Mira aquí está enterrado el dibujante Herreros y al lado está su hijo.
El hijo no habló entonces, pero sí lo hace ahora, sentado en una habitación repleta de fotos en blanco y negro de glorias del cine de otro tiempo: “La tumba está lista. Solo falta poner la fecha del viaje”.
Antes de ejecutar “ese viaje”, Enrique Herreros hijo (Madrid, 1927) quiere dejarlo todo ordenado: “Me queda poca vida, y no quiero que la obra de mi padre acabe entre la Cuesta de Moyano y los puestos del Retiro”. Así que mañana firmará con el Museo Reina Sofía la entrega en un “depósito con promesa de legado” de 15 aguafuertes de Tauromaquia de la muerte y 30 collages para la portada de La Codorniz creados por su padre entre 1945 y 1951. Una cesión justificada por el museo para apuntalar su línea de investigación sobre el humorismo gráfico en la posguerra y también ante “la práctica inexistencia en el mercado de los materiales originales de las portadas de la revista”.
Son buena parte de las creaciones que hace unos meses recuperó Herreros después de una larga pelea con el Ayuntamiento de Madrid, al que había donado en 1993 medio centenar de obras de su padre para que estuvieran expuestas en el Museo Municipal. El cierre del espacio por reformas y su transformación en el Museo de Historia de Madrid dejaron sin acomodo los aguafuertes goyescos y los montajes para La Codorniz. Herreros lamenta que las obras hayan permanecido en un almacén durante 16 años, hasta que la actual alcaldesa, Manuela Carmena, autorizó la devolución.
Enrique Herreros padre (Madrid, 1903-Santander, 1977) fue ilustrador, cineasta, dibujante y humorista, un creador total capaz de producir grabados goyescos como su serie taurina, Quijotes cubistas —hizo también una versión expresionista y otra codornicesca— y portadas surrealistas. Un vanguardista que siguió haciendo vanguardia incluso en tiempos en los que la experimentación y la aventura artística estaba en caída libre. Pero Herreros, al igual que sus compañeros de semanario, poseía un demoledor cóctel de talento, finura y coraje. Solo así se explica que una portada inspirada en la estatua de la Libertad de Nueva York y flanqueada por la frase “¡La libertad, en reparación!” saliese impoluta de la censura en pleno 1948, aún en lo crudo de la posguerra.
Aunque Herreros había estado al lado de los vencedores, no encajaba en aquella moralidad estrecha que se impuso a partir del 39. Durante la guerra contribuyó a la propaganda del ejército sublevado desde la revista La Ametralladora, donde se habían parapetado varios integrantes de la conocida como la otra Generación del 27: Miguel Mihura, Tono, López Rubio o Edgar Neville.
Después navegó felizmente entre la incipiente industria del cine de la dictadura y el humor gráfico tolerado. “En mi opinión se ha exagerado mucho el papel de la crítica antifranquista de La Codorniz, tuvieron tres o cuatro problemillas con la censura pero el primero que hacía la siega, que se autocensuraba, era Álvaro de Laiglesia [director desde 1944 hasta su cierre en 1978]”, sostiene Herreros hijo para poner las cosas en su sitio.
Uno de esos problemillas llevó a Antonio Mingote ante el juez para responder de un delito de “ultraje a la nación” por haber añadido una coletilla a una de las expresiones favoritas de la dictadura: la reserva espiritual de Occidente “con tapón y rellenable”. Otra se dio en 1952: tras parodiar al periódico Arriba, recibieron la visita en la redacción de unos cuantos falangistas que no buscaban precisamente discutir sobre los límites del humor gráfico.
Así como se magnificó la militancia contra el régimen de “la revista más audaz para el lector más inteligente”, puede que en democracia se ninguneara su relevancia creativa. Pero el Reina Sofía ya le abrió sus puertas en 2010, tras reacomodar su colección e integrar a La Codorniz en la planta dedicada al arte de la posguerra, aunque hasta ahora con poca representación de Herreros, a pesar de su trascendencia en la historia del semanario. Fue el autor de 807 portadas, 45 contraportadas y 2.303 dibujos desde 1941 hasta que falleció en 1977, un año antes del cierre de la revista, tras un accidente en los Picos de Europa.
Junto a humoristas como Rafael Azcona, Chumy Chúmez, Xaquín Marín, Sir Cámara o Miguel Gila, entre otros, idearon un estilo que practicaba la irreverencia desde lo absurdo, el disparate o la alegoría, que llegó a conectar con 200.000 lectores en su mejor momento (1968). Disidencia bajo control, humor para iniciados. En sus páginas estaban prohibidos por una ley no escrita “lo vulgar, lo chabacano, lo pornográfico, lo escatológico y los lugares comunes”, recordaba hace años el crítico taurino Joaquín Vidal, que tenía una sección propia en la revista titulada “Las vacas mueren a las cinco”.
Ejemplo de humor codornicesco: cuando el marqués de Villaverde acompañó al shah de Irán durante su visita a Madrid, se publicó un extraño anuncio. “Cambio marquesina vieja por persiana de segunda mano”.
La pugna de Dionisio Ridruejo y Miguel Mihura por la sátira
En el último número de la revista Litoral, dedicado al humor, el periodista Luis Conde Martín revive una curiosa carrera de aves galliformes protagonizada por Dionisio Ridruejo —abrazado aún al mesianismo falangista— y Miguel Mihura, afiliado también a la Falange desde 1938. El proyecto de revista satírica que Ridruejo defendía de despacho en despacho se titulaba La Perdiz. Triunfó, como ya se sabe, La Codorniz, que apareció en el verano de 1941. "En esta competición cinegética ganó quien consiguió más influencias y además había colaborado en la beligerante La Ametralladora, algo que le aportaba currículo", cuenta Luis Conde. Mihura permaneció al frente del semanario hasta 1946, cuando le sustituyó Álvaro de Laiglesia. El dramaturgo murió siendo fiel al estilo codornicesco. Sobre su tumba habría escrito: "Ya decía yo que ese médico no valía mucho".
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